Trágica ebriedad, mágica miseria (parte I)

Trágica ebriedad, mágica miseria (parte I)

Daniel Figueras

01/05/2021

Despierta Eufemio una mañana con un terrible vómito. Sus entrañas se derraman sobre el suelo de la choza. Hay de todos los colores, de todas las texturas. Algunas de las cosas que comió, aún a medio digerir, parecen intentar arrastrarse. Un par de hadas entran por la ventana, tienen sobre el fuego un pequeño caldero con distintas hierbas que recolectaron previamente. Una mezcla de opio, pasiflora y bayas moradas, burbujea a la vez que despide un olor intenso similar al almizcle. — Brea, la pócima está lista —Le dice una de las hadas a la otra. —Bien, ve al jardín y trae una mandrágora. Escoge la más tierna. El hada sale a toda velocidad por la ventana, dirigiéndose al huerto mágico. Mientras tanto, la que se queda en la cocina sirve un poco de aquel brebaje en una taza de madera de roble. De repente un zumbido ensordecedor le hace estremecer, y Brea, el hada que se encontraba en el jardín vuelve a entrar por la ventana. — ¡Brigia, rápido, las zanahorias! — El hada de la pócima, Brigia, toma un par de zanahorias y las entierra con fuerza en sus oídos. Brea coloca la mandrágora sobre la mesa, que convulsiona en un agónico alarido. Se miran la una a la otra. —Sostenla con fuerza —Indica Brigia a Brea, y esta la sujeta de las extremidades. Brigia entonces toma la taza en la que antes había servido una porción de la sustancia contenida en el caldero y la vierte en la boca de la mandrágora, sofocando lentamente su estruendoso llanto. El líquido, aun hirviendo, cae sobre la pequeña criatura que comienza a ahogarse. Una vez terminado el ritual, su cuerpo yace moviéndose con debilidad sobre la mesa. Uno que otro quejido escapa de su boca quemada. Las hadas destapan sus oídos, y le dice la una a la otra —Brigia, te he dicho antes que los nabos funcionan mejor que las zanahorias para contener el ensordecedor grito de las mandrágoras. Brigia se agita tenuemente aún en vuelo, y comienza a caer con la gracia de una pluma, hasta tomar asiento sobre una mesita de madera en la que quedan algunos restos de hierbas y otros ingredientes. Brea toma un poco de miel de cigarra de un jarrón de barro en el que reposan algunas flores de cristal, y se la frota a su hermana en los oídos. —Estaré bien —Dice Brigia —Lo importante ahora es salvar a Eufemio, rápido, sigamos con el ritual antes de que termine de perder la conciencia. —Pero hermana… Tus oídos. Brigia la mira con desespero —Sabes lo que pasará si lo perdemos, no sólo nos iremos nosotras, todo el reino sucumbirá al olvido, es nuestra obligación proteger al oráculo, él escribe la existencia de nuestro mundo, no lo sabe, naturalmente, pero sus pensamientos revelan la realidad que tú y yo habitamos… Ahora, apresúrate, sujétala con fuerza. Brigia, tratando de reunir toda la fuerza que le queda, toma un cuchillo que reposa a un lado del caldero y lo levanta con las dos manos. Mira a la mandrágora, derrama una espesa lágrima y deja caer el cuchillo con intensidad. La hoja de acero se clava en el vientre de la criatura y lo desgarra. El hada mueve el filo haciendo un corte vertical que va desde la entrepierna hasta el cuello. Una sustancia parecida a lo que había en el caldero comienza a emerger, pero en estado más espeso. La pequeña mandrágora emite un último grito sordo, y muere. — ¡Rápido, está lista! —Dice. Brea toma el cuerpo de la pequeña mandrágora y lo lleva hasta Eufemio. El viejo hace un patético intento de levantarse, pero se queda a medias. Las hadas recurren a su magia para sentarlo. Brea mete la mano en las entrañas de la mandrágora y pretende alimentarlo con aquella viscosa sustancia. Eufemio la hace a un lado, mira en torno suyo, confundido, y comienza a jadear silenciosamente al no reconocer nada a su alrededor. — ¿Qué es todo esto? ¿Dónde estoy? ¿A dónde he ido? Entonces vomita enseguida, y sigue vomitando por un rato. — ¿Qué es toda esta miseria? ¿Qué es esto que siento en el pecho? ¿Quién es este hombre demacrado y mugriento cuya carcasa ahora mi espíritu habita? El espejo… ¡El espejo! ¿Qué Dios inmisericorde me ha enviado a este pozo infernal? ¡No lo soporto! ¡Piedad! ¡Piedad! Aterrado Eufemio se levanta tembloroso, y con toda su rabia lanza un puñetazo al espejo, rompiéndolo en cientos de fragmentos que reflejan cada uno su demacrado rostro. Se desvanece sobre su vómito, intenta abrir los ojos entre balbuceos a penas audibles. —Brigia… Brea… ¿Dónde están? Las hadas acuden a su llamado, Brigia le acaricia el cabello y Brea levita delicadamente sobre su pecho. Ambas lloran en silencio, una sujeta su cabeza y la otra vierte con su mano la sustancia en la boca del hombre, que comienza a tragar. Brigia toma una de sus densas y brillantes lágrimas, luego una de las lágrimas de Brea, y las derrama sobre los ojos de Eufemio, que se va calmando hasta quedarse dormido. —Ahora debemos dejarlo descansar —Dice Brigia. Usan su magia para hacer que su cuerpo levite y lo vuelven a poner en la cama. La noche llega y transcurre lentamente. Ante la luz del fuego, la imagen del viejo comienza a cambiar. Le crece cabello en el desolado y baldío cuero cabelludo. Las arrugas se van desvaneciendo, de los ojos, de la frente, del resto del cuerpo. Las cicatrices se iluminan, se abren, y la sangre que brota de ellas vaga con ingravidez en derredor hasta tomar la forma de mariposas que revolotean por todo el recinto. Su ropa se limpia sola, toda la mugre que le impregnaba se desprende y se desintegra. Sus harapos cobran vida, los hilos se mueven, se entrelazan creando costuras, se transforman en seda. En pocos minutos el hombre viste un elegante traje morado. Sobre el bolsillo del pecho florece una rosa roja. A través de sus parpados se puede apreciar el intenso destello de sus pupilas. — ¡Brea, ven aquí! —Grita Brigia a su hermana, que se levanta apresurada de sus aposentos. — ¡Ha funcionado, la pócima está surtiendo efecto! Ambas se abrazan mientras el sol comienza a emerger, y los primeros rayos entran por la ventana. En Etilia la noche dura sólo unas cuantas horas.

Eufemio abre los ojos dando la bienvenida a un nuevo día. El sol brilla optimista, su voz resuena junto al cantar de los gallos reales, cuyas plumas de múltiples colores proyectan arcoíris al reflejarse en ellas la luz de helios. Un nuevo día… Eufemio salta de la cama bien vestido, como si emergiera triunfante de la cadavérica profundidad de un ataúd. La mortaja cae al suelo, su traje lanza aún destellos de la magia de las hadas. Brigia y Brea lo esperan a la mesa con un banquete de frutos desconocidos para el hombre común. Hay panqué de salvia, piñas de pino horneadas, mermelada de melocotón servida sobre corteza de sauce. Hay también corazones de ámbar recién cortados del árbol de la abundancia. Todo huele exquisito. Brigia y Brea besan simultáneamente las mejillas de Eufemio, que luce ahora como un hombre nuevo. Brindan todos con agua lumínica del pozo lunar y dan inicio al festín matutino. Eufemio alza su copa de bronce y declama —Brindo por ustedes, Brigia y Brea, y por el noble reino de Etilia, que me abrió sus murallas etéreas y me acogió como a un hijo. Los tres chocan las copas y se deleitan en las delicias que la mañana les ofrece. El que fuese antes un viejo es ahora un hombre fuerte y vital. Se mueve con la gracia y el vigor de la juventud, le han borrado la edad, y como una flor perpetua brilla dentro de una plenitud sempiterna. Terminada la primera comida del día, Eufemio siente ganas de salir a dar un paseo. Poco recuerda del delirio del día anterior, poco queda en su memoria de aquel dolor agudo que tenía como una daga, clavado en el pecho. Sale y como de costumbre el sol le saluda, acariciando su piel con una calidez que le recuerda al hogar. Bendice a Helios, y luego a cada flor a la que ha dado nombre. Y estas, como es costumbre, murmuran entre sí lo bien que luce el apuesto Eufemio. Se detiene ante el sauce y recarga su espalda en el tronco. El sauce le dice —Buen Eufemio, ¿Has disfrutado la dulzura de mi corteza esta mañana? Sobre mi madera crujiente, cronos no tiene jurisdicción alguna, soy eterno, acabo de nacer y he estado siempre aquí. ¿Cómo? Porque muero cada noche y nazco cada día, y ha sido así desde el principio de los tiempos. Cuánto le gusta hablar al viejo sauce, que de viejo no tiene nada, sólo el apodo. —He vuelto a ser un niño mientras de tus mieles me saciaba, y vi el recuerdo de mi madre materializarse en el vapor de la savia caliente. Querido sauce, yo que soy mortal sé apreciar mejor que nadie la ausencia del tiempo en tus raíces. Y dicho esto, el sauce soltó algunas lágrimas. Torció sus rígidos brazos hacia Eufemio y lo abrazó. —Humanidad arbórea que recubre nuestras figuras de arcilla cósmica, en este momento somos tú y yo, uno solamente. —Le dice el sauce y se separan sabiendo que siempre estarán unidos, no solo ellos, sino toda Etilia y el noble Eufemio. Continúa descendiendo alegremente por el sendero que lleva al pueblo, saludando a los sublimes pegasos que descienden de las nubes para pastar el heno dorado que recubre los amplios campos de la región. Siente ganas de correr sin rumbo, y cede a su infantil impulso. Se lanza entre los trigales, dibujando a su paso la figura del infinito. Se detiene en el centro, justo sobre el nudo, y se echa al suelo con una enorme sonrisa. Sobre su cuerpo pasan flotando las alegres mariposas que nacieron de su sangre. Etéreas pero contenidas por la imaginación en una de las formas más bellas de la naturaleza, y su aleteo es vida para el hombre, que ve la muerte alejarse mientras Helios Hiperión le sonríe desde arriba. —Nunca pensé nacer para conocer dicha más grande que la de habitar Etilia… Sin embargo aquí estoy, sintiéndome más vivo de lo que nunca pensé sentirme. Se sienta y contempla el horizonte, a lo lejos se puede apreciar el castillo del Rey Weissenbier, buen amigo de Eufemio así como todos sus cortesanos, que siempre le reciben con hermosas danzas y abundantes presentes. En la corte real se organizan siempre intensas bacanales, pero a este hombre de ánimo templado, poco le importan los placeres carnales que ahí se busca saciar. Él es feliz con el simple hecho de pisar esa tierra, para él la tierra prometida. Después de descansar un rato y regocijarse en su ánimo, decide continuar con su camino. De vuelta en el sendero camina en dirección contraria al castillo, hacia los límites del reino. Mientras recorre la vereda siente un ligero malestar, como un augurio de que algo no marcha como debería, seguido de un mareo que le hace postrar una de sus rodillas en el suelo. Se levanta y sigue caminando, cada vez con menos seguridad, dando pasos lentos para probar el cuerpo. De repente una intensa fatiga se abalanza sobre él, y con la poca fuerza que le queda alcanza a apoyarse en una enorme roca. Se da la vuelta y se desliza hasta quedar sentado sobre la tierra, con la espalda apoyada en el monolito. Se mira las manos, luego voltea al frente para apreciar el horizonte pero todo se ve borroso. Se talla la cara con las palmas, a lo lejos comienza a escucharse un ruido, es un golpeteo peculiar que va aumentando gradualmente hasta que siente una presencia frente a él. Levanta la cara y distingue una mancha borrosa que le estira el brazo. A tientas da Eufemio con la mano de la figura, que sujeta una cantimplora, y que por el tacto de su piel parece ser un anciano. La toma, la destapa y bebe con desesperación, luego derrama un poco sobre su rostro y la frota con sus palmas. Respira lenta y profundamente, con los ojos cerrados, tratando de recobrarse de episodio de fatiga aguda que sufrió hace apenas unos momentos. Vuelve a levantar la cara y abre los ojos tranquilamente. Le toma un momento enfocar, entonces aparece frente a él un anciano de espalda al sol. Su atención va directamente al rostro, donde detecta un detalle aterrador. Sus cuencas están vacías, algunas hormigas emergen de ellas, son enormes hormigueros de carne, y cuando abre la boca, alcanza a entrever que dentro no se encuentra una lengua, sino una serpiente. Eufemio se levanta y echa a correr antes de escuchar palabra alguna, por miedo a ser envenenado.

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