En las estepas de Mongolia, un territorio de sueños febriles y noches gélidas, vivían un pastor y sus tres hijos. El menor de los tres, Batbayar, un chico trabajador y desangelado, pasaba largas horas vagabundeando por riscos y caminos de piedra. Aunque era el menor de sus hermanos, Batbayar era el único que mostraba cierto interés por el trabajo que hacía, buscando sin duda emular a su padre. Este último era un hombre hogareño y trabajador, aunque también triste y solitario des de que su mujer, la madre de los tres chicos, muriera. En cuanto tuvieron edad para casarse, los hermanos mayores de Batbayar empacaron sus escasas pertenencias y se largaron sin ni siquiera despedirse de Batbayar.
Batbayar por el contrario, tuvo desde siempre la firme determinación de ser pastor como su padre y continuar, aunque fuese con penurias, el legado familiar. Madrugador empedernido, batallaba a diario junto a su padre en eternas y lastimosas jornadas de trabajo, todo el día viajando bajo un sol inclemente y comerciando con otros pastores nómadas sin escrúpulos. Por desgracia, un día su padre no pudo resistir más los envites del destino y murió súbitamente mientras cenaba. Batbayar maldijo su inesperada muerte y se desvivió por adecentarle una tumba junto al arroyo, posiblemente el único lugar en el que alguna vez fue feliz.
Los días pasaron, y Batbayar no vio motivo para seguir ya pastoreando los animales, convencido de que ya nada tenía sentido. Su padre había sido su brújula y la única persona a la que había querido satisfacer en toda su vida. Se desplazó pues al pueblo más cercano y malvendió los animales, dispuesto a vagar por el mundo. Antes de partir decidió hospedarse en una posada regentada por un matrimonio de ancianos. Al comentarles que su padre había muerto, los hombres estallaron en grandes vítores, eufóricos porque el monstruo de la estepa por fin había encontrado la muerte.
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