Dos petirrojos sin color

Dos petirrojos sin color

NMVO

20/04/2021

Despertaba cada día, cada mañana, siempre a las 4 AM en punto, como si tuviera una competencia con el sol, como intentando demostrar que él mandaba y que ni la gran estrella podía regirle para despertarlo con tales rayos deslumbrantes.

Ya de pie, parecía tener la urgencia de vestir aquel suéter gris oscuro y sus pantalones perfectamente combinados con ese gorro tejido que llevaba con él como un tesoro. Ya vestido y con suficiente energía, no quedaba más que salir al frío exterior, donde todas las personas de su calle aún en silencio dormían. Y así, continuando con el sonido de la puerta cerrándose y el ruido del motor del carro que afuera esperaba por él, iniciaba su día.

Su rutina de todos los días. Una rutina que ocurría mientras yo, aún en sueños, me encontraba volando encima de un dragón, o probablemente lanzando un hechizo de magia a aquel enemigo sin nariz.

Vaya falta de carácter para una niña de apenas siete años, a la cual, el sol sí regia y dominaba cada mañana, con esos rayos deslumbrantes entrando por la pequeña ventana de la habitación, anunciando que había llegado el momento de bajar de ese dragón y despertar. Nada comparado con el abuelo, que muy probablemente a esa hora de la mañana ya había hecho mil cosas en su trabajo, como saludar a los pocos trabajadores que al igual que él llegaban mucho antes de la hora de entrada, hablar con su compañero de la importancia de ser puntuales y responsables con el trabajo. Y exponer su repetido discurso sobre el impacto que tenía su labor para la ciudad.

Mientras yo, apenas intentaba tomar fuerzas y ánimo para vestirme con aquel absurdo uniforme e ir a la escuela. Hacer mi mayor esfuerzo por estudiar, pensando la mayor parte del tiempo que dirían mis padres, si a esa edad decidía abandonar mis estudios y trabajar dignamente como el abuelo desde las 4 AM.

Esos pensamientos se esfumaban en cuanto la hora de salida llegaba. La mejor parte del día era escuchar aquella campana para volver a casa y saber que el abuelo iba a estar esperando sentado en su silla, leyendo y tomando su refresco favorito. Me gustaba pensar que él también se alegraba de saber que yo iba a llegar, dispuesta a escuchar toda una hora entera, sobre aquella vez que jugó el mejor partido de fútbol cuando tenía nueve años. Dispuesta a imaginar nuevamente, aquel recuerdo de como metió tantos goles que perdió la cuenta, y que ni los regaños de su madre por volver casi al anochecer, le importaron, «Yo estaba feliz, lleno de lodo. Mis amigos aplaudían, reían, gritaban… Debiste verme» decía.

Amaba su expresión al contarme aquel partido de fútbol. Me hacía pensar en todas las historias que yo iba a contar a la edad del abuelo. Solía tener una libreta en dónde escribía de vez en vez, alguna aventura que yo consideraba digna para mis nietos.

Prosigue admitir que también amaba la parte en la que el abuelo servía un poco de su refresco favorito, en un pequeño vaso para mí. Era de un sabor único, refrescante y me hacía sentir como en esas películas de vaqueros, dónde entraban a aquel lugar (que en ese entonces yo no sabía que era una cantina) y tenían una buena historia por contar, pidiendo una bebida selecta. Así éramos el abuelo y yo, dos vaqueros platicando después de un pesado día entre caballos y pistolas.

Al terminar cual fuera su historia, por lo general mi abuela era la que daba por terminada nuestra charla, para apoderarse de la atención del abuelo y que de una vez por todas le dijera qué prefería comer ese día y así iniciar la preparación.

Tristemente yo, a diferencia del abuelo, debía realizar tarea y quehaceres en la casa junto con mi mamá. Impedimento suficiente para no pasar más tiempo con el abuelo.

La mesa que utilizaba para hacer mis deberes, se encontraba ubicada a un lado de la ventana que daba hacia el patio. Y ahí, bajo una enorme buganvilia, el abuelo solía sacar su silla y mirar todo lo que más podía. De a ratos se quedaba como hipnotizado.

Yo podía pasar un largo rato observándolo sin que se percatara. Intentaba descifrar sus pensamientos pero no lograba tener éxito. Esa expresión de tristeza, nostalgia o sabrá Dios exactamente de qué sentimiento se trataba. Yo solo podía ver al abuelo tan lejano y ausente de todo.

Quizás pensaba… recordaba épocas, épocas dónde cargaba su balón de fútbol y soñaba con ser el mejor futbolista de la historia. O aquellas épocas dónde acudía a la universidad y sentía que sería el mejor abogado de la historia, dispuesto a cambiar al mundo entero con aquel libro de su autoría; «El derecho de los Indios».

Recordando tal vez… aquella muchacha de vestidos delicados y finos modales, que le sonreía cada que él pasaba frente a su casa, en alguna de las calles del antiguo Coyoacán. Aquella muchacha que en mis tiempos de infancia se daba el lujo de interrumpir la charla de dos vaqueros. Abuela, la llamo yo.

Quizás añoraba esos tiempos con sus amigos y con mi abuela, joven y despampanante tomando su mano. Viéndose furtivamente porque la familia de ella jamás aceptaría que aquel joven que a duras penas tenía para los pasajes, se atreviera a enamorarla.

Yo a mis siete años no entendía todo lo que él pudiera estar sintiendo, y honestamente el enigma que me causaba el abuelo no se resolvía ni se resolvió con el paso de los años. Sólo tenía claro que admiraba al abuelo, deseaba tener un poco de su valor para desafiar así a las malas situaciones, poder vivir mis propias aventuras como las que él tan radiante me contaba.

Con el tiempo, las charlas empezaban a tornarse en un tono más serio. Probablemente me miraba crecer y cambiar. A veces ya no sentía que eran pláticas entre dos vaqueros, sino consejos de un hombre sabio que preparaba a su pupilo para enfrentar lo que fuese.

Quiero pensar que de alguna forma quería dejarme las mejores lecciones de vida para así yo poder prevenir errores o sufrimientos innecesarios; “Vales más de lo que crees. Jamás dejes que alguien intente contradecir eso”, “Haz lo que creas que es mejor para ti”, “Lucha contra lo que sea para lograr el sueño que tengas”, “Hoy estás sola, pero no por mucho. Querrás compartir tu vida con alguien, y deberás asegurarte de que aquel sepa realmente la fortuna que tiene de que camines a su lado, de lo contrario, mejor sola”, me decía tomando muy fuerte mi mano.

No tenía tanta madurez para comprender tantas cosas que el abuelo quería expresarme. Yo sólo pedía a Dios que le permitiera verme realizando todo aquello que tanto me pedía hacer o me aconsejaba.

Al terminar uno de sus consejos, tomaba su bastón y con más dificultad que antes, se paraba de su silla y dejando un rastro de silencio y nostalgia se iba.

En aquellos tiempos, cuando llegaba de la Universidad, cansada y agotada, abría la puerta de la casa y me asomaba a la cocina, sólo para confirmar que el abuelo ya no estaba en su silla. Ya no salía de su cuarto, ya no le ganaba a la gran estrella a despertar. Jubilado y con menos fuerza, pasaba el día viendo el fútbol y por las noches leía horas y horas, tanto como el sueño se lo permitía. Lo sabía porque muchas noches pasaba por su cuarto y veía la pequeña lámpara encendida.

A pesar de ya no tener siete años, todavía me gustaba observarlo sin que se diera cuenta. Me sentaba afuera de su cuarto y lo veía leer desde la ventana. Había momentos en los que pausaba su lectura, miraba hacía al frente y quedaba con la mirada fija hacia algún punto. Quizás analizaba lo leído o recordaba algo, posterior a eso continuaba leyendo. Algunas veces me escuchaba cuando estaba afuera y me hablaba para leer con él. Intentaba pasar el mayor tiempo posible, pero a veces sin palabras, yo entendía que él ya no tenía tantas energías para compartir tanto tiempo con alguien.

Yo notaba y no aceptaba que el abuelo empezaba a distanciarse de todos. Sus libros y sus pensamientos se volvieron su compañía favorita.

Con el pasar de los días, se notaba ese cansancio en su cuerpo. Una guerra entre él y el agotamiento existía todo el tiempo. No parecía tener gran ventaja, parecía que iba perdiendo.

En los momentos que yo sentía que el abuelo estaba dándolo todo y aun así no lograba poner un pie fuera de la cama, yo le llevaba su refresco, un poco de comida o el pan que solía comer todos los días, intentando hacer que mi viejo compañero vaquero me contara una historia, pero yo sólo iba de fracaso en fracaso. Su Doctor de cabecera parecía tener más éxito que yo en esa área porque siempre lo hacía hablar.

Una tarde en la que el abuelo parecía ya no tener ni la más mínima energía, el Doctor acudió a revisarlo. Había preocupación en el aire, no había enfermedad en su cuerpo, sólo cansancio, tal vez, no lo sé. “Necesita descansar unas horas y estará bien” pensaba yo. Intenté pasar ese rato con la mente en algo más y decidí tomar mis herramientas para dibujar dos petirrojos. Uno al lado del otro, parados en una pequeña rama con hermosas flores. Sólo les faltaban algunos detalles y colorearlos, para finalizar aquella obra. Y entonces, el Doctor nos anunció que el abuelo estaba tan débil, que la vida se le podría ir en un suspiro. Fui demasiado optimista al creer que el abuelo moriría en días. No pasaron ni veinte minutos de que el Doctor se había ido cuando el abuelo murió.

Dos pensamientos se clavaron en mi mente en ese instante; “El abuelo había muerto” y “Mis petirrojos no tienen color”.

Fue extraño, y aún se siente raro pensar en ese día. Recuerdo que el tiempo se volvió lento y pesado, como si algo estuviera atado a mí y no me dejara mover. Tantos pensamientos clavados como agujas. No hace mucho que estábamos riendo en la cocina, contando historias y ese día un féretro se enterraba.

No lloré aquel día. No comí, no dormí. Fue hasta tres meses después que entre a su cuarto y estaba totalmente vacío, así como yo. Ese día lloré por horas, todo lo que no había llorado en meses decidió salir.

Jamás volví a tocar aquel dibujo de petirrojos, no les puse color ni realicé los últimos detalles. Quedaron tal cual como aquel día que me sentí incompleta y sin color.

Sé que llegará el día en el que la vida se me vaya en un suspiro, y en algún lugar, en algún tiempo, donde sea que esté el abuelo, lo veré nuevamente para compartir aquel refresco favorito y decirle que siempre hice lo mejor para mí, que luché por lo que algún día soñé, que me enamoré de aquel afortunado que me amo y yo amé. Contarle aquello que logré y cuánto amé vivir.

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