Yo siempre creí, imagino que como todos, que para hacer un viaje había que moverse: hacías la maleta con las cosas necesarias, tomabas un transporte y llegabas a tu destino. Algo de eso hubo aquí, cogí unas pocas cosas, luego supe que hasta eran demasidas, tomé un tren y me puse a caminar. Lo que nadie supo decirme antes de comenzar, ni yo pregunté, es que caminaría mucho, pero el viaje en realidad iba a ser hacia mi interior. Tampoco me dijeron que daba igual que fuera sola o acompañada, el viaje se hacía en soledad. No me explicaron que cuando llegara a mi destino tendría claras cosas que antes ni me había planteado, y que la meta sería una, sí, porque en algún momento tendría que retornar físicamente a casa, pero mi viaje, el que en ese momento emprendí hacia dentro de mí, continuaría toda la vida.

No eres consciente, pero poco a poco vas adentrandote un poco más, encontrando recovecos, y empiezas a descubrir más cosas. Sin que sea perceptible a los ojos, la persona que eres cuando te acuestas ya no es la misma que la que se ha levantado por la mañana. Y aparentemente no ha pasado nada trascendental, lo único que ha ocurrido es que te has dado tiempo para estar contigo, que mientras tus ojos se llenan de paisaje, tu mente lo hace de recuerdos, de arrepentimientos, de paces, que recolocas convenientemente… Que tu cuerpo se cansa, se llaga, pero también se fortalece, y que a pesar de lo que tú has creído hasta ese momento, solamente necesita lo más básico para funcionar.

Que la vida son pequeños momentos, y como decía el Principito, los esenciales son invisibles a los ojos, y la magia del camino te empieza a mostrar cómo desentrañar esos instantes que normalmente permanecen ocultos por el velo de lo habitual, de lo cotidiano, de lo contenido. Así entendí que los desvelos, la desazón y la angustía que me rondaban antes de empezar el Camino de Santiago tenían una razón de ser, que no era otra que obligarme a enfrentarme a mí misma y recomponer mi persona.

Tengo pocas fotos que mostrar de ese viaje, mi interior no es muy fotogénico y no creo que el aspecto de mi hígado cambiara sustancialmente después de hacerlo. En cambio, los recuerdos, los paisajes, las gentes, los tengo guardados en algún lugar de mi mirada, no hubo necesidad de tomar fotografías de ellos, y sin embargo, hay quien asegura que si me miran fijamente, los pueden revivir conmigo. Los olores y sabores también encontraron su rincón, en un lugar que no pienso desvelar, y de tanto en tanto me asaltan cuando pienso en la felicidad.

ARZÚA, PUEBLO EN LA RUTA DEL CAMINO DE SANTIAGO FRANCÉS.

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