La Historia es una cárcel (y la memoria un loquero)

La Historia es una cárcel (y la memoria un loquero)

Ignacio Belsito

12/02/2018

1981

Era muy temprano, apenas eran las 6:00 y no era temporada de sol tempranero por esas horas. La posibilidad de salir de la cárcel que se abrió en esa época nos lanzó a mí y a otros tantos prisioneros hacia la libertad con condiciones, prisión abierta (pero perpetua). Desde la vejez, los recuerdos se vuelven constantes y los años, espero, me traerán calma. Allí estaba yo, ante mi propia vida, unos cuantos papeles vírgenes y mi pluma habitual, acostumbrada a mi diestra desde la cárcel, en donde aprendí el arte de las letras, la lectura incansable y los versos incalculables. Los recuerdos, serpenteaban cada palabra. Escuchaba mi respiración, descomunal, enfática, nerviosa, apurada… era la soledad. Todo a mi alrededor me miraba, como esperando que suelte mi mano para terminar de una vez lo que empecé en el encierro de Olmos. Mi historia, resonaba como una canción monótona cada día. Atrás, el umbral que separa el mundo carcelario y el civil, y frente a mí, Ernesto. Nos miramos como si fuese la última oportunidad, teniendo esperanza de que fuese en verdad la última oportunidad. La libertad, sonaba como el chasquido de las amarras de un barco pronto a zarpar.

-Hasta el próximo round Ernesto –le dije- gracias a usted pude soportar la vida acá adentro. No lo voy a olvidar jamás.

-Adiós -contestó Ernesto- Usted logró que este trabajo valiera la pena. Un carcelario como yo no tiene más satisfacciones que conversar sobre la vida que yo sólo tengo aquí adentro, con ustedes. Voy a visitarlo, téngalo por seguro.

Ernesto tenía ochenta años. Una persona entre tantas otras personalidades ciertamente malvadas. Si bien era carcelero, tenía un corazón. Trabajaba allí hacía tres años ya, y fue lo único que la edad le pudo ofrecer. Pero él siempre hablaba de su suerte. La jaula le significaba un espacio donde se aprende a vivir mejor o peor. Como no había tenido hijos, los presos eran para él una oportunidad para cumplir una penitencia y volver a lo que es bueno. Conmigo hablaba permanentemente. Pasaba con la comida y las instrucciones diarias pero siempre entablando al menos un pequeño diálogo. “Un tesoro para no perder la cordura”, decía. Se refería a la palabra, no a la comida que era chatarra con pimienta y sal. Más que un carcelario, era un amigo. Sí, la amistad puede surgir (y debe) en los lugares más impróvidos.

La sentencia estaba cumplida. Luego explicaré los motivos que me detuvieron allí los últimos años. Llegó un taxi, me acomodé girando apenas la cabeza para mirar por última vez mi hogar, robusto, gris, opaco, desgajado. Había sido un hogar, sí. No tengo vergüenza de afirmarlo, cómo llamarlo sino. La ventanilla enmarcaba la silueta del anciano que levantaba el brazo apenas para saludar a su camarada. Ambos sentíamos que un ciclo terminaba y eso traería oportunidades y nostalgias. Ernesto… pienso recurrentemente con nostalgia.

-¿A dónde lo llevo señor? –dijo el taxista trémulo mientras aclaraba su garganta.

-Tengo reservado un hotel sobre la calle 61, cruzando la Avenida 31 –dije-. Pasaré la noche ahí, mañana será otro día…

-No se preocupe por mí, siempre llevo a ex convictos –dijo el taxista.

-No me preocupan demasiadas cosas a esta altura –contesté.

Llegué al hotel para pasar una única noche. El conserje estaba dormitando y en un acto reflejo alcanzó a decir “buenas noches”. Me dio la llave de un cuarto sencillo, barato. Ya en el austero cuarto, podía escuchar desde la ventana, en una simetría curiosa, a la ciudad, que no recordaba tan chillona, y el sonido de pájaros como zampoñas que braman mezclándose con el rugir de los camiones. Pero deambulaba sin poder decir más. Entraba al baño para examinarme en el espejo: la realidad siempre está detrás de los espejos, solía pensar desde hacía unos años. Extraña y maravillosa, concluía. Una luz en el cielo oscuro, y luego, un trueno. Con él, comenzaba una lluvia que apilaba recuerdos.

Recordaba la sopa de la penitencia. La sopa diaria, que agonizaba en el piso de la celda una vez más. Una mosca que husmeaba el recinto y atacaba al fin el manjar del almuerzo. De fondo, una melodía iba y venía, se acercaba y se alejaba junto a los pasos del carcelero. Algunos lo llamaban Guardia, yo, prefería ponerle el nombre que correspondía: Ernesto. Una melodía particular. Un tango. Una balada… para un loco, claro. Los recuerdos iban y venían como fotografías nítidas, precisas pero desordenadas.

De nuevo en el hotel, de fondo, lentamente, alcanzaba a reconocer una radio cantar. Era un sonido solitario, anómalo. Parecía salir de una habitación, cruzando el pasillo, atravesando los metros y metiéndose por debajo de la puerta, que no podía detener aquel sonido. Un piano con notas tristes, menores. Una voz que soltaba un quejido, una angustia. Una historia. Un hombre que tenía los ojos muy lejos y su cigarrillo en la boca, un dibujo hecho trizas, una televisión en desuso, inútil (y una soledad que lo hacía recordar a él mismo). De repente, otra intensidad, otros instrumentos que sostenían otra fuerza, otra energía, un grito… ¡y la radio a todo volumen! ¡Y una prisión ajena! La música que caía de nuevo en un precipicio, y la calma que agotaba una nueva tristeza, ahogada en un llanto que no salía al mundo exterior. Toda la pujanza acumulada nuevamente en esas frases encendidas cuando ya, se empezaba a quedar… solo (y el último Sol menor reposaba el final). Me sentía como esa persona, como esa canción… qué linda canción –pensé finalmente.

Luego de pensarlo incansablemente, tomé el teléfono y llamé a Clara. Al mundo exterior lo había tenido olvidado por esos años de prisión. No me permití tener contacto con nadie, ni siquiera con mi esposa Clara. Desde el año `62 a la fecha, rechacé los diarios, los comentarios, las charlas. No me importaba la realidad de los periódicos. Sufrí bastante por eso. Pasados los años, uno se acostumbra. Es un buen ejercicio, lo recomiendo. Apagar los televisores y no leer los diarios por un tiempo puede sonar esquivo, pero sana la mente.

-Hola… -solté con tono interrogatorio.

-Hola, sí, soy Clara. Me enteré que saliste de la cárcel, ¿ahora sí puedo verte? –dijo ella desde el otro lado del tubo.

-Ahora sí te necesito, a vos y a la historia. No sé nada de los últimos años. Quisiera que me los cuentes. Yo te quiero contar lo que estuve escribiendo. Estoy escribiendo sobre mí, sobre nosotros… -dije-. Es algo que empecé hace muchos años, pero ahora tengo más tristeza, entonces es más fácil.

-¿Por qué? –le contestó ella.

-Porque estoy viejo. Escribir es un ejercicio que me sirve a recordar. Cuando leo soy un poco más feliz, recordando lo que escribo, algunas cosas fueron felices. Por ahora son momentos desordenados…

El teléfono calló sobre la base, y con esa charla encontré fuerza para recordar.

Se cree que los fiscales, y esto lo cuenta alguien que estuvo preso un buen rato, son personas frías, insensibles, con el ceño adusto perpetuamente, una persona desconfiada al fin y al cabo. Quisiera decir que yo no tuve esa suerte. Utilizo la palabra suerte porque no toparme con alguien profesional y racional con todo lo que eso significa, me jugó en contra. Esta persona a la que me refiero, tenía el corazón seco sí, pero conmigo tenía una emoción particular. Con el tiempo, y con el correr de los encuentros que hemos tenido, llegué a concluir que se trataba de una persona obsesiva con mi persona. No es que yo sea alguien particularmente especial pero, ante el hecho de ser Inocente –y permítanme esa mayúscula- no veo sentido alguno para sostener por tantos años mi Penitencia como la llaman los curas que nos solían visitar al calabozo.

Yo siempre creí en el alma de las personas de buen juicio, en la piedad como fuente de toda convivencia, pero quiero resaltar en este texto que, cuando se trata del crimen, somos iracundos y anhelamos con una sed meticulosa e insaciable la venganza. Encontrar un culpable para saciarla es suficiente para abrir un calabozo y meter allí a cualquiera. Detrás de la multitud y las teorías sociológicas existen los casos, como los llaman los criminalistas.

El ejercicio de la justicia no comprende sólo la faz de la delincuencia. De hecho es una parte bastante pequeña de los problemas reales que la crean. La justicia no es ningún sacerdocio hacia la moral de la sociedad. Las ciudades comen a raciones pequeñas los restos desperdigados de las almas colectivas, transformándolas en individuos aislados que acreditan una moral particular que anula la convivencia.

La noche terminó cuando mis ojos dijeron adiós. Dormí hasta las primeras horas de la mañana. Bajé al comedor del hotel y desayuné un café con leche, mitad y mitad más precisamente. Lo acompañé con una medialuna de manteca que tenía cierta humedad, así que la juzgué veterana. Salí del hotel para volver a mi verdadero hogar, donde todo había empezado.

Otro taxi me regresó hasta casa. Luego de cruzar la verja de alambre que separaba el jardín de la vereda, toqué con la calma de siempre, ese sonido que reconoce un familiar, la puerta. Estaba añosa, la habían pintado de blanco para disimular su vejez, pero allí estaba, en el lugar donde la había dejado. Cuando se abrió, Clara me miró con una seña enigmática, curiosa, ajena. La saludé y entré. Ella tenía mis cosas preparadas. Interpreté rápidamente que no creía en mí, me había condenado aquél 23 de febrero de 1962 junto con la justicia. Pero yo tenía que decir unas cuantas cosas.

-Pasá, sentáte un poco –dijo ella.

Me dirigí al sofá verde que juzgué nuevo. Ella empezó a contarme lo que había ocurrido de aquel tiempo a hoy, y yo le fui contando mi historia carcelaria.

-¿Qué pasó en estos años? –dije-. Es una pregunta extensa pero, tenemos tiempo, un rato al menos.

-Podemos hablar un rato, es cierto –dijo Clara-. Cuando entraste en la cárcel, todo cambió para mí también. Nada tenía el sentido de siempre. Así que de a poco empecé a pensar cómo encontrar proyectos importantes o interesantes. El día que me echaste de la cárcel y decidimos no volver a vernos comencé a preparar una investigación personal. Se trataba de vos, claro. Pero en el fondo no quería mezclar las cosas. Por un lado, la política y la dictadura que se nos venían encima, por el otro, vos en la cárcel sin razón alguna. Eso busqué, razones para entender la historia, nuestra historia.

-Cuando empecé a hacer preguntas incómodas a las personas equivocadas, todo se tronó pesado –continuaba ella-. Recibí visitas, amenazas telefónicas, cartas, objetos simbólicos. Tenía mucho miedo, entonces decidí escaparme al exilio. No tenía claro adónde, pero intenté juntar la mayor cantidad posible de plata para ir a Europa.

-Pero conservaste la casa –logré decir en una pausa.

-Si. Sólo la casa nos pertenece ahora. Ya veremos qué hacemos con ella. Es un salvavidas que me mantiene atada a vos todavía hoy, después de los años. Nunca se termina esto…

Cuando dijo eso, intenté abrazarla pero me mantuve tieso, quieto, idiota. Ella necesitaba desahogarse y contar todo lo que tenía atragantado desde hacía unos cuantos años. Lloró sacándose de adentro los rencores más antiguos, pero también una inquietud. No tuve claro si ella tenía una sensación de alivio por mi libertad o de una nueva inseguridad. Podían ser las dos cosas, de eso estoy seguro, pero también conjeturé que podía traerle problemas con la ley, o con esa gente que dice ser la ley. Todavía estaban pasando cosas peligrosas detrás de nosotros, y eso de estar tranquilos, sólo lo podíamos lograr escapando. Tuve esa necesidad, decirle que nos largáramos. Entonces me contó sobre su hijo.

-Si bien como periodista avancé lo suficiente en tu caso –aceleró el desenlace-, decidí dejar las cosas a medio terminar. Sentía que nuestra historia merecía una pausa. Cuando vos me echaste finalmente, todos mis avances se anclaron en un archivo de unas cuantas hojas que guardé para el futuro. Ahora volviste y no sé qué hacer ni con el archivo, ni con nosotros ni con todos los recuerdos que tengo. Creo que lo más sensato es que nos separemos por un tiempo al menos.

-Ya estuvimos separados un largo rato. La única diferencia es que ahora yo estoy libre. Bah, esa palabra se dice tan fácil y es tan difícil de sostener. Soy un viejo solitario, demos vuelta la página y avancemos un poco más ¿Qué más nos queda a esta altura?

-Pasaron muchas cosas –me detuvo ella-. No sabés mucho de lo que ocurrió, es como si hubieses detenido el reloj y el calendario el día que entraste al calabozo. Pero vivimos una dictadura de mierda, uno cambia mucho con todas esas cosas. Me parece cobarde lo que hiciste, si no me querías lastimar fracasaste rotundamente. Además, tengo un hijo, y eso lo cambia todo. Se llama Gustavo.

Clara tenía una manera de decir todo que lo convertía en palabras filosas. A la distancia pensaba que era sólo por el mero hecho de que las decía ella. Siempre tenía su imagen postrada sobre mí, como la de mi madre o la de Ernesto. Eran lo único a lo que aspiré alguna vez llamar familia. Pero Clara tenía algo especial. Su inteligencia me dejaba reflexionando permanentemente. Cuando uno se siente un tonto frente a alguien, toma muy en serio sus palabras. Sin embargo, yo tenía una manera idiota de resolver los acontecimientos que se me precipitaban. Era, o mejor dicho, soy un experto en decir, hacer y pensar cuestiones diferentes. Pero insisto, Clara me avasallaba.

Debajo de su cara tenue, sencilla, tras su lunar en la mejilla, se dibujaba constantemente una línea curva que delataba su sonrisa perpetua. Aunque yo, quisiera dejar escrito, tuve la oportunidad de verla caer en un estado completamente distinto. Aquella sonrisa de media luna, se fue convirtiendo en una simple línea recta que silenciaba las emociones más profundas y superficiales. Sus risos caprichosos, se transformaron en cabellos débiles, quebradizos, pequeños. Su voz suave pero diáfana, dulce pero contestataria, terminó siendo un pedazo de papel sin letras. Por un tiempo, y mientras me miraba a mí mismo, deduje sin razón que la vejez se había quedado con todo aquello. Sin embargo, con el tiempo, y en este presente tan límpido, veo que toda esa historia, tenía una causa irrefutable y temerosa en igual medida: Yo.

Sinopsis:

Una Novela. Cuatro capítulos (cuatro períodos de la historia argentina), un reloj y una pluma que avanzan marcha atrás. La historia de un hombre que sale de la cárcel, la escritura como forma de ejercicio para la memoria, recuerdos confusos y una puerta que siempre estuvo cerrada frente a él hasta que finalmente intenta abrirla. Las razones (sus razones) por las cuales se encuentra apresado.1981, 1962, 1943 y 1923. La historia que se torna más oscura, reflexiones acerca de la justicia: Un asesinato final.

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