Odio a las cucarachas. Desde que tengo memoria siempre he odiado a las cucarachas. Desde que soy capaz de odiar, mi odio ha encontrado en ellas el objeto predilecto de su expresión. Lo odio todo de ellas: odio sus colores, odio sus formas, odio la totalidad de su anatomía. Odio su cabeza, sus antenas, sus patas. Odio verlas reptar por todos lados como si todo les perteneciera. ¡Bichos inmundos! ¡Criaturas rastreras! ¡Cúmulo de odio puro que me hierve las entrañas! Cuánto… Las… Desprecio (se vomita encima). El vómito se precipita al exterior, la bilis burbujeante finalmente estalla en volcánica erupción. Es el asco gástrico, el aborto de una imagen mal parida por la imaginación. Sí… Es el asco, el asco mismo, el sentimiento, salpicado sobre las paredes, sobre la cama, sobre todo en derredor. Veo también algunos restos de sangre color odio mezclados con la amarga y negra bilis. Las odio, no hay duda de ello, con toda la pasión de mis entrañas.

Mas si hay algo que odio de ellas, lejos de su monstruosa apariencia, es lo que hay en el fondo de sus ojos. Sí, sus ojos… Sus ojos de bicho. Van por el mundo pretendiendo ser solo eso, bichos, y como bichos son el más miserable de los bichos. Cualquiera lo sabe, cualquiera que las haya visto a los ojos… Sus ojos de bicho. Se arrastran incautas, y se deslizan con la más sutil hipocresía, cuando vagan por los rincones buscando mierda que llevarse a la boca. Mueren, una y otra vez, reventadas sobre la tierra, sobre el pavimento, sobre el sagrado suelo del hogar. Y lo profanan todo con su muerte, cuando su cadáver, embarrado en el suelo, se ríe cínicamente de nosotros por tener que limpiarlo. Pues saben bien que por cada una de ellas que muere, otras cien han de venir. ¡Qué imbéciles somos cuando, al escucharlas crujir bajo nuestra suela, pensamos que hemos acabado con ellas!

¡Jamás acabaremos con ellas! Las he visto llegar. Primero un par. Luego diez más. Al final había cientos, esparcidas por todos lados, invadiendo cada sección de la casa. ¡Oh plaga última! ¡Tormento más inmisericorde lanzado nunca sobre la estirpe de Abraham! ¿Qué hemos hecho los humanos para merecer esto? ¿Basta acaso con existir?

Una noche mientras dormía, no tranquilamente, sino dentro de un sueño infestado de paranoia, desperté paralizado sobre la cama. A escasos centímetros de la cama, sobre la mesilla de noche, había un par de cucarachas repartiéndose un pan rancio que había dejado ahí días atrás. Se deleitaban especialmente con las partes mohosas. Hablaba la una con la otra, con una voz chillona, harto irritante. —Falta poco— Decía una de ellas mientras se llenaba la boca de pan con moho —Falta muy poco, para que todos esos asquerosos bichos humanos se hayan extinguido…— La otra cucaracha se recostó.

Encendió un cigarrillo mientras se frotaba la panza satisfecha —Es increíble que exista una especie tan estúpida— La cucaracha que se encontraba comiendo respondió —Y se dicen los dueños de esta tierra… (Baja su cabeza y la agita hacia los lados, imitando un gesto de decepción) —Sin duda su mayor pecado, la vanidad, será también su perdición—.

Permanecían ahí, hablando como si nada, las muy putas, y yo sin poder moverme, con el asco, con el odio, con las entrañas que me hervían deseando poder levantarme para reventarlas. —Todo lo que hay que hacer es esperar a que se destruyan… Hemos alimentado las rivalidades, el odio ha sido esparcido por todo el globo. Hemos murmurado en sus oídos, mientras duermen, en las profundidades de sus sueños. Hemos susurrado sueños de plomo, sueños de guerra, sueños nucleares ¡Sueños de conquista! Pero no es su conquista la que llevan a cabo, no, ¡Es la nuestra! ¡En su auto-destrucción yace nuestra dominación sobre el mundo entero! (ríe a carcajadas) —La otra cucaracha reía también, hasta que comenzó a ahogarse con un pedazo de pan, entonces, a medio hablar, se puso a decir — Hablan de gobierno… Hablan de república, de democracia… ¡Hablan de comunismo! Si supieran que el comunismo fue ideado por las cucarachas… ¡Se echarían a reír, o tal vez a llorar! Tantos intentos fallidos de dominarse a sí mismos, y nunca sabrán que el único comunismo es el de las cucarachas. Morimos y vivimos todas como una, ninguna es distinta, todas son tan cucarachas como la más cucaracha de las cucarachas. — Comencé a sentir una nausea tremenda mientras era testigo de aquella conversación. Cerré los ojos con fuerza hasta que el sueño me llevó lejos, muy lejos, pero en aquel lujar, lejano y hasta entonces desconocido para el hombre, también había cucarachas.

Las odio tanto. Las he escuchado conspirar… Saben que lo sé, pero saben también que nadie jamás me creería, que ningún ser humano en su arrogancia pensaría que una cucaracha es capaz de dominar el mundo. Soy tan solo un loco más, una víctima muda de la verdad inminente: Las cucarachas conquistarán el mundo. Y lo harán sin mover una antena, haciendo uso de la mejor arma que tienen en su poder, nuestro odio. Nos harán odiarnos a nosotros mismos, como en el antiguo Egipto, como en la inquisición, como en el holocausto… Ahora preparan el golpe final, la guerra nuclear. (Se arrincona en la esquina de la cama) como individuo esto es todo lo que me queda. Mi vida se ha reducido

a esto… No he dormido en días, ya no puedo alimentarme, ya no puedo moverme. Me han exiliado en mi propio hogar, me han reducido a un rincón. La cama es lo único que me pertenece. Las escucho arrastrarse por el piso… Debo hacer algo, no puedo quedarme aquí, no puedo morir en este lugar, no puedo morir entre ellas. ¿Qué puedo hacer? Tienen el poder sobre todas las entradas y salidas, se han hecho de todas las fronteras. Estoy atrincherado, con el insecticida en mano, rociando los alrededores en un esfuerzo por mantenerlas a raya. Veo que algunas comienzan a caer, patas arriba, arañando la existencia, ahogándose en su asquerosa saliva de bicho. La emoción crece en mi pecho, hierve. La temperatura aumenta, gano terreno a medida que continúo rociando. Me lanzo de la cama al suelo, comienzo a aplastarlas frenético a la vez que el insecticida llueve sobre ellas. Es un estallido de odio visceral, un exterminio. Me desplomo sobre la cama, cae la lata de insecticida ya vacía. Algunas de ellas están aplastadas por el piso, sus cadáveres parecen haber implosionado. Otras yacen boca arriba, moviendo con fantasmagórica debilidad algunas de sus patas. Es una lucha ganada… Me digo a mí mismo. Es una lucha ganada. Sonrío vagamente, mis ojos se cierran, el insecticida huele a

victoria. Lo disfruto, disfruto la muerte de todas esas inmundas cucarachas. Es una lucha ganada… me digo. Es una lucha… (Se queda dormido).

Despierto de súbito con el corazón exaltado, palpitando desesperadamente como si deseara escaparse de mi pecho. No puedo mover un solo musculo, estoy paralizado. Intento moverme pero solo desencadeno un ataque de ansiedad, me falta el aire, la sangre se amontona en mis venas hinchadas, mis nervios están a punto de estallar. Miro a mi alrededor y siento que se me congela la carne. ¡Cucarachas! ¡Por todos lados! ¡En el librero! ¡Frente a la televisión! ¡Sobre los muebles! ¡Se desplazan libremente por toda la habitación! Mis ojos no dan crédito, mi odio se ha convertido en pánico. Frente al televisor, unas cuantas miran las noticias. Otras leen libros. Algunas fuman mientras beben restos de cerveza. Cantan, charlan, pasean por todo el lugar haciendo cosas de humano, como si fueran humanos. Siento algo insoportable, un cosquilleo intenso que se torna doloroso debajo de mi piel, ¡Es el asco! Siento como mis entrañas regurgitan, siento el impulso del vómito y hago lo humanamente posible para detenerlo. Mientras lucho entre la parálisis y la repugnancia absoluta, una figura vuelva ante la clara oscuridad de

mis pupilas, y se posa sobre mi pecho. La veo… Es una cucaracha. Y contemplo sus ojos, esos ojos de bicho, que me absorben lentamente la humanidad. Lo que hay ahí dentro, si pudiera escribirlo, lo que veo, lo que no veo. ¿Qué Dios sería capaz? díganme, ¿Qué Dios sería capaz de crear a una criatura como esta? De repente siento que lo veo, en algún lugar de aquel vacío intra-cósmico, en la vastedad de la nada de esos ojos de bicho. Ahí, en esas profundidades, se revela la inmensidad desconocida del cosmos que nos rodea, que nos envuelve… Que nos ha engullido y ahora nos digiere. Ahí dentro toda esperanza humana se extingue, toda existencia carece de sentido salvo la suya… La existencia de las cucarachas. ¿Qué Dios? ¿Hay acaso esperanza de ser juzgados por un Dios humano? Mis ojos sólo miran la bestialidad de lo absurdo tomar distintas formas, todas ellas incomprensibles para lo humano, y todas ellas me devoran. Ahí… En sus ojos de bicho se esconde el abismo cósmico, nuestra insignificancia en todo su horrido esplendor. —No más, no puedo… Seguir… No… Puedo…— (Vomita). Me ahogo, lenta y dolorosamente en mis propios deshechos gástricos. La muerte se hace presente en sus ojos, se anuncia, se

aproxima. En sus ojos de bicho… La nada… El vacío… Nunca pensé que acabaría así, en sus ojos de bicho… La muerte, el vacío… ¡De repente un movimiento convulsivo sacude mi cuerpo! El líquido que me asfixiaba sale disparado de mi garganta. Levanto medio cuerpo de la cama, como resucitando, y lucho por llevar aire a los pulmones. Inhalo con dificultad, me aferro con fiereza a la vida. Las cucarachas se alimentan de mi vómito, beben de mi nausea. Se mueven apresuradas, comienzan a subir a la cama hasta llegar a mi cuerpo. Las sacudo con violencia y me levanto. Aún débil, hago mi camino hasta la cocina, aplastando multitudes de cucarachas, con los pies, con las manos. Busco en la alacena todo el insecticida del que dispongo. Dos latas a la vez. ¡Muéranse perras! Grito mientras las piso y las rocío simultáneamente. Lanzo las latas vacías al suelo y tomo un par más. Sigo bailando como si estuviera poseído. Y sus cuerpos truenan, crujen, sus entrañas se derraman, y todo aquel sonido es música para mi danza. Siento un leve mareo. Mis piernas dejan de responderme y caigo al suelo, agitado, confundido. A penas puedo ver entre la espesa nube de veneno para insectos. El aire se torna denso, la garganta se cierra, los pulmones arden. Alcanzo a entrever el campo de batalla, algunas aún agonizan. Hay restos de ellas sobre mí, a mis lados. Estoy lleno de su sangre anaranjada, de sus vísceras babosas. Sonrío tanto como puedo. Debajo del refrigerador puedo percibir un movimiento. Una mancha negra que se eleva y se aproxima hacia mí hasta posarse en mi pecho. Está lo suficientemente cerca para que mis ojos puedan enfocarle. Es una cucaracha. Me mira, me mira profundamente, tan profundamente como nada jamás me miro. Ni la noche, ni la tragedia. Me mira… Con sus ojos de bicho. Con sus ojos de bicho mira mis ojos de humano. Nada será suficiente para acabar con ellas, con aquello, con lo que se esconde detrás de sus ojos de bicho. Me arrastro convaleciente hacia la estufa, que se encuentra a escaso medio metro de mí. Abro una de las llaves, el gas comienza a salir. Nuevamente me arrastro, sintiendo el dolor en cada célula de mi cuerpo, hasta alcanzar un cajón. Lo abro y saco del interior una caja de cerillos. La cucaracha vuela por los alrededores. Detiene el vuelo sobre una silla, y desde ahí me mira. La miro de vuelta, seguro de que esto es lo único que puedo hacer. Sé que jamás acabaremos con ellas, pero sé también que esta batalla la he ganado yo. No moriré ahí, no moriré dentro de sus ojos de bicho. Respiro el aroma del gas, la miro a los ojos por última vez. —Au revoir—, murmuro. Prendo el cerillo, un estallido y luego todo es oscuridad.

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