Prólogo


Estás tranquilo. Sí, vos, estás ahí, sentado, leyendo. Oculto tal vez, escondido de los que te perseguimos, creyendo que nadie está mirándote. Te acomodás en el asiento, fijás la mirada sobre la hoja, respirás como cualquier otro momento. El último rayo de sol atraviesa los vidrios altos y te iluminan el bar en ruinas. Muere el día y al instante que vendrá en breve le llaman ocaso.

Estás ahí, tomando un café que te preparaste con lo que sobraba del restaurante, sentado delante de la vieja barra disimulando que el mundo no se fue a la mierda. Distopía creo que lo llamaban los escritores de antaño.

Respiro. Hago acciones rutinarias y vuelvo a espiarte. Ya me acostumbré a esto y podría observarte varias horas más. No sólo a ti, al mundo que ahora te rodea también. Pero no tengo tanto tiempo.

Un hombre de cuarenta y tantos sentado ante una barra de lo que era un bar, seguramente muy concurrido pues se ubica en el centro de la ciudad ahora abandonada, ahora fantasma, ahora invadida por estos, por los otros, por todas esas criaturas. Las paredes de los edificios se abundaron en vegetación, el asfalto también; el combustible de los automóviles abandonados se evaporó, la vida animal prosperó. Muchas cosas se desmoronaron, se cayeron a pedazos, pues no hay quien las mantenga ni quien las repare.

Para esconderse hay que aprovechar lo que ha caído, lo que te regaló el caos. Alzaste los manteles y tapaste los vidrios, tapaste la entrada y te aseguraste de bloquearla con las mesas y sillas que no ibas a usar. Tapaste la ventana del baño y bloqueaste la puerta a la cocina luego de traerte todo lo que podría servirte. Cualquiera que pasara en algún automóvil o motocicleta que aún funcionasen, no se percataría que estás ahí escondido. Tu error fue no tapar la visión de las ventanas más altas, te bastaba con subirte a una silla pero no lo hiciste, y gracias a ellas puedo verte, sólo me fue necesario venir más arriba.

Necesito apartar la vista un segundo. Y otra vez la rutina. Respiro. Inhalo, exhalo, cierro los ojos, los abro para observar el entorno e identificar posibles amenazas, y como no las hay regreso al espionaje. Esta sucesión de acciones las aprendí por cuenta propia, es mi modus. Antes de toda esta parafernalia, antes de concentrarme en ti, obviamente aseguré mi espacio. Al igual que vos, que te sentís seguro, yo me cree una zona donde nadie pudiese verme.

Te movés, terminaste el café, cerraste el libro, no sé en qué capítulo lo habrás dejado, de seguro pensás que mañana podrás seguir con la lectura. Se hace de noche y es hora de comer y luego dormir. No podemos perder ni un segundo de sol en un mundo como este. Aprovecharé el momento en que ordenás tu zona segura, para moverme, no puedo permitir que el último rayo de sol rebote en mi ubicación y me delate.

Y se hacen cinco horas. Si te observo tanto no es porque me guste, te odio bastante, más que a los anteriores, aunque no tanto como a uno en especial, o dos tal vez.

Mi problema actual es que de noche se hace difícil ver, necesito concretar esto o tendré que hacerlo en la mañana. Eso no es una opción. Debo dejar de conversar conmigo misma y tengo que actuar.

Bien. Estás ahí dando pequeños pasos, organizando la cena. Tienes cuarenta y tantos, tenías dos hijos, el estrés de perderlos te volvió un señor canoso que aparenta más de medio siglo. Usás anteojos cuadrados y con mucho aumento, cada tanto te los sacás y te pasás la palma por los ojos, es un tic que adquiriste con la muerte de tu segundo hijo hace tres años. De tu esposa no sé nada más que su forma física porque la vi en una foto que robé de tu viejo hogar. Tu nombre es Hal Meherik, eras una parte fundamental del “viejo grupo” hasta que decidiste huir, tal vez por un ataque de sinceridad, uno de esos ataques que te hacen querer ser buena persona. Pero no lo sos.

Dos pasos a la derecha. Sé que estás cansado, en breve te quitarás los anteojos y te pasarás la palma por la cara, el momento ciego en el que pararás tu leve movimiento y me darás el espacio, al fin. No hay viento, o mejor dicho, hay un leve viento que casi no se nota. Casi no hay luz, hace frío, unos doce grados Celsius. Mis manos ya no tiemblan, estoy decidida luego tan larga cesión. Mi ojo izquierdo es preciso. En dos segundos te quitarás los anteojos. Y ya, estás muerto.


El bar en el centro de la ciudad fantasma se convirtió en la tumba del hombre cuando al fin se quitó los anteojos y se pasó la palma por la cara. A cincuenta metros de distancia, ubicada en el quinto piso de lo que era un hotel, una chica dejaba de respirar para que su cuerpo se mantuviera inerte, y el dedo índice jaló el gatillo y una bala salió disparada. Una bala que atravesó el pequeño hueco de la ventana de la habitación, viajó hasta estallar el vidrio alto del café y perforó la cabeza de Hal desde la nuca, saliéndole por la garganta.

Objetivo aniquilado. El disparo había hecho un ruido estrepitoso que alertó a todo cercano ser vivo.

La francotiradora se puso de pie inmediatamente, juntó todas las cosas que tenía a su alrededor a gran velocidad. Se movía con precisión, no era la primera vez que lo hacía. Mientras su ojo izquierdo perdía el color violeta para volver a ser negro puro, como era normalmente; ella apresuraba sus acciones. Una mochila al hombro derecho, una larga capa, otras armas que cargó con manos y brazos, y su preciado fusil colgando del hombro izquierdo mediante una correa que acababa de ponerle.

Anteriormente había limpiado el camino, ahora sólo debía seguirlo. Caminó fuera de la habitación, avanzó por el pasillo, ascendió por la escalera hasta el último piso llegando a la terraza. Sin dudar, arrojó sus cosas al edificio contiguo, salvo a su fusil porque siempre estaban juntos. Respiró profundo, tomó carrera y saltó.

No había tiempo de alegrarse por el salto efectivo, recogió sus objetos, continuó apresurada, descendió por las escaleras. Estaba en un edificio que había pertenecido a alguna empresa telefónica. Llegó a una oficina totalmente cubierta por telas para que no pudiera verse su interior. Entró, cerró la puerta, la bloqueó con un mueble de madera. Se dejó caer totalmente y exhaló. Estaba en su zona segura. No importaba el ruido y desastre que pudieran hacer las criaturas del exterior.


Sinopsis.

Diez objetivos, diez personas que deben morir. Sayia es el nombre que una muchacha adoptó para tomar venganza. Estamos en un mundo distópico donde existen criaturas extrañas aún más peligrosas que los humanos que han llevado la civilización al ocaso.

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