Sobredosis de generosidad

Sobredosis de generosidad

Ramsés Sánchez

04/03/2018

Pol viene de comprar el pan a las 7 de la mañana. Entre su portal y la panadería, un vagabundo amanece a esa hora desde hace varios días. Yace sobre una caja de cartón extendida en la acera y al amparo de dos mantas (que no parecen quitarle el frío) y de un cartel que reza ‘una ayuda, por favor.’

Pol le va dando vueltas a la bolsa de pan y a su nuevo proyecto para el ayuntamiento. Por eso, cuando está a la altura del mendigo, sólo lo mira de reojo. Pero antes de llegar a su portal, Pol se detiene, da media vuelta y se dirige hacia él. No se mueve, por eso Pol inclina un poco su cabeza para comprobar si está dormido (cómo iba a estarlo: con ese frío podría estar muerto, pero no dormido) y lee el mensaje de ayuda. Nunca ha tenido ese gesto. Piensa que tendría que hacerlo con todo aquel que pidiese, y eso no puede ser, no cabe. Pero esa mañana, Pol va a hacer una excepción. Saca unas monedas del bolsillo del pantalón, calderilla. ‘Toma’, le dice. Sólo eso. Al indigente le cimbrea la voz. Emite un ‘gracias’ apenas perceptible, más elocuente es el brillo de la sonrisa en su cara sucia. Lo que Pol ignora es que esa sonrisa es de alivio: con su generosa contribución, el vagabundo sabe que ya llega a la cantidad suficiente y necesaria y por eso piensa ‘Gracias a Dios.’

Después del desayuno, Pol se dirige al estudio. Al salir del garaje, vuelve a ver al indigente a través de la ventanilla. Se acuerda de los 80 céntimos que le dio antes y de la sonrisa con la que el otro se lo agradeció. ‘En fin, cada cual le pone un valor a las cosas’, concluye justo antes de que el semáforo le obligue a parar. Su mirada está puesta en el espejo retrovisor; lo ve levantarse. Verde y arranca en dirección al ayuntamiento. El vagabundo también se pone en marcha.

Es la hora del almuerzo. La cafetería está a rebosar, como todos los días. Cuerpos esbeltos que visten trajes de marca; el periódico del día y una nueva entrega de la colección, la vista puesta en la esfera de sus relojes ostentosos. Para Pol, un café con leche bien caliente y un pincho de tortilla, como de costumbre. La gente entra, come y vuelve al trabajo. Al mismo tiempo, en otro punto bien alejado de la ciudad, también es la hora. El poblado está a rebosar, como todos los días. Cuerpos cabizbajos sin nombre que en esos momentos sólo responden a la dictadura de la abstinencia. Allí se vende la muerte por entregas. Todos quieren su dosis, como de costumbre. Entran en la chabola, salen, se esconden. Es su turno. Entrega la cantidad acordada de antemano a cambio de una papelina de polvo marrón y otra de polvo blanco y una jeringuilla. Sale con alguien, se esconden. La mano anónima, pero no tan desconocida, se encargará de todo. Quema la cucharilla. Carga. El brazo, virgen, a la espera; el cordón del zapato les servirá. Golpea el antebrazo para preparar la vena. Clava la aguja, que rasga. El corazón le tiembla, pero no de miedo. Una súbita lágrima de fuego abre lentamente el camino. Un relámpago funde los plomos. Un cielo azul suaviza la visión. Después, un barniz de alivio y sueño. Y, por fin, la Paz. ‘Gracias a dios…’

Pol llega a casa por la noche. Antes de entrar al garaje, echa un vistazo hacia allí, como cada noche desde hace varias. Sólo ve su cama de cartón. Ascensor. Beso cálido de bienvenida y comida caliente en la mesa. Después de cenar, baja a dar una vuelta con su perro. ‘Aún no ha regresado.’ Es la hora del camión de la basura. Uno de los operarios recoge la caja de cartón y la tira dentro de la trituradora. ‘Hoy no duerme aquí…’ Sigue adelante. Está contento: su maqueta ha sido un éxito y seguramente le adjudicarán el contrato.

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