Llegó una mañana de primavera, antes del mediodía; el viento agitaba suavemente el trigo y el sol, envalentonado por la cercanía del verano, se enredaba con su pelo del mismo color que los rayos.
Los que desde la plaza la vieron bajar del autobús, supieron que era la nueva camarera. Ya sabían que Cosme, el dueño del único bar del pueblo, había contratado a alguien para trabajar, pero nadie pensó que sería una mujer, y menos una mujer como aquélla.
Al primer golpe de vista no parecía guapa pero en las distancias cortas, buscando los detalles, era más que evidente el sutil atractivo de aquella mujer. Pelo largo, ligeramente ondulado, ojos no excesivamente grandes pero enmarcados por tupidas pestañas y labios finos, quizá demasiado maquillados, que escondían unos dientes imperfectos pero muy blancos.
Bajo una falda midi, largas piernas estilizadas sobre unos finos tacones, quizá poco apropiados para el lugar al que llegaba. Busto poderoso que se bamboleaba a cada paso, dejando entrever, bajo su blusa, un canalillo descarado.
Caminaba con decisión arrastrando una sombra espigada que reproducía el ritmo de sus caderas, algo anchas pero proporcionadas, contoneándose sobre la molesta gravilla del asfalto sobre la que parecía que iba a resbalar, presa de sus tacones.
Apenas llevaba equipaje, todo lo que tenía cabía en una maleta mediana, de apariencia desvencijada. En su hombro izquierdo una bolsa de viaje, de similar apariencia, luchaba con un bolso negro por no resbalar y caer a través del poliéster azul de su blusa.
Se detuvo a un lado de la plaza y, colocándose las gafas de sol que llevaba sobre el pelo, miró a su alrededor encarándose con las miradas de los vecinos que la contemplaban como a una aparición fantasmal.
Consultó su reloj de pulsera y, ligeramente agitada, giró sobre sí misma buscando entre los locales de la plaza.
Entre la panadería y el quiosco un cartel chillonamente amarillo le gritó “Bar Cosme”, hacia allí se dirigió firme y decidida; a cada paso, fue repitiendo su aparentemente ensayado bamboleo ante el estupor de los convecinos que parecían casi hipnotizados por tan inusual sensualidad.
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Cosme no había contado cómo la había conocido o cómo y por qué la había contratado, así que, ante tanto misterio, la rumorología se había encargado de crear una historia que, sin más, todos consideraban real. Como no podía ser de otra manera, ambos, Cosme y aquella mujer, mantenían una relación amorosa. Nadie en realidad podía confirmar aquel detalle.
Empezó a trabajar aquella misma tarde y el bar, ante tal novedad, se llenó de inmediato.
Intentaron averiguar algo más sobre ella pero pocas, por no decir ninguna, fueron las novedades; eso sí, aquella tarde se fueron a sus casas sabiendo por lo menos cómo dirigirse a ella.
Respondía al nombre de Cati pero, en realidad, desconocían su nombre real.
Fuera cual fuera su nombre, su edad o su historia, lo cierto es que bajo su exuberante apariencia parecía palpitar un misterio que todos, más ellos que ellas, anhelaban descubrir. Durante esa primera semana de trabajo, la clientela masculina del bar se había multiplicado, atraída por las excelencias, la mayoría presupuestas, que sobre Cati se extendían ya por todo el pueblo.
En la barra del bar se desenvolvía con ensayada naturalidad, movía sus caderas con ligereza y elegancia y arqueaba su cintura hasta dejar entrever sus pechos a través de pronunciados escotes.
Los clientes masculinos se arracimaban a la barra y casi siempre con respeto, aunque mal disimulo, echaban una miradita hacia aquel balcón tentador.
Entre las clientas femeninas, ajenas a ese tipo de balcones, las opiniones eran encontradas, había gustos para todo: algunas se hacían eco de aquellas excelencias compartidas y otras rozaban casi la falta de respeto; pero, de una manera u otra, se arracimaban también a la barra dispuestas a empaparse de cualquier gesto que les revelara algo más sobre aquella nueva desconocida.
Lo que sí era común a todos, masculinos y femeninas, era la habilidad de Cati en el manejo de la cafetera. Lo que hasta ahora había sido un gesto mecánico e imperceptible para todos, se había convertido con ella en un auténtico arte: la delicadeza con la que molía el café, aspirando sutilmente su profundo aroma, su suave contoneo mientras vaporizaba la leche y el sensual ajuste del cacillo cargado no hacía distinción de sexos, para todos era un sensual espectáculo que, según las más ancianas, se podía tildar de irreverente.
Hecho el café todavía faltaba lo mejor… Cati cogía un palillo y jugueteaba con la espuma haciendo trazos de incoherente apariencia. El cliente esperaba boquiabierto la sorpresa espumosa que se revelaba sobre la taza, espolvoreada de chocolate o canela.
Y es que con Cati el café, que hasta ahora se había servido sin más en un vaso de Duralex, era ahora en el pueblo todo un síntoma de modernidad, servido en taza y con espuma decorada. A ver quién de esos urbanitas de fin de semana se atrevía ahora a calificarlos de paletos.
Pero desde luego Cati era mucho más que todo eso. Al poco tiempo de su llegada, ya con muchos cafés servidos, algo en el bar del pueblo empezó a cambiar. Donde antes sólo se oían chismorreos sin sentido o breves murmullos, muchas veces maliciosos, ahora se discernían conversaciones almidonadas, charlas con empaque y hasta debates de alto copete.
Y es que precisamente la habilidad de Cati estaba precisamente ahí; más allá de la sorpresa espumada y del azucarillo de rigor, acompañaba sus cafés con su sonrisa de actriz, labios rojos y dientes de nieve, preludio del inicio de una charla imprevista que imbuía en el cliente la inquietud por conversar.
Nadie parecía darse cuenta pero Cati era una gran charladora; aunque en ocasiones su aspecto desenfadado y sensual podía transmitir la imagen de una persona superficial, pronto se reveló como una mujer muy culta, capaz de hablar con cualquiera y sobre cualquier cosa. Se adaptaba a todo tipo de temas y situaciones y, nunca supieron cómo, tenía la extraña habilidad de hacer hablar hasta al más callado, eso sí, siempre, entre ella y cualquiera, humeaba una taza de café recién hecho.
SIPNOSIS
Cati llega a un pueblo contratada por Cosme, el dueño del bar, para trabajar como camarera. Su llegada revoluciona el pueblo, no solo por su atractivo físico, sino también, y sobre todo, porque viene envuelta en un misterio del que nunca habla y que parece silenciar su pasado, condicionar su presente e hipotecar su futuro.
Desde el principio Cati se revela ante los vecinos del pueblo como una mujer culta y con gran capacidad para escuchar y una inusual habilidad para incitar a hablar. Así consigue convertir un bar de pueblo en casi un café tertulia en el que cualquiera puede conversar.
En el trasfondo de la evolución del “Bar Cosme”, está siempre el misterio sobre Cati de cuyo pasado iremos, poco a poco, averiguando algo más. Cati viene huyendo de un asesinato que le impide quedarse mucho tiempo en un mismo sitio por miedo a ser encontrada.
La vida en un lugar nuevo y, sobre todo, la transformación del bar, motivada por ella misma, consiguen que Cati “eche raíces” en el pueblo y olvide su costumbre de huir. Sin embargo, una serie de circunstancias harán que el pasado de Cati la encuentre casi por casualidad, cambiando un futuro que, hasta entonces, había podido controlar.
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