Hoy he vuelto a soñar contigo. Durante años lo hice cada noche; después el tiempo fue malgastando tu rostro y ya solo aparecías de cuando en cuando, con esa sonrisa a punto de extinguirse en la penumbra de algún pasillo mal ventilado, un pasillo de tren de mercancías o de mina abandonada donde una moneda sin brillo cae al suelo por descuido.

Esta vez el sueño ha sido distinto. Avanzaba a paso trémulo por el campo de melocotoneros, con una creciente ansiedad entre las manos. Todo era tal y como lo recordaba: los frutales meciéndose entre la sordina de cigarras, la verja chirriando al menor golpe de viento, más allá el pinar y los primeros pajares del pueblo; la casa envuelta por completo en la enredadera que la fantasía insistió en reverdecer pese a que, en realidad, mamá nunca consiguió que prosperase. Me detuve al borde de la piscina, a un costado de la quinta. Un viento sin remolinos lo enrarecía todo. En el agua ya no despuntaba el radiante azul turquesa de mi infancia sino un limo verde de algas, orillado de juncos por los flancos. No me sorprendió el aleteo de unos peces al otro lado del cieno, ni la pequeña turbulencia que precedió a la aparición de unos ojos entre los nenúfares. Tus ojos, Natsu. Rasgados, húmedos, clavándome por primera vez las pupilas después de tantos años. Más allá se intuían unos labios de ondina, el óvalo de un rostro que compartía cierta anatomía con los peces. Temblé al reconocer tu gesto de siempre, aquella media sonrisa filtrada por el cristal verde de las aguas. Alguien dijo “ven” pero creo que no fuimos nosotras. Tus dedos acariciaron el hielo verde que nos separaba. Ven. Sonrisa, parpadeo, un mechón oscuro flotando entre las flores. El viento se entretuvo rodeando la casa y yo me agaché. Quería tocarte. Eras tan joven como entonces y yo volvía a ser una niña de once años. La misma fascinación de las clases de piano, la vida aguardando al otro lado de la verja. Natsu, dije, y alargué la mano hasta rozar la punta de tus dedos. El agua estaba helada y tuve que cerrar los ojos para soportar el estremecimiento furtivo de tu índice, su invitación a traspasar aquella frescura dibujando ballenas en el agua. Ven. Tenía la certeza de que allí abajo no había tiempo, solo veranos que ya nunca recuperarían su oro. Hundí la mano en el estanque siguiendo tu rastro y el calor retrocedió en mi piel. Cómo podía vivir allá fuera, era tanta la sed… Sonreías y yo sumergía los codos en un abandono feliz. Ven. Cuando estaba a punto de ahogarme entre tus brazos, desperté.

Regreso al mundo de los vivos después de una siesta improvisada y descubro con estupor que han transcurrido cuarenta veranos. Cuarenta veranos, cuarenta veranos, cuarenta veranos. Cada uno con su espectro de luz, con sus meriendas a la orilla de un río que mudaba de nombre pero que siempre era el mismo, decenas de mares rizados deslizándose hacia la noche. Ese era nuestro territorio, ¿recuerdas? Me dijiste: nos encontraremos en los sueños. Y te fuiste dejando un rastro levemente hundido en la hierba sin alzar la vista hacia mi ventana y ese cambio súbito de costumbres fue el presagio, el gesto lúcido que advierte que todo está a punto de malograrse. Pelo de maíz, me consolabas entonces, aún queda mucho verano por delante. Después el sol declinó y un septiembre salvaje arruinó las vigas de la casa. Cerraste de golpe el portón del verano, arreció la marejada, empezaron los sueños.

Creo que yo inventé tu sonrisa; también los kimonos de seda violeta que en realidad nunca vestiste, varias capas de mangas en perfecta superposición de colores -tú que te esforzabas por alejarte de aquel pasado idílico de la corte Heian que amabas y aborrecías a un tiempo-, el perfume a fruta madura de tu cuello, la piel excesivamente pálida con que irrumpías en mis sueños. Si he de serte sincera, ya no sé si alguno de los fragmentos que atesoro de aquel verano es en absoluto verosímil y esa pérdida me duele, Natsu, me duele tanto. Del otro lado de mis párpados reaparecías en la finca sin un asomo de tristeza, sentada al piano, ligeramente inclinada hacia tu hombro derecho, sesteando en la chaiselonge de mimbre, a veces desmayada bajo los álamos que bordeaban la vena de agua que me estuvo prohibida hasta tu llegada. No me mirabas a los ojos en aquellas ensoñaciones en las que siempre hacía muchísimo calor, un calor de ciénaga que hervía el horizonte, y yo solo podía sentarme a tu lado a escuchar el tintineo de tus dedos deslizándose sobre las teclas.

Con los años aquellos espejismos adquirieron un matiz siniestro. Mi madre interrumpía nuestro abrazo con el rostro salpicado de sangre y yo volvía a la angustia aquella, a la culpa inacabable de saberme prisionera en el paraíso. Papá solo era un presentimiento. Cualquier conclusión parecía desembocar en él pero una fuerza invisible nos impedía llegar a ese término. Proseguíamos interpretando a cuatro manos la fantasía en Fa menor de Shubert o recogiendo pomelos en aquellas cestas enormes que en mis sueños jamás conocían el fondo. Hacía calor. La fruta palpitaba en las ramas al borde de la podredumbre y tú me mirabas, ahora sí, como si estuvieses a punto de revelarme un enigma que, una vez pronunciado, haría rodar terrón abajo un centenar de membrillos.

Después la vigilia ganó el pulso y lentamente dejé de soñarte. Tu rostro se diluyó. El rosario de gestos diminutos que componen lo que somos, lo que evocará de nosotros quien desee recomponer el puzle de nuestros días, mermaba cada noche hasta casi caer en la suplantación. De seguir así, pensé, no tardaré en olvidar su nombre. Traté de escribirte pero cuando descubrí que en realidad solo estaba inventariando tu recuerdo, un asco súbito me obligó a romperlo todo. Mejor aceptar las ruinas de la memoria.

Fue así como dejamos de acudir a nuestra cita nocturna, porque siempre alimenté la esperanza de que, desde el otro lado del mundo, ya de regreso a un Japón otoñal incendiado de arces, tú soñabas el mismo sueño clandestino que nos reunía por unas horas en aquella finca del pasado a la que ninguna de las dos habríamos de regresar.

Nunca había viajado a Tokyo pero tengo la sensación de haber recorrido cientos de veces el perfil abigarrado de aquellos mapas que trazabas en la arena con una rama de espino. Qué poco queda de Edo, te lamentabas desbaratando el dibujo. Tus pupilas se dilataban en la corriente del río, lejos; creo que fantaseabas con que aquel cauce moría en el Sumida. Durante unos segundos olvidabas que no estabas en tu ciudad y pronunciabas unos versos en voz baja. Algún día crecerás y vendrás a verme, Ivet. De madrugada seguiremos la estela de hornillos encendidos del distrito de Asakusa y desayunaremos udon entre atunes gigantes en cualquier puesto de Tsukiji. Tengo una amiga… su abuela era una virtuosa del shamisen que recitaba en el barrio rojo, ella nos contará las historias del viejo Edo. Yo te decía que sí a todo: comeríamos fugu en un lugar secreto, encenderíamos una vara de incienso por tus antepasados en el templo de Sensoji, leeríamos a Kafu, a Dazai, a Akutagawa. A Ogai Mori. Contaríamos hasta cien en las aguas de un onsen, me iniciarías en el protocolo de la ceremonia del té. En esos días te hubiera seguido a cualquier lugar sin necesidad de un propósito cabal; Japón tan solo era un símbolo, la promesa de que otro tiempo volvería a pertenecernos. Gritaremos nuestro nombre en la isla de Okinawa. Y reías imaginándote la escena: tú y yo, de espaldas al mar. Luego su rostro se ensombrecía y asegurabas: solo allí conocerás mi verdadero nombre.

Tenía once años y apenas me había asomado al mundo a través de una rendija. Antes de tu llegada, Japón era poco más que una mancha alargada en el globo terráqueo que presidía el despacho de papá, alguna fotografía en las revistas que mamá hojeaba distraídamente después de comer sosteniendo en vilo una taza de café. Fue en una de ellas que, al comienzo de aquel verano, leí un reportaje sobre el terremoto sucedido en la región de Kanto en 1923. Recuerdo las imágenes apocalípticas de una ciudad derrumbada, humeante aún entre las toneladas de escombros que los voluntarios trataban de aligerar con unas miserables carretillas. El movimiento sacudió Tokyo un mediodía de septiembre cuando en las casas de madera que se apiñaban a ambos lados del río bullían los pucheros sobre las llamas de los hornillos de gas, y esa fatídica circunstancia alentó la formación de torbellinos de fuego que poco después absorberían a miles de personas a su paso. La tierra abrió sus fauces y el mar no fue un alivio. Tampoco los estanques, como tiempo después me contarías entre lágrimas. Sobre las cenizas de lo que antaño fuera una ciudad se extendió una niebla silenciosa. Habitaciones de cuatro tatamis, ancianos en yukata, el sexo complaciente al este del río… todo ardió en la memoria del mundo y la precaria arquitectura de Edo, la milenaria galería de samuráis y shogunes, desapareció de los mapas del pasado en apenas unas horas. Destruidas las comunicaciones con el resto del país, el gobierno tokiota comunicó la desgracia liberando una bandada de palomas mensajeras.

Esa misma tarde llegaste a nuestras vidas. Hacía tres veranos que mis padres alquilaban aquella villa al sur de Francia, muy cerca de Céret. Mamá la señaló en un mapa: Le Swan, dijo. Papá hubiese preferido algún lugar más cercano a Barcelona, cualquiera de esos pueblitos de la Costa Brava en cuyas casas de pescadores comenzaba a atrincherarse la burguesía intelectual y enferma de nostalgia a la que él pertenecía. Pero ella insistió en Le Swan porque esa era la finca en la que de niña había trabajado su madre, la misma a la que solo le permitían acceder los domingos, cuando la madame se levantaba de su poltrona, perezosa aún entre los efluvios de la fiesta del sábado, para obsequiarle con una caja de las galletas sobrantes del desayuno. Trop belle, ma petit. Y le acariciaba el flequillo mal recortado sin reparar en el gesto de desagrado con que mi madre recibía el regalo.

Languedoc-Rosellón, región de pintores, de castillos, de viñedos que presienten el mar. Cerca de la frontera pero lo suficientemente lejos para que mi abuela paterna declinase cualquier invitación a compartir sus vacaciones con nosotros, hecho que mamá conocía y sin duda calibraba. Toda su infancia había transcurrido en Francia y, aunque no guardaba recuerdos especialmente gratos de aquellos años, había un reclamo en su raíz, la impresión de una cesión permanente al territorio de aquel catalán por los cuatro costados que era mi padre, que la empujaba a regresar a un país donde los únicos vínculos que conservaba eran un tío octogenario que coleccionaba mariposas y una amiga de la época del conservatorio. Soy una francesa en el exilio, ironizaba.

No recuerdo gran cosa de los primeros veranos que pasamos en Le Swan. Sé que aprendí a nadar en la pileta porque mamá no me permitía bañarme en el río. Tampoco abrir la verja, ni acercarme al pueblo al que solo bajábamos los lunes por la mañana a comprar flores frescas en el mercado. El resto de días era Mercedes, nuestra criada, quien se ocupaba de aprovisionarse de frutas, carne, leche y verduras en las pequeñas granjas de la zona. Nunca flores. Si se las encargo a esta mujer es capaz de traerme un manojo de coles, bromeaba mamá en su ausencia. Era de una pieza Mercedes, tú solías decir que parecía tallada en madera de tan recia y es cierto que carecía de cualquier finura en el tono o en las formas pero solo ella sabía distinguir los peces más frescos por el color de las branquias, escoger sandías al toque o desollar conejos con una soltura que me repugnaba y fascinaba a un tiempo. Vete de aquí, que no eres niña de ver estas cosas, refunfuñaba. Y tiraba las pieles envueltas en una sangre grumosa al balde de los desperdicios. Papá vivía al margen de lo cotidiano, encerrado en su buhardilla. A veces ni siquiera salía para comer con nosotras y le pedía a Mercedes que le subiera una bandeja. No olvide que el vino debe estar frío, por favor. Era su única petición. Por lo demás le importaba poco el esmero que Mercedes dedicaba a elaborar sus platos favoritos, si la carne estaba primorosamente mechada o trufada de cítricos. Acogía con una mirada vacua, fríamente agradecida, la sutileza con que aquella mujer hacía de un pescado hervido el más suculento de los manjares gracias a una salsa de grosellas, a una compota reducida, a una farsa de hierbas aromáticas que ella misma llevaba del jardín a la breve mesa en la que mi padre comía, siempre junto al piano, rodeado por un centenar de partituras desparramadas. Para él todo ocupaba un lugar accesorio respecto a la música. Nos amaba en la medida en que puede hacerlo un hombre ensimismado, herido por una vocación que a veces era placer, otras tortura, pero lo hacía en un tono sordo, más débil que el de las escalas que garabateaba compulsivamente en las partituras. Sé que su manera de cuidarme estaba vinculada a los conciertos en los mejores escenarios, el tumulto de las orquestas aún desafinadas, su pelo alborotado agitando la batuta, el furor de los aplausos. Aquella desmesura a la que consagraba sus mejores horas constituía una ofrenda, el flamante regalo de cumpleaños con el que nunca supe qué hacer.

Supongo que tú también formabas parte del regalo.

La profesora de piano llegará a las cinco de la tarde. Fue mamá quien lo anunció pero yo sabía que él estaba detrás de todo aquello. Deseaba que siguiese sus pasos. Oí como se lo decía a mamá una noche, en su estudio. Ivet ya tiene edad de hacerse un oído propio, no puede limitarse a repetir ejercicios en el conservatorio como un autómata. Él te había conocido en una audición de jóvenes maestros en primavera. Debió impresionarle tu capacidad para desactivar oídos adocenados por la técnica, de rescatar de la sordera a quienes nos aferrábamos a los pentagramas como náufragos a una cuerda. Poco más podíamos hacer. Porque en aquel tiempo yo me aplicaba, Natsu, practicaba horas y horas al piano restándole luz al día, posibilidades al juego, las distracciones propias de una niña de once años para la que el bosque era un territorio prohibido porque si no te esfuerzas, me advertía mi madre, nunca llegarás a ser una gran pianista como papá, ni siquiera una mediocre, los conservatorios están llenos de músicos que se queman las pestañas sobre el teclado. Y yo mordía aquellas rebanadas de pan con mantequilla que me preparaba Mercedes para merendar, crujía el azúcar entre mis dientes y por un instante me olvidaba de la odiosa disciplina que me ponía constantemente en tela de juicio, vales o no vales, repite ese compás, así no, más lento, más controlado. Sobre la mesa de la cocina solo el pan dorado en los hornos del pueblo, ese racimo de casas que se extendía, remoto, al otro lado de nuestra verja, del bosque, del verano. Ahora sé que la vida que yo ansiaba cabía dentro de una hogaza.

SINOPSIS

Hay veranos que duran toda una vida. Esta novela es un pasaje al cálido agosto en el que Ivet, aún niña, conoce en la finca donde veranea con sus padres a Natsu, una pianista japonesa contratada por su familia como profesora de música que se convertirá en una auténtica «passeur» para la joven. Las incursiones en el campo, la lectura evocadora y dolorosa de las partituras, el aprendizaje del silencio, el descubrimiento de la cicatriz ajena, lo que de extranjero tiene la otra orilla, la sutil rebeldía que Natsu inspira en la joven, abrirán una brecha en el tedio sofocante de un verano en el que los cimientos familiares anticipan su derrumbe. Bajo el sosiego aparente, la opresión silenciosa del deseo tensa sus hilos entre los cuatro personajes. Será la deslavazada memoria de una Ivet adulta la que rescate de las ruinas los momentos más brillantes e hirientes de su biografía sentimental, siempre a la sombra de ese verano mistificado e iniciático que vivió junto a su «gran maestra oriental», a quien dedica la carta que compone este libro.

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