A menudo se sienta en un banco del parque a ver pasar la vida. Le acompaña un perro color canela, pequeño y lanudo, que atiende al nombre de Fausto. A esas horas poca gente transita por el Retiro: algún jubilado pasea a su nieto en el cochecito, un tipo musculoso que hace footing en pantalón corto ajeno al frío y aislado del mundo con los auriculares, una anciana que echa de comer a unas palomas mórbidas… Saca del bolsillo interior de la gabardina una libreta de tapas de cuero. Con los dedos algo castigados por la artrosis dibuja seis o siete trazos en el inmaculado papel que se asemejan increíblemente a la acacia que tiene justo enfrente. Sonríe para sus adentros: aún no ha perdido todas sus facultades. Levanta la vista del cuaderno, el cielo ha debido de plagiar el azul intenso de sus pupilas. Una ráfaga de viento le arranca el sombrero y deja al descubierto la noble cabeza de patricio romano. Entonces, una mano regordeta le toca suavemente en el hombro.
– Vamos, don Emilio, hace frío y debemos regresar a casa, que luego su hija me regaña por tenerle en la calle tanto tiempo.
Sorprendentemente ágil, Emilio Argüelles se levanta del banco y echa a andar con evidente disgusto. «La pesada de mi hija, siempre intentando controlarlo todo, ¿a quién habrá salido? – se pregunta – seguramente a Merceditas, mi querida suegra, Dios la tenga en su gloria, tan recelosa y cotilla». Densos nubarrones arrastrados por un viento cada vez más fuerte obligan a la pareja a apretar el paso. Emilio se levanta el cuello de la gabardina, arrepentido por no haberse puesto el loden verde. «Un día la sorprendí – continúa con su monólogo – vaciando los bolsillos de mi chaqueta ¡el colmo! y su hija la tapaba: no te enfades, hombre, mi madre sólo quería llevarte la americana al tinte, sí, sí. »
Fausto levanta la pata, confundiendo la pierna de Emilio con un árbol y se orina en el zapato de su amo; él hace amago de darle una patada pero se contiene. «Maldito chucho, ya estás prostático como yo ¿verdad? once años de tu vida perruna se corresponden a setenta y siete de la mía, eso dicen. luego tú eres más viejo que yo. ¡mala suerte amigo!» El perro le mira con sus ojillos negros y redondos, dotados con algo parecido a la inteligencia. Varios pasos por detrás de ellos va caminando la muchacha que le atiende, Jackeline, pegada al teléfono móvil. «Pues anda que ésta, todo el día con el celular, como ella dice, me la ha puesto mi hija para espiarme, estoy seguro, si al menos pudiera mantener una conversación coherente…»
Ya en la madrileña calle Castelló, donde viven, el bocinazo de un coche le devuelve de golpe y porrazo a la realidad. Se para asustado en mitad de la calzada y Fausto aprovecha la ocasión para mojarle de nuevo los mocasines de ante. Por fin llegan a casa. Paloma, la hija única de Emilio, sale al sentir el ruido de la puerta envuelta en un albornoz y secándose con una toalla el cabello mojado. Emilio siempre ha pensado que su hija es una mujer de contrastes: mucha talla y poca carne, dientes separados y ojos juntos, frente estrecha y cuello ancho, ni guapa ni fea, solo rara. En cuanto a su temperamento más de lo mismo; como buena Géminis tiene las dos personalidades, la buena es encantadora pero cuando sale a relucir la mala… ¡procura desaparecer de su vista!
– ¡Ya era hora! pero papá ¿y ese pelo tan alborotado? – le dice pasando cariñosamente la mano por la cabeza.
– Hace un día de perros y nunca mejor dicho – contesta Emilio bajando la vista con repugnancia al calzado.
– Anda, déjame que te ayude a quitarte la gabardina.
Paloma mira con atención a su padre. Los años y los desmanes no parecen haber hecho mella en su aspecto. De elevada estatura, viste con desaliñada elegancia aunque a la legua se nota que es ropa cara. Conserva casi todo su cabello intacto, de color gris plateado, que peina con estudiado desorden. La mirada azul, glacial, contrasta con la permanente mueca un tanto cínica de sus labios aunque a veces, pocas, muestran una sonrisa franca, sin dobleces. Pero lo más destacable son sus manos, de dedos largos y piel fina, ahora moteado el dorso por las marcas delatoras de la edad. Son bellas manos de artista.
– Papá – le dice saliendo de su ensimismamiento – ¿no estarás pensando en servirte un martini, verdad?
– Pero bueno – contesta el hombre haciéndose el ofendido – ¿dónde se ha visto que los hijos fiscalicen a los padres?
Paloma cabecea y pone los ojos en blanco, a veces su padre la saca de quicio.
– No debería recordarte – exclama enfatizando la voz – que hace unos meses sufriste un infartazo que por poco te lleva al otro barrio. – dulcifica el tono – Desde que murió mamá has llevado una vida, digamos, algo desordenada. Por eso te pasó lo que pasó y me vine a vivir contigo, para cuidarte y hacerte compañía.
– Yo más bien diría que has venido a controlarme.
– No papá – responde picada – en todo caso a protegerte de ti mismo.
Por suerte, un timbrazo interrumpe la conversación.
– ¡Abre Jackeline! – grita Paloma – Debe ser la periodista ¡qué puntual! – exclama mirando el soberbio reloj de pie, bellamente labrado – Hace unos días llamaron al estudio – explica a su padre – era la directora de la revista Vanity Fair, van a hacerle una interviú a Isabel en su casa y como tú le diseñaste la última reforma quieren que demos detalles para el reportaje. He quedado en ir a acompañar a la chica, Patricia se llama, que con la excusa piensa hacerle una entrevista.
– Entiendo pero ¿a cambio de qué? – Emilio dibuja con sus dedos la señal internacional del dinero.
– De publicidad para nuestra empresa papá – pone el mismo tono que si estuviera explicando algo a un niño pequeño – lo que más vende es el boca a boca. Y ahora, por favor, atiende un momento a la chica que voy a terminar de arreglarme.
Paloma sale a toda mecha del salón y Emilio corre al espejo, situado encima de la chimenea de mármol travertino, para comprobar si su hija no le ha dejado el pelo peor de lo que lo traía. A pesar de lo años, su apetito por el sexo contrario no ha disminuido, incluso se diría que ha aumentado, aunque reconoce que tiene más voluntad que cuerpo. Con tremenda desenvoltura entra una joven sonriente que le tiende la mano como si fueran viejos conocidos.
– ¡Vaya, vaya, mira a quien tenemos aquí! don Emilio Argüelles, el patriarca de la familia.
Emilio se queda entre sorprendido y perplejo, pensando que la juventud no sabe el significado de la palabra comedimiento. Se inclina delante de la jovencita y con una pequeña reverencia da un beso al aire tres milímetros por encima de la mano, como manda el protocolo. Mientras, con la experiencia adquirida a lo largo de décadas, le hace un retrato robot en cuestión de segundos. Del uno al cinco le da un cuatro.
– ¡Qué gentil! me llamo Patricia, encantada. No se sorprenda de que le haya reconocido, antes de venir he hecho los deberes – informa coqueta – estoy súper emocionada, como loca por cubrir el reportaje y visitar el chalet de la reina de corazones aunque seguro que su casa no tiene nada que envidiar a ésta ¡qué gusto tan exquisito! – exclama paseando la mirada con descaro por la sala. «Lógicamente – piensa convencida – la casa de un arquitecto interiorista de renombre no puede estar mal decorada».
– Muchas gracias – Emilio mete tripa y saca pecho – Mi hija viene enseguida, entretanto ¿quieres tomar algo, vermut, gin tonic?
– No, no, a estas horas…
Emilio tuerce el gesto, se le ha escapado la ocasión de tomarse un pelotazo justificado. La periodistas, sabiéndose observada por el viejo, se pasa la mano por la rubia cabellera. En honor a la verdad hay que decir que tiene motivos para presumir, es de las que levantan pasiones.
– ¿Le importa que me siente? – pregunta mientras ya se está acomodando en un sillón de terciopelo negro.
– Estás en tu casa y por favor, tuteame, el usted me hace sentir aún mayor de lo que soy.
– ¿Mayor? – abre grandes los ojos – mayor es mi abuelo, no tú.
Emilio se esponja como un pavo, la cosa promete. Paloma hace entrada en escena, interrumpiendo la interesante conversación.
– Hola Patricia – tiende la mano educadamente, valorando el aspecto demasiado atrevido para su gusto de la periodista. perdona que te haya hecho esperar.
– Para nada, estábamos de lo más entretenidos ¿verdad? – hace un guiño cómplice a Emilio, que se relame, goloso.
– Ya veo – Paloma respira ruidosamente por la nariz, suele hacer eso cuando empieza a mosquearse – cuando quieras nos vamos y tú, papá, recuerda, nada de alcohol ni tabaco y tómate las pastillas, anda.
Si las miradas mataran Paloma habría caído fulminada en ese momento. Emilio recompone el gesto, se rasca el cuello y se aclara la voz. Patricia se levanta y se estira un poco la minifalda roja que deja al descubierto unas piernas perfectas. Emilio traga saliva, la petarda de su hija siempre tan inoportuna.
– Os acompaño hasta la puerta – se ofrece caballeroso – dadle muchos recuerdos a Isabelita de mi parte. Algún día de éstos le haré una visita.
– Claro papá – contesta Paloma apretando los dientes, le revienta que su padre se haga el interesante delante de una jovencita – voy a por mi bolso.
Patricia aprovecha la coyuntura para entrar a matar.
– Emilio, antes te rechacé una copa – dice melosa en tono confidente – pero si quieres a última hora estaré libre, podríamos quedar si te apetece y charlar relajadamente. Bueno, si tu hija lo permite – termina con ironía – dame tu número y te llamo luego.
– Yo… no sé – duda, si se entera Paloma lo mata – apunta.
El resto del día lo pasa Emilio en un sinvivir. Va y viene del salón a su cuarto una docena de veces, se asoma al balcón; la tarde está desapacible, aún estando bien entrado el mes de febrero. Los árboles muestran sus primeros brotes, apenas pequeños botones verdes salpican las ramas secas. Emilio se compara con ellos, a pesar de los años savia nueva recorre su maltratado cuerpo. Se acerca al carrito de las bebidas y hace intención de servirse una copa aunque al momento retira la mano como si le hubiera mordido una víbora, ahora no puede permitirse una recaída. Se sienta en el sillón donde Patricia ha puesto sus lindas posaderas, acaricia el suave tejido de los brazos en un gesto mecánico muy suyo; ¿cuándo fue la última vez que se sintió tan vivo? Algunos meses antes del infarto tuvo una aventura pasajera, tan pasajera que no llegó a materializarse, todo quedó un tonteo, en un intercambio de mensajitos ñoños, una cuantas cenas en los restaurantes de moda y después ahí te quedas. La señora en cuestión tenía mucha clase, buena percha, algunos retoques y las cuentas en números rojos. Alardeaba de que en los años ochenta había sido portada de Interviú, ése era todo su mérito.
Emilio enseguida se percató de que era una buscafortunas, pero le siguió la corriente para ver hasta dónde era capaz de llegar. Una noche se presentó en el bar de copas cariacontecida, se había estudiado bien el papel de pobre divorciada que se ve en la calle porque el cabrón del marido, que está forrado, no le pasa un duro de pensión y debe siete meses de alquiler. Todavía resuenan en los oídos de Emilio los sollozos ahogados de la infausta maltratada y en su retina la lágrima de rimel que le corría por la mejilla, partiendo en dos el colorete compacto. Ahora reconoce que fue cruel con ella, dejándola que llegara al momento doloroso, palabras textuales, de tener que pedirle un préstamo, diez mil euros de nada, para saldar las deudas y salir de atolladero. Mientras tanto, su pie descalzo subía provocativo por la pernera del pantalón del hombre en un intento burdo de calentarle. Emilio la miraba con una sonrisa bobalicona en el rostro; la expresión de triunfo en la cara de ella le ratificó que había picado el anzuelo, creyendo que le había convencido. La dama, expectante, contuvo la respiración. La respuesta tardaba en llegar. Por fin Emilio decidió darle el golpe de gracia.
– Querida, lamento tu situación, pero metí todo mi dinero en las acciones preferentes de Caja Madrid y no tengo un duro. Lo siento de veras pero no puedo ayudarte.
Mil expresiones se dibujaron en la cara de la bella: incredulidad, rabia, desprecio, ira, asco, odio. Se levantó con urgencia, necesitaba ir a la toilet a retocarse el maquillaje, dijo airada cogiendo su bolsito de noche y abandonando precipitadamente la sala. No la volvió a ver el pelo, teñido, claro.
Un número desconocido ilumina la pantalla del móvil, al hombre también se le enciende una lucecita en el pecho.
– Hola Emilio, soy Patricia, como ves cumplo mis promesas – deja caer – Ya te contaré qué bien nos ha quedado el reportaje, va a ser un bombazo. Me tienes fascinada, Isabel se ha interesado por tu salud, hasta el propio Mario ha torcido el gesto – una carcajada como brisa fresca alegra el oído halagado del caballero, que con una media sonrisa acepta el piropo.
– ¿Te ha gustado su casa? – pregunta por cambiar de tema, no quiere dar la imagen de un pavo real vanidoso.
– Espectacular, la verdad, aunque encuentro la tuya más señorial. Entonces ¿quedamos para tomar algo en el ABC Serrano? te pilla cerca de casa.
– De acuerdo, a las nueve en la puerta, pero a Paloma ni una palabra ¿eh?
Emilio se frota las manos con satisfacción y agita una pequeña campana de plata que descansa en una mesita auxiliar; le gusta guardar las formas, no como a la bruta de su hija que llama al servicio a voces. Sin demasiada urgencia acude Jackeline, secándose las comisuras de los labios de algo pringoso; Emilio la observa con cara de perro: desde que ha llegado a la casa se ha triplicado el presupuesto para la comida. «Ésta ha venido a matar el hambre de años en la selva» – se dice – La boliviana tiene una edad indefinida y unas medidas de infarto, de darle un infarto por los atracones que se pega.
– Me ha llamado mi hermana Enriqueta – miente con desfachatez – que se encuentra mal y quiere que vaya a verla. Dígale a la señorita Paloma que no me espere para cenar.
– Pero señor, sabe que a su hija no le gusta que salga solo y menos a estas horas.
– ¿Es usted – recalca el usted – acaso mi carcelera? Le recuerdo que soy yo quien le paga el sueldo y… la comida – dice intencionadamente mirando con descaro los labios brillantes.
– Al menos llévese las pastillas de noche – responde la mujer resignada.
Rápidamente se dirige a su cuarto, no tiene demasiado tiempo y quiere impactar a la joven. Escoge del vestidor repleto de estantes y perchas un pantalón de franela gris, camisa celeste y chaqueta Príncipe de Gales. Para completar el look, una pasmina anudada como las que lleva Marichalar; le dará un aire más informal y juvenil a la ropa clásica. Se da un último vistazo en el espejo, que ocupa un espacio enorme, y coge de la mesilla el odioso pastillero. Como un clavo, Patricia está en la puerta del centro comercial a la hora convenida. Todavía no se cree la suerte que ha tenido al conocer al viejo esa misma mañana. Es uno de los hombres con más contactos con la jet set española. Se ha estudiado a fondo su perfil en Google. En la década de los ochenta empezó a hacerse famoso por proyectar y decorar las mansiones de las mejores familias de banqueros, políticos, empresarios… Todos querían que les diseñara sus hogares. «Es una mina de oro – piensa Patricia – y yo la voy a explotar».
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SINOPSIS
La novela, escrita en clave de humor, nos conduce de la sonrisa a la carcajada desde el principio hasta el fin, en una trepidante historia en la que se ironiza sutilmente al mundo del corazón y todos los personajes que por él pululan.
Emilio Argüelles, prestigioso arquitecto interiorista que en los años ochenta conoció a la flor y nata de la sociedad española ha sufrido recientemente un infarto debido, en parte, a sus desmanes en los saraos a los acudía con frecuencia. Conquistador impenitente y viudo en la actualidad se encuentra vigilado de cerca por su hija Paloma, quien se ha trasladado a su casa de forma provisional. De manera casual conoce a Patricia, una avispada periodista que pretende aprovecharse de la información privilegiada de Emilio para escribir una novela de gran éxito desvelando los vicios y secretos de los famosos nacionales. En contra de sus principios, Emilio no se niega pero sí le pone a la joven una condición que deberá aceptar.
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