MI VIDA ENTERA

MI VIDA ENTERA

Marisa Risco

20/04/2021

Hijo, estas son las últimas páginas de mi diario. Voy a dedicártelas a ti a modo de despedida. Cuando cierre este tomo serán ya 56 escritos, mi vida entera, y el último que escribiré ya a mis 72 años. Te los lego a ti y te los entregará mi abogado. No sufras. No te enfades. Espero que puedas llegar a comprenderme. No tienes que leerlos si no quieres, pero al fin y al cabo esta será tu herencia, la única que puedo dejarte.

Como verás (si es que llegas a leerlos) el primer diario lo empecé con 16 años. Fue un regalo de cumpleaños de mi amiga Matilde, que había emigrado hacía poco a Barcelona con sus padres y estaba aprendiendo nuevas costumbres refinadas. Me lo envió por correo y me lo trajo Emilio el cartero hasta casa. Lo abrí con manos temblorosas bajo la supervisión férrea de mi madre, que no me quitaba ojo con desconfianza, porque se había corrido el rumor que había hombres desconocidos que engañaban a las jovencitas con cartas de amor y luego se las llevaban a Madrid con algún engaño y las prostituían. Abierto el paquete, vi escrito en portada “Mi diario” con una caligrafía como en los tiempos del Quijote. Mi madre me lo arrebató de las manos y leyó con ojos inquisitivos la dedicatoria “Para mi mejor amiga, feliz cumpleaños. Siempre. Matilde”. Lloré de emoción mientras tu abuela rebuscaba  entre las páginas en blanco algún mensaje secreto. Hecho el escrutinio me autorizó a que me lo quedara, una vez acabadas todas mis las labores.

Mi madre llevaba con disciplina de hierro a la familia. Tu tía Petra, la mayor, trabajaba en el taller de Sagrario como costurera. Tu tía Ifigenia limpiaba la sacristía y la casa del cura. Tu tío Nicasio, no trabajaba, estudiaba (o hacía como si lo hiciera) porque como único varón que era  se le daban estudios. Yo ayudaba en la casa y en el huerto y con los animales, que era lo que más me gustaba, porque era cuando me quedaba sola lejos de la supervisión continua de mi madre y de sus continuos “niña despierta que mira que chapuza has hecho”, “mira, no vales ni para limpiar”, ”este guiso está salao” y más cosas que mejor ni acordarme. A mi padre ni lo veía, el pobre hombre, porque era  panadero, y mientras trabajaba de noche nosotros dormíamos y al revés.Y así era nuestra vida.

Pero el día que recibí desde Barcelona mi primer diario, me hice el firme propósito de escribir cada día en él, como si mi vida en aquél pueblo perdido de Extremadura fuera digna de contarse diariamente.

Por aquel entonces solía anotar cosas tontas, insignificantes, inocentes. Como el nuevo traje que lucía  la hija del médico el domingo en la misa de doce. El teléfono que había instalado Elvira en la tienda, desde donde llamaba todo el pueblo a cambio de unas pesetas. O los paseos con las amigas arriba y abajo de la plaza comiendo pipas. Nada. Cosas de chiquilla. Porque en esos tiempos me daba apuro dejar ahí escrito que mi hermano, por ser el hombre, me trataba como una criada y, mientras yo le lavaba la ropa, él se iba  con los amigos a darle al morapio  y a mocear con las chicas del pueblo. Tampoco hablar  de las burlas de tía Ifigenia, rolliza  ella y de buen lustre, recordándome, sin aparente mala intención, que ningún mozo me sacaba a bailar, porque era como una escoba,  delgaína, escuchimizada, mala de agarrar por ninguna parte. Y sobretodo me daba vergüenza la cascada de insultos de mi madre, su desprecio y algún que otro tirón de pelo, bofetadas sueltas y empujones. Por entonces todo esto parecía normal, pero a mí me iba naciendo la serpiente. La serpiente, ese nudo que empieza en la boca del estómago, y con el tiempo va creciendo por el vientre y los pulmones y acaba ocupándolo todo, toda tú, y ni el psicólogo puede arrancártela ya, si no matas la bicha a tiempo, y al final ni respirar puedes.

Y, aunque mi diario estaba lleno de hechos insulsos y dibujitos cursis, cumplí mi propósito de escribir día a día y cuando lo acabé le pedí a mi padre que me comprara otro. Y, a falta de uno catalán y sofisticado con las letras quijotescas retorcidas en la portada, me regaló una sencilla libreta extremeña, con los renglones señalados de dos en dos en azul. Copié la portada del primero y puse “Mi diario 2”,  como verás, si es que lo lees. Se lo pedí a mi padre, que era más comprensivo y compartía mi afición por las letras, aunque nunca hablábamos de ello. Lo supe cuando un día apareció debajo de mi almohada un libro. Una novelilla de vaqueros, gastada y que seguramente leía en secreto, en sus duermevelas noctámbulos mientras se cocía el pan. Tenía una dedicatoria en su interior “Hija, si te gusta escribir tienes que leer, así se aprende”. A esta le siguieron otras muchas y fueron el humilde camino que me condujo a escritores más ilustres.

Y así seguí, hijo, escribiendo tomo a tomo, con su número de serie, mi irrelevante vida, mientras engordaba a la serpiente. Solo mi letra corriendo por las páginas vacías de mis diarios eran capaces de aplacarla.

En el quinto tomo vino tu padre. Era un muchacho apuesto, un forastero de Mérida, que vino en la viajera con tan solo un petate y su uniforme recién estrenado de guardia civil. Una gran novedad en el pueblo, porque ya quedábamos cuatro jóvenes, y las solteras seguíamos paseando por la plaza comiendo pipas y lanzando miradas furibundas a los pocos mozos que quedaban ya en el pueblo. Muchos habían seguido la senda de la familia de mi amiga Matilde y habían emigrado a Madrid, a Barcelona o a Mallorca. Tu tía Petra estaba ya casada y en Madrid. Ifigenia en Barcelona, en una fábrica de Sabadell, que hacía pantalones a mansalva y ella los doblaba. Tu tío…bueno, ya sabes lo que le pasó a tu tío, para qué contar, si se me revuelven las tripas.

Tu padre, que entonces no estaba gordo, salía de la casa cuartel hecho un pincel, y se paseaba con el uniforme pavoneándose, para que le vieran todos. El cinto con la pistola bien bruñida a la cintura, y el tricornio ceñido a la frente, que ni se le movía ni se le daleaba. Tengo que admitir que era la admiración de las muchachas, con ese pelo negro ensortijado y los ojos negros encendidos siempre.

En el cine de verano Nicanor, que era el dueño, tanto ponía películas de la época como montaba bailes, que ahora se llamaban guateques según decían en las canciones y en algunas películas. Había comprado un tocadiscos que sonaba regularmente y con las butacas en hileras de a cuatro formaba un cuadrado que era la pista de baile. Al fondo, junto a la pantalla, se servían bebidas, mayormente Mirinda y Pepsi y algún quinto de cerveza. Las muchachas llevábamos siempre carabina, las hermanas ya casadas o las madres, y solían sentarse juntas en las butacas sin quitarnos ojo.

Ya solo me quedaban dos amigas en el pueblo y siempre iba rezagada, escondida tras ellas, porque mi hermana Ifigenia hizo bien su trabajo y me sentía la más fea, incapaz de merecer a algún mozo.

Cuando entró tu padre en aquel guateque hubo un revoloteo de muchachas cacareando como gallinas cluecas. Mi madre me asestó un codazo en todas las costillas. “Ese muchacho, el guardia civil, el nuevo, te está mirando. Tú ni te muevas” , me dijo. Bajé la vista y procuré no encontrarme con su mirada. Sentía vergüenza solo de pensarlo.

Pero tu padre, hijo, era listo como un zorro. Y antes de acercarse a mí se ganó a mi madre con arrumacos y zalamerías, hasta que al fin ella consintió, orgullosa de entregar a su hija pequeña a aquel pedazo de hombre, apuesto, bien colocado, con una buena posición y un buen futuro por delate. La joya de la familia.

No decidí nada ¿Por qué tu padre se fijó en mí? Ahora que escribo para ti estas páginas finales en mi último diario creo que es mejor que te sea sincera. Yo creo que tu padre se fijó en mí porque agaché la cabeza.

Luego vinieron los “no te pongas ese escote que pareces una guarra”,no mires a ese”, ”no hables con esa”, y todas esas cosas que a mí me parecían normales porque tu padre me quería, porque tu padre me hacía el honor de quererme, mientras la bicha engordaba como una anaconda inmensa en mi turbio Amazonas.

Y pasaron los diarios. Y me casé. Y naciste tú. Tú, mi vida entera. A ti me entregué con la devoción que una se entrega a un pequeño dios. “Es mi consuelo”. Escribía en mi cuaderno. “Es mi alegría” .“Será mi compañero”. “Mi ojito derecho”. Delirios de una madre. Ahora
sonrío con ironía cuando pienso en todo eso. Porque al crecer, tu padre te hizo más suyo, compartiendo contigo sus aficiones de macho que a ti te parecían hacerte más hombre.

Hijo, no pienses que no te entiendo, al final cada uno va a lo suyo, y tú tiraste por el camino que más te convenía, arrimándote al árbol que mejor sombra te daba. Cuando quedaron atrás los tiernos abrazos protectores de tu madre en la infancia, fueron más necesarias las fortalezas masculinas de tu padre, y su capital, que al fin y al cabo era el que mandaba en el dinero y el que pagaba tu carrera y tus caprichos. No es un reproche. Es la pura verdad.

Y al fin llegué a este último diario. Tú con tu vida hecha, y yo sola en casa con tu padre, cebado de chorizo y panceta, que era lo que más podía gustarle, y con la panza a rebosar de cerveza y güisqui y los pulmones negros de los puros que fumaba. El fanfarrón decía que nada podía tumbarle, que era un toro, pero justo un día, como ya sabes, fue ese pequeño músculo que tenemos en el centro del pecho todos (aunque hasta ese momento yo dudaba que tu padre tuviera uno) el que dio su último aleteo y se paró. Infarto fulminante. Lo digo sin pena, porque ahora no tengo por qué agachar la cabeza, ya no, ni por ti.

Y bueno, hijo mío, mi vida entera, aquí la tienes, te la entrego en estos diarios.

Llegó el momento de las despedidas, de escribir los últimos párrafos.

Todo empezó hace un año, cuando topé por casualidad con este titular en El Diario Digital: “Heidi Hetzer, una abuela alemana de de 77 años, hace realidad sus sueños y da la vuelta al mundo con su viejo coche restaurado y su mecánico”.

Y ahora, hijo, no quiero que te enfades, pero desde que leí esa noticia supe que aún estaba a tiempo de matar a la bicha, de arrancármela, aniquilarla . He tardado un año entero en averiguar cuáles eran mis sueños, porque de tanto abandonarlos parecía que no los tenía. Mientras tanto he vendido todos los pisos, los de Madrid y el Escorial, el apartamento de Matalascañas, la casa del pueblo y la de Mérida, todos las tierras y los olivares, y en fin todo lo que tengo lo he vendido, y a ti te he dejado el piso que te dejó tu padre para que vivierais tú y tu mujer, eso no lo he tocado.

Mi abogado te informará de cómo han quedado las cosas. No te enfades. Como Heide Hetzer me voy a dar la vuelta al mundo con una caravana de lujo, y, claro, mi joven asistente, por eso no te preocupes que es un chico bueno y competente y, por la cuenta que le trae, me trata como una reina.

Ya no necesito escribir más diarios, ahora al fin veré en directo la vida que me quede.

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