PRÓLOGO. TARDE DEL 30 DE ABRIL, 1939

Pasadas las cinco de la tarde, el jefe de redacción había movilizado a su equipo de confianza para reelaborar la primera página del New York Times del lunes. Los teléfonos habían sonado docenas de veces durante el día, el teletipo no había parado de vibrar ruidosamente: había llegado la respuesta de Hitler a la misiva del presidente Roosvelt. En la carta, Roosvelt había pedido garantías: Alemania no emprendería acciones de ataque o invasión a naciones independientes y había enumerado treinta estados. El Führer aseguraba haber tomado en consideración la carta del presidente, si bien advertía de “groseras mentiras” lo cual consideraba de todo punto injusto. Estas y otras informaciones debían llegar de forma precisa y objetiva a los lectores del Times. Sin alarmar innecesariamente, sin tranquilizar inocentemente. Nadie era ajeno al gran número de inmigrantes europeos que vivían en Nueva York angustiados por la inestable situación política de Europa.

Entretando, Johann, había pasado la mañana por las calles de Nueva York inmerso en un problema local. Se vio sorprendido por el jaleo en la redacción y por la cantidad de personas que pululaban por la sala. Supo que el jefe le iba a echar una bronca por haber faltado esa mañana. Detuvo los pasos indecisos en medio del pasillo. Él sabía lo que sabía, no iba a presentarse con las manos vacías, eso era lo importante, lo que guardaba en el bolsillo valía la pena. ¿Por qué no entrar con decisión en el despacho? Pensándolo bien, tampoco es que hubiera tenido grandes enfrentamientos con el jefe si se comparaba con otros. Sospechaba que la tensión que le obligaba a acomodar los hombros y estirar el cuello se debía, en gran parte, a su abuela. Su sombra vigilaba, asomaba por detrás del jefe, no para defenderlo, sino para asegurarse de que el hombre llegase hasta el final, que nada quedase por decir, que no le ahorrase ni el menor reproche. Así lo percibía Johann mientras se preguntaba, de nuevo, cómo su abuela había engatusado al jefe de redacción del New York Times.

El jefe era un sabueso. Un sabueso que olía la pieza y la cobraba antes de que el resto del mundo se percatase. El mejor. Sin embargo, él por sí solo, no era el Times. La combinación perfecta era sabueso y amo, el señor Hays, la conciencia que recordaba al jefe, cada equis tiempo, la máxima del periódico: «Todas las noticias aptas para ser publicadas, nada de suposiciones, nada de predicciones, nada de rumores». Así pues, el jefe debía mantener un delicado equilibrio: ser el primero en informar y hacerlo sin atisbo de incertidumbre. En pleno auge de ilustradores y caricaturistas los diarios usaban las tiras cómicas para atraer lectores. Era imprescindible modernizarse, incluir contenidos atractivos. El New York World de Joseph Pulitzer y el New York Journal de William Randolph Hearst publicaban tiras cómicas con un personaje dentudo, vestido con túnica amarilla, al pie de páginas que contenían información sobre el Éxodo judío. «La información rigurosa puede resultar aburrida para el público, —contraatacaba el jefe de redacción— no digo que caigamos en ese detestable truco del vulgar chico amarillo, pero al lector hay que entretenerlo amén de informarlo». Siempre alcanzaban un provechoso acuerdo.

Nada de todo esto era conocido por Johann que veía al jefe como un empleado que podía ser despedido sin un pestañeo por el todopoderoso señor Hays. De hecho, Johann pensaba que los malos humos del jefe se debían a que se sentía como un funambulista en la cuerda floja. Inspiró profundamente para darse ánimos. Si el jefe no quisiera ver la importancia de lo que le traía, volaría hasta alcanzar al señor Hays. Antes de que llegase a golpear la puerta, esta se abrió con ímpetu desde el interior.

—¿Qué demonios haces ahí parado? Entra de una vez. Eres el mayor desastre que ha pisado el Times y llevo aquí veinte años. ¿De qué puñetas estás hecho? ¡¿Es agua lo que te corre por las venas?! ¡Esto es el Times! Lo que escribimos lo lee la granjera, el limpiabotas, el dueño de la TWA, el estudiante de secundaria, el profesor, lo lee el policía y el gánster, la familia real británica y su mozo de cuadra, ¿comprendes lo que quiero decir? ¡Todo el mundo! ¡¿Y tú te escaqueas?! Eres un majadero. Y no vayas a decirme que estabas enfermo, no soy un estúpido.

El teléfono sonó. Disponía de los minutos que durase la llamada para construir un discurso que le permitiese convencer al jefe de que le asignara el suceso del mafioso muerto.

—Largo, estoy ocupado —dijo en cuanto colgó.

—Jefe, tengo una idea para tratar el caso del mafioso.

—Siéntate.

—¿Cómo?

—Que te sientes. —Johann obedeció sin saber si la invitación era un buen augurio—. ¿Ya has olvidado lo que te he dicho? ¿Cómo puedes pedirme que confíe en ti? ¿Escuchas cuando te hablo?

—Jefe, creo firmemente, y de no ser así no me hubiese atrevido a importunarle, que poseo una pista fundamental y usted mismo acaba de recordarme que estoy en un lugar privilegiado para, para… demostrar lo que valgo —dijo cerrando el puño sobre la pista que guardaba en el bolsillo.

—¿Ocultas algo a la policía?

Johann asintió

—¿Conoces el lema del periódico? “Todas las noticias aptas para ser publicadas”. Si el periódico maneja información desconocida por la fiscalía, la oficina del alcalde y la poli ¿actúa siguiendo el lema? ¿Crees que sería del agrado del dueño del periódico y de los miembros de la Junta convertirse en cómplices de un asesinato por ocultar pruebas a la investigación oficial? —Johann negaba con decisión— ¿Sabes qué puñetas estás diciendo? ¿Tienes la menor idea de lo que supone que caiga sobre un ignorante como tú el peso de la ley? ¡¿Quieres matar a tu abuela de un síncope?!

Johann no se dejó amilanar.

—Por entregas, como si se tratase de una novela policíaca. Sustituiría escenarios y nombres, aunque sin modificar los hechos. Transformaríamos en ficción la realidad, estaríamos contando la verdad de forma encubierta, de manera que no comprometiese al periódico.

El jefe encendió un cigarrillo. El humo atravesó la distancia que los separaba. Inundó la nariz de Johann que lo aspiró, lo llevó hasta la boca, saboreó el sabor peculiar de la nicotina. Palpó su tabaquera de cuero vacía. Inspirar el humo, exhalarlo con una respiración profunda se convirtió en apremiante. Alcanzó la pitillera que Joe D había dejado en la mesa, sacó un cigarrillo y lo prendió. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho miró con recelo al jefe. Este no se había percatado del gesto, pensativo se atusaba la barba inexistente. Johann insistió.

—Esta mañana un imprevisto me ha puesto sobre la pista de un asesinato. Poseo una prueba incriminatoria y tengo un contacto en la policía. Piénselo, jefe, nombres falsos, personajes inventados, escenarios sacados de contexto sin falsear los hechos, dar al lector un crimen real, hablar de “este” crimen, sin que nadie pueda acusar al Times de nada irregular. Jefe, me muero por un buen café, bajemos donde el Italiano, invito yo y le cuento más.

CAPÍTULO 1

NUEVA SECCIÓN. SUCESOS POLICÍACOS.

ENTREGA I: LA APUESTA

Eran más de las cinco. A esa hora, un día cualquiera, la redacción hubiera estado desierta. Hoy, Joe Dansporth había movilizado a los redactores de confianza. Necesitaba cambiar por completo la primera página del New York Period del día siguiente. Contaba también con tres secretarias y la nueva ayudante. Boy no habría apostado por ella ni un centavo ya que, cada vez que la había visto, la chica acababa de tirar un café, dejado escurrir una pila de papeles al suelo o tropezado con una silla. Se preguntó si sería una enchufada, como Steve Sfiller, o …él mismo, por tanto ¿quién era para cuestionarla?

Una docena de personas. Boy se llevó el índice a la boca y mordisqueó la uña. Una docena de personas que oirían la bronca que Joe D le iba a vomitar encima. Una docena de personas. Mejor dar media vuelta, largarse. Empeoraría la situación. Se detuvo. Recordó la información que poseía, la prueba.

A su espalda oyó un chasquido metálico algo reverberante; a continuación, un oh contrariado. Sospechó que se trataba de la chica patosa. En el suelo brillaba una cucharilla, ella sostenía entre las manos una taza de café. Boy la recogió y la puso en el plato, junto a la taza.

—¿Es para Joe D? —la chica asintió—. Yo se lo llevaré.

—Pero la cucharilla…

—No se morirá por eso.

Una sonrisa pícara apareció para descubrir una dentadura alineada y fuerte, y el gesto divertido se hizo más patente al tender la mano a Boy ladeando a la vez la cabeza.

—Soy Sarah.

Voz de tiple demasiado fina para su cara redonda, pensó Boy.

—Soy Boy, lo siento ya te daré la mano en otra ocasión, prefiero no arriesgar el café —respondió alejándose.

Se giró a medio camino. La chica, parada en el mismo lugar, seguía observándole. Sonrió de nuevo, esta vez de forma diferente. Descarada, pensó. No recordaba que ninguna chica le hubiese mirado de aquella manera en toda su vida, era de lo más divertido. También sonrió. La sonrisa desapareció en cuanto se giró: se hallaba delante de la puerta del despacho del jefe de redacción del New York Period.

El despacho de Joe D se aislaba del resto con una pared estructurada en zócalo de madera de noventa centímetros, un metro de cristal esmerilado y otro tanto transparente hasta el techo. Por encima del cristal esmerilado y a través de la franja transparente asomaba la cabeza del jefe, su estatura le permitía dominar su imperio. Existía el convencimiento de que el jefe nunca había contratado a nadie por encima del metro noventa y que jamás lo haría. De esta forma, cualquiera que entrase en el despacho era tragado por el mundo de Dansporth. Personas adultas, curtidas por años de periodismo en uno de los diarios más importantes del mundo, se transformaban en nubes de humo que evolucionaban al compás de los aspavientos de la única cabeza claramente visible.

Inspiró profundamente para darse ánimos. Antes de golpear la puerta, se abrió con ímpetu desde el interior.

—¿Qué demonios haces ahí parado? Entra de una vez.

A Joe D le gustaba el factor sorpresa. A veces se acercaba silencioso a la mesa de un redactor para leer lo que escribía, si algo no le gustaba se agachaba y se lo gritaba en la oreja. Los sobresaltos eran descomunales. Boy había presenciado hacía pocos días como una secretaria había sufrido una crisis de nervios después de algo como eso. Joe D pidió disculpas de inmediato, le dio el resto de la jornada libre y al día siguiente ella tenía un ramo de rosas sobre su mesa. Impetuoso como un gamberro del Bronx no medía las consecuencias de sus actos, tal vez por eso no le costaba pedir perdón, para él debía tratarse casi de una costumbre. Joe D tenía la anchura proporcionada a la estatura, brazos fuertes y pisada de paquidermo, verlo avanzar por la redacción hacía pensar en un elefante en medio de la jungla. El rostro redondeado —por un instante le recordó al de la chica patosa—, de rasgos pequeños, ocupaba una diminuta porción en comparación con la cabeza. Tenía una prominente barbilla que solía acariciarse mientras reflexionaba atusando una barba inexistente.

Boy se acercó a la mesa para dejar el café. Joe D le daba la espalda mirando por la ventana de la planta cuarta. Se giró, se le acercó en dos zancadas, puso delante de la nariz de Boy el dedo índice.

—Si no fuera por Frida no habrías durado ni diez minutos, pero le prometí darte un año y lo cumpliré. Va a ser el más largo de mi vida, pero lo cumpliré. El día que te vea salir por aquella puerta —Joe D señaló la puerta que conducía al rellano del ascensor— me sentiré el hombre más afortunado del mundo. —Escapó del pecho un soplido y se dejó caer en el sillón giratorio como si con el aire se le hubiese ido la vida—. Y ahora, ¿qué quieres?

Boy pronunció una primera frase que nada tenía que ver con lo que le había llevado allí.

—Joe D parece que le he molestado…

—¡Nada de Joe D!

—Señor Dansporth no era mi intención molestarle, es más no sé qué he hecho…

—¿Así que no lo sabes? Oh, no, claro que no. ¿Molestado? ¡No! ¡Estoy más cabreado que un mandril! Apareces por aquí cuando te viene en gana, no cumples el horario, desapareces sin más, me obligas a sacar a otros de su trabajo para hacer el tuyo. Pretendes que me trague una enfermedad tras otra, por cierto, ¡¿me crees estúpido?! Que el resto de la redacción vea que te saltas las normas, ¡mis normas!, día tras día, ¿cómo lo ves? ¿Es para molestarse? —pronunció la última palabra con un deje de ironía bien marcado por la sonrisa que Boy recordaría como la más falsa que había visto jamás.

Había abandonado el sillón, sacudido los brazos, las manos, arqueado las cejas sobre los ojos desorbitados.

Boy retrocedió, tanteó el pomo de la puerta, lo hizo girar. Se escabulló sin dar la espalda al gigante. Al darse la vuelta se topó con los rostros de redactores y secretarias. En unos adivinó cierto alivio, la bronca se la había llevado él; en otros, reproche, había enfurecido a la bestia. El tiempo se detuvo mientras estuvo dentro; por fortuna, ahora, alguien debió ponerlo en marcha y como impulsados por el pistoletazo de salida inclinaron las cabezas y retomaron su actividad. Todos excepto Sarah que seguía con la mirada puesta en él. Una mirada interrogante acompañada por una pequeña inclinación de cabeza. Le recordó al perro de su vecino Dan cuando dejaba la pelota a sus pies y esperaba que realizase su jugada. Notó en el bolsillo el pañuelo recogido del suelo por la mañana. Sarah no le quitaba la vista de encima. La chica movía las manos. ¡Vamos, vuelve ahí dentro!, parecía indicarle. Se aferró al pañuelo, tragó saliva y entró sin llamar.

Joe D hablaba por teléfono. Apenas lo vio resopló entre contrariado y resignado. Disponía de los minutos que durase la llamada para construir un discurso que convenciera a Joe D de que le asignara el suceso de Madison Square, quitándoselo a Steve, sobrino del señor Sfiller.

—¿Otra vez tú?

—Señor, tengo un indicio importante en el caso del empresario de teatro —Joe D se retrepó en la silla con media sonrisa en la cara, sin duda pensaba que él no era capaz de manejar nada de cierto nivel periodístico o policial—, además de un contacto de absoluta confianza para estar al tanto de la investigación.

—Yo también tengo, no un contacto, varios contactos.

—Lo suponía, pero lo que no tiene es un objeto que incrimina, bueno no quería decir incriminar no me corresponde a mí clasificarlo es demasiado…

—¡Suéltalo de una maldita vez!

—Digamos que involucra a alguien en la muerte y lo transformaría en asesinato.

—¿Qué?

—Nadie excepto la persona involucrada, bueno la que creo culpable, es decir…no, no quería decir eso. Solo esta persona y yo sabemos que está en mi poder, o sea, nadie de la policía, ni de la fiscalía…

—¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¿De qué hablas?

—No puedo decírselo, señor. —Joe D dio un puñetazo en la mesa— Verá, no se enfade, yo…yo…había pensado que si me permitiese seguir la pista que poseo podría hacerme cargo de la investigación y la crónica.

El rostro de Joe D había cambiado: el rictus acentuado, el ceño fruncido, la respiración sonora de animal a la defensiva cedían paso a una mirada curiosa, a una sincera expresión de asombro.

—¿Por qué no consultarlo con el señor Sfiller, señor Dansporth?

Un brusco asentimiento y un gruñido fueron la respuesta afirmativa. Camino del ascensor Boy se imaginó elevado a la categoría de jefe. Él cambiaría el panel de cristal mate del despacho por uno transparente, se acabó el mirar por encima; en su lugar unas persianillas permitirían aislarse si era necesario. Por ejemplo, cuando llamase a Joe D para que le rindiera cuentas de las noticias que había conseguido en la calle.

El ascensor los dejó en la planta once, ¡en el nido del águila!

Por mucho que el edificio del Period fuese un ejemplo arquitectónico, por mucho que los techos de cuatro metros, bordeados de molduras pecho de paloma, y que los cristales de las ventanas con alto contenido en plomo consiguiesen un exquisito grado de pureza, por mucho que el señor Sfiller no hubiese escatimado recursos hasta conseguir el edificio mejor dotado técnicamente, no era comparable con el efecto que producía la construcción exenta de la azotea: “el nido del águila” como se conocía en la redacción.

SINOPSIS La novela está dividida en dos partes. Una desarrollada en Nueva York cuyo protagonista es Johann; y una segunda, en una granja de Misisipi cuya protagonista es Rose.

La idea es ofrecer al lector dos historias, en apariencia independientes, hasta descubrir un personaje común. Ambas historias deben tener por sí mismas significado como relatos, pero al acabar la lectura la comprensión debe inclinarnos a una novela. Estas son:

1. Johann tendrá que decidir hasta qué punto dejar un asesinato en manos de la ley es lo justo. En el fondo de la historia palpita la amargura de ser un hijo abandonado por su padre tras la muerte de su madre.

2. Rose, es una criatura simple, no se hace preguntas, solo le preocupa la subsistencia hasta que en la granja irrumpe un forastero. Este hombre le descubrirá su verdadera identidad.

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