VIII

EL AMANECER DE UN ENCUENTRO.

Año 722 d.C. Cosgaya.

Al despertarme vi a Juanjo en su cama. La puerta estaba entreabierta y la ventana de la habitación estaba cerrada con unos contrafuertes de madera. Sin embargo, era de día porque entre las tablas se colaban los titubeantes rayos de sol.

—Juanjo, ¿es de día? —le pregunté de repente.

Él se levantó de su cama como un resorte. Me hizo pensar que andaba despierto hacía bastante rato.

—Buenos días, dormilona, —me dijo en voz bajita con algo de cansancio—. Espero que hayas aprovechado bien la noche porque no sabemos lo que nos va a traer este nuevo día. Dime Susana: ¿dónde se han llevado a nuestros amigos?, ¿crees que les habrá pasado algo malo? Esto de que no funcionen los móviles es un fastidio. Tenemos que volver a la cueva, quizá podamos volver a casa si conseguimos que se abra la ventana del monasterio… ¿qué me dices? Podemos intentar que nos lleven junto con nuestros amigos de nuevo a la cueva, y podemos decirles que nuestra misión ha terminado. Si Pelayo vuelve con el Dux y sus hijos, creo que se lo voy a pedir.

Hablaba sin parar, sin respirar, sin tomar aliento, como enloquecido. Y no era para menos. Cuando dijo sus últimas palabras el corazón me dió un vuelco y mirándole, muy triste, le contesté:

— ¡Juanjo, todavía tienes esperanzas!¿No te das cuenta de que somos rehenes? Yo no tengo ya el móvil, se lo quedó Pelayo ¡Estos bestias creen que es un objeto enviado por la Virgen! No sé si Pelayo nos dejará volver. Ahora mismo deberíamos convencer a tu amiga y quizá dentro de unos días o semanas nos dejen marchar, cuando se haya calmado todo esto de la batalla. De todas formas, no sé si estoy preparada para otra caminata tan pesada.

Tras unos momentos de silencio en los que Juanjo miraba el polvoriento suelo de la estancia oscura de olor mohoso

—¿Cómo estarán nuestros padres?

Y comencé a llorar sin fuerzas, sin pena, con pocas lágrimas. El cansancio me había vencido.

Intenté levantarme y noté que mis piernas no respondían, me pesaban y dolían muchísimo. Sentía mi espalda rota por la parte de las lumbares, me sentí quebrada.

— ¡Juanjo estoy muy mal! —. Pero no podía gritar, no me salía más que un débil quejido, como de anciana.

La puerta de la habitación se entreabrió un poquito, lo suficiente para que Abana asomara su cabeza y observara la situación. Pidió permiso suavemente para entrar y se acercó a la cama.

Me miró con ojos abiertos de par en par pues venia de la luz, y se notaba que la oscuridad le había cegado la visión. Yo, de repente, le dije:

— ¡Abana estoy muy mal, ayúdanos! Queremos ir a casa… ¡Ayúdanos por favor, te lo pido por mis padres, que estarán buscándonos!

No paraba de llorar, la tristeza invadió todo mi ser, solo quería salir de aquella horrible pesadilla. Juanjo, muy despacito, me cogió la mano, y volviendo su cara hacia Abana, le dijo serio:

— ¡Ayúdanos!

La joven, mirando de la misma forma a Juanjo, le contestó con bastante firmeza y autoridad:

— Ayudáravos, nun tarrezáis. Vamos devolvevos colos vuesos padres. Quiero devolvevos el favor que nos fixistis, pos yá tol mundu fala del milagru de la Virxe de la Cueva. Ganemos y vós traxistis les vueses lluces poderoses que tanto asustaron a los sarracenos.El mio padre vuelve p’acá col Dux, los sos fíos y los demás señores… Agora salíi a comer.

Haciendo un gesto con su mano para que me levantara, se fue hacia la ventana y la abrió lentamente.

La luz del día entró muy tenue, y me sorprendió que el sol no brillara potentemente, pues me había parecido que estaba muy avanzada la mañana. Sin embargo, era muy pronto y había amanecido tan solo hacía un par de horas. Juanjo la miraba embobado y con media sonrisa en su cara.

Levantándome poco a poco, y secándome lágrimas y mocos con un paño blanco que hacía de toalla, le dije:

—Venga Juanjo, vamos a comer algo y me enseñáis el pueblo entre los dos.

Juanjo me sonrió porque supo que lo hacía por él. Supo que a pesar de mi pena, de mi cansancio y de mi dolor, su deseo de estar con aquella muchacha era un motor que me impulsaba para poder seguir.

Comimos en la sala grande un desayuno que la joven ya nos había traído hacía un ratito pensando quizá que estaríamos despiertos y con hambre. El pan recién hecho, el queso suave y untuoso y la leche caliente que se coló en mi cuerpo destemplado. No quería ni masticar porque sólo entonces, con la comida en mi boca, me sentí verdaderamente hambrienta.

Juanjo comía con menos ansia, se notaba que ya había comido bien el día anterior a mi llegada.

Abana salió presurosa de la casa y volvió con ropa limpia para mí. Me metí en la habitación y me cambié lo más rápido que pude. Me trajo una especie de enaguas blancas y suaves, una falda bajera que se anudaba a la cintura y otra que se ponía por encima de ésta y estaba estampada con colores algo más vivos. Para la parte superior, me regaló un corpiño o blusa de colores vivos pero en tonos tierra. Y, al igual que ella, me aderezó con una especie de chal y una pañoleta para la cabeza. Sin embargo, me quedé con mis zapatillas del Decatlón que llevaba siempre cuando salía a jugar con mis amigos por el pueblo. Yo, para mis adentros, pensé:

—Menos mal que no me veo en un espejo porque debo estar “mataora”.

Juanjo se cambiado de ropa el día anterior, claro que para él era más fácil porque los hombres van con pantalones y una especie de camisa más blanca que la mía.

Ya preparados, desayunados, dormidos a malas penas y vestidos adecuadamente, Abana nos paseó por el pueblo y nos hizo pasar por cada una de las casas donde nos presentaba a los paisanos.

—Bonos díes nos de Dios, equí preséntense los unviaos de la Virxe. Salúdenvos y deseyen el vuesu amor.

Nos daban las gracias e increíblemente nos hacían hasta alguna reverencia de forma espontánea. Yo no salía de mi asombro.

En el pueblo solamente encontramos mujeres con ancianos y niños a su cargo. Los hombres andaban por las cumbres de las montañas organizando batallas y defendiendo el territorio.

Y así, en una hora, la aldeíta quedó saludada.

En muchas de las casas nos daban alguna pieza ornamental con adornos cristianos. Vasos de madera con tallas de cruces e incluso, a mí, me regaló una peculiar mujer joven llamada Brena, un colgante de algún metal con incrustaciones de piedras de colores que he llevado, desde entonces, siempre conmigo.

No tardó mucho en aparecer un vigía. Anunció a una mujer, que parecía ser alguien importante en el pueblo, que regresaban los hombres de las montañas. La mujer habló con él dentro de la casona donde se cocinaba constantemente: hacían su pan, sus calderos, sus quesos y una bebida alcohólica de mucha graduación que olía fatal. La señora iba acompañada de una muchacha de mi edad, algo tímida, que nos observaba desde el interior de la casa. Esta chica no era bella como Abana, ni peculiar como Brena sino normal… muy normal. ¿Sabéis lo que quiero decir, no? Sus ojos no imitaban a los ojos de los asiáticos, como las dos almendras de la nueva amiga de Juanjo, y el óvalo de su cara no era masculino como en el caso de Brena, que superaba en masculinidad a la de algunos hombres.

Esta muchacha era lo que se dice en mi pueblo una chica “sin gracia”. Abana nos explicó que aquella mujer era Gaudiosa, la mujer de Pelayo, que era originaria de Cosgaya. Se refugiaba con su hija, Ermesinda, en esta zona porque era más segura en aquellos momentos de ataques sarracenos que Cangas.

Toda la zona oriental de lo que en nuestros días sería Asturias, andaba ocupado por los islamitas y no parecía demasiado seguro para su hija. Según nos contaba la preciosa adolescente Abana, aquella señora llamada Gaudiosa decidía muchísimas cosas de la vida de aquel pueblo, de la comarca e incluso influía en muchas de las decisiones de Pelayo.

Nuestro nuevo jefe encontró, a través de su matrimonio con Gaudiosa, un gran apoyo a su reinado de estas gentes de las montañas, y ahora, su hija Ermesinda, estaba a punto de casarse con Alfonso, el hijo del Dux Pedro de Cantabria.

De esta forma se mantenía la fidelidad de los agrestes y esquivos cántabros, que principalmente luchaban por sus tierras y, sobre todo, que no querían pagar tributos a los sarracenos… Además, el padre de Gaudiosa fue un señor local de gran relevancia años atrás y eso le daba, a aquella regia mujer, gran autoridad en toda la región.

De repente me sentí terriblemente cansada y quise sentarme en un banquito que parecía agarrado a la tierra, a la derecha de la puerta de una de las casas de la calle principal de la aldea. En aquel momento, comenzaron a llegar grupos de combatientes montañeses en pequeñas oleadas.

El primer grupo era liderado por el Dux Pedro, al que Juanjo había conocido dos días atrás. Con él apareció Fruela, segundo hijo del Dux, el gran guerrero. Tras él, el gran señor de Mogrovejo y algo más atrás, Alfonso, el hijo mayor del Duque de Cantabria.

Alfonso iba andando, no a caballo como su hermano y su padre, con ellos, un grupo de unos veinticinco hombres seguido por dos o tres grupos de las mismas características. Por lo visto, a cada pueblo u aldea de la zona, regresaban sus héroes para descansar y reponerse antes de las siguientes escaramuzas.

En ese momento ocurrió el verdadero hecho milagroso en mi vida: no pude sentarme. De repente, al ver a aquel hombre mi cuerpo se tensó de manera que cada músculo de mi dolorido ser, se enderezó y tonificó. No podía apartar mi mirada de él. En el centro de mi tórax, a la altura del esternón, me entró un dolor agudo como si una mano invisible y ruda me apretara con intención de matarme. La garganta me dolió de manera opresiva, me sentí mareada y el corazón parecía que se me iba a detener en cualquier momento. Por la espalda sentí un escalofrío muy desagradable, comenzó a dolerme en el abdomen, como cuando te va a bajar la “regla” y las piernas me temblaban. Pero, a pesar de todo, no podía quitarle ojo.

Allí estaba él, delante de mí, con aire muy serio, lleno de polvo, rudo y tosco, moreno, con barba oscura y pelo algo largo, sucio y cubierto de polvo —seguramente de haber caído más de una vez al suelo en la batalla—. Sus manos eran grandes y robustas, su paso firme y altivo. Pero lo que más me conmocionó fue aquella mirada penetrante como de animal salvaje. Me atraía y me daba un miedo terrible. Nunca jamás en mi vida había sentido nada semejante, y nunca en mi vida lo volvería a sentir más que por él.

Yo tenía solamente catorce años en aquel casual encuentro. Es cierto que me habían gustado varios chicos de mi pueblo, de mi clase e incluso a Jordi lo había querido de una manera “especial”. Pero esto era totalmente desconocido para mí.

Allí estaba aaquel hombre inalcanzable, el semidiós que penetró en mí y distorsionó mi alma de niña. El hombre que me transformó en algo que ni yo misma conocía.

Ermesinda, la hija de Pelayo y Gaudiosa, salió de la casa con su madre detrás. Esta vez ella era la protagonista de la historia… y se abrazó a Alfonso. Pelayo no estaba con ellos y el Dux junto con Fruela que, ni miraron a Ermesinda, entraron en la casa con Gaudiosa, quizá para explicarle lo que su marido estaba haciendo en aquellos momentos.

Pobre de mí, aturdida por la imagen de ese hombre extraño y de otro tiempo, jadeaba porque me faltaba el aire para respirar. El tiempo a mi alrededor se movía acelerado, sin embargo, mi tiempo se había detenido. Una especie de hueco sin sonido me rodeó.

Los guerreros se distribuían junto con los lugareños e iban de aquí para allá, repartiéndose por las casas para descansar. El Señor de Mogrovejo montó a Abana en su caballo. Aquella preciosa mujercita tenía tanta felicidad en su rostro como cuando los Reyes Magos nos dejan los regalos a los niños del futuro.

Unas niñas se llevaron los caballos a las cuadras. Los niños cogían las espadas y se las llevaban para su cuidado, reparación y limpieza…

Entre la algarabía, convertida en una estatua de piedra, observaba cómo Alfonso besaba sonriente a Ermesinda en la frente. La abrazó con sus fuertes brazos, sonrió entornando sus ojos. Me produjo una sensación extraña porque supe que no era por ella por quien mostraba aquel gesto de satisfacción. Posó suavemente la cabeza de ella sobre su pecho. Prácticamente la muchacha desapareció envuelta por él. Pero, entonces, y con ella entre sus brazos, me clavó una mirada bestial y envolvente que paralizó mi mundo. Apretó con gesto serio las mandíbulas y arrugó algo su nariz por el lado izquierdo, mientras mantenía aquellos dos cuchillos sobre mis inocentes y aturdidos ojos. Volvió a sonreír de aquella manera y su mirada se intensificó de tal forma que me puse colorada como un tomate. Mi vergüenza sobrepasaba todo lo que había sentido hasta entonces. Estaba totalmente confusa: ¿qué me estaba pasando?

Ermesinda no vio nada de aquello y, escapando de sus garras, lo cogió feliz y desenfadadamente de la mano hacia su casa. Todo el tiempo jugueteaba con Alfonso. Él, a rastras de la insolente muchacha, me siguió mirando hasta que entró por aquel portón oscuro. Parecía un gran niño a rastras de su madre, tirando de su soberano cuerpo hacia afuera de la casa, mientras la audaz Ermesinda reía y estiraba con más fuerza de él.

Entonces respiré y me deshinché como un globo viejo de una fiesta acabada y olvidada.

Abana lo había visto todo desde lo alto de su formidable caballo. Desmontándolo se acercó corriendo a decirme al oído susurrando:

—Yes so, non te esmolezas. Va venir a por ti bien llueu. ¡Non temes, ye bien duce! Susana, te escoyó y eso ye un gran honor.

No supe que decirle porque todo lo que Abana pudiera decirme lo sabía intuitivamente. Sentía que aquel hombre vendría a buscarme, sabía que me había escogido y sabía que yo nunca jamás había sentido nada parecido en mi vida.

No tuve miedo, me di cuenta de que en ese instante me había convertido en una mujer, en su mujer. Quería tenerle delante, poder escuchar su voz aunque sentía tanto miedo que temblaba de pies a cabeza. Porque, al fin y al cabo, yo era una niña. Y, sin embargo, lo único que pude contestar a la linda de Abana fue:

— Pero, ¿y Ermesinda?¡Abana! — dije hablándole en voz alta— ¿y Ermesinda?”.

Abana, tapándome la boca como si nadie debiera escuchar aquella confesión

—Ermesinda ye la so esposa… el to vas ser el so amante.

Mientras el Señor de Mogrovejo bajaba de su montura para reunirse en casa de Gaudiosa, unos chicos de entre 10 o 12 años se llevaban el formidable percherón a descansar.

Juanjo había ido a ayudar con las armas pues quería sentirse útil. Abana, muy contenta y sin dar importancia a lo que me acababa de decir, como si fuera la cosa más normal del mundo, fue a reunirse con él. Todos me dejaron sola de nuevo.

Durante un largo rato me quedé clavada en el suelo, sin moverme. Pensaba que aquello no podía ser verdad.

Alfonso, repentinamente, traspasó el umbral de la puerta, solo.

Iba sin armadura, lo cual no le daba un carácter más dulce o inocente. Me volvió a penetrar con su mirada oscura apretando su vigorosa mandíbula, apoyando su cuerpo levemente en la pared.

Yo, enfrente, sentía que me iba a desmayar, las fuerzas me abandonaron. ¡Hubiera querido ir hacia él y gritarle! Pero no hice nada de nada. Solo le miraba aterrada ¡No podía apartar mi mirada de él!

—¿Pero qué es esto? —me preguntaba a mí misma, con angustia.

Adentro preparaban un festín de bienvenida, pero él ¡decidió salir! Se movió hacia delante dejando el muro de la casona en el que se apoyaba y, dando unos pasos hacia mí, hizo un gesto para que le siguiera. Un movimiento leve de cabeza, ladeándola hacia la izquierda junto con el brazo. Alzó la mano que horas antes había atravesado a decenas de sarracenos con su espada.

Me dirigí hacia él sin pensármelo ni un segundo. Eso sí, temblaba de arriba abajo. Estaba taaan asustada que creía que aquello no estaba sucediendo realmente. Una especie de imán tiraba de mí.

Al cruzar la calle me sentía desfallecer, y cuando estuve cerca y vi lo grande y mayor que era, me asusté más aún. Entonces, sonriendo suavemente como si tuviera algún pensamiento que provocara en él una gran satisfacción, me dio la espalda y comenzó a andar. Se dirigió hacia la esquina de la casa y, dando la vuelta a la misma, me esperó apoyando su enorme espalda en la pared.

Ahora estaba muy serio. Yo no me atrevía a acercarme. Él, de nuevo con cara depredadora, me ordenó que fuera. Su voz fue profunda, una voz masculina pero tan suave, que parecía que le hablara a un niñito pequeño al que no quería asustar:

— ¡Ven equí! —susurró de aquella forma, meciéndome con su voz.

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