Me contaron que tu mirada mataba viajeros, peregrinos de otras tierras.
Me dijeron que cautivaste hasta el extremo las almas vagabundas de aquel puerto de tu más infalible realismo.
Me narraron tus ecos de delicias en el interminable relato de una tarde (…) cuando ella encumbrada en sus oficios olvidaba la ausencia de su hijo perdido antaño en la soledad de aquesta vera. Él atado en el patio recobrando la cordura, ella elevada en el infinito en delicados anclajes de las reminiscencias donde nunca la alcanzarán los «pájaros de la memoria».
Él muerto por el desprecio de aquella niña que a escupitajos le taladró su alma.
Él con las venas cercenadas a la hora eterna de todos sus relojes el día de todos los muertos. Otro perdido en ese horizonte de valles y ríos, de mares que inclementes al calor le arrancaban sus lamentos.
Los cachivaches de sus viajes a Italia y la palangana: toda su memoria la que se iba con él para siempre a ese encuentro con la muerte.
En el extremo sur del poblado se veía confinada en sus monólogos, la ingrata que con su sonrisa fingida y su cuerpo de media noche se perdía a la sombra de sus recuerdos. Vagaba taciturna. Cuentan que, de vez en vez pronunciaba su nombre y causaba estupor verla balbucirlo, como si en pena aquel amor aún la inspeccionara… se le veía perdida y sin embargo la vida del arcadio la movía y la paralizaba a la vez.
Las mariposas amarillas siguen siendo en la aldea olvidada el único sollozo de los recuerdos auríferos de las noches tranquilas, de los asombros interminables y de las delicadas angustias que un día los consumaron para siempre y los sometieron a una eterna memoria.
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