Abro la puerta, la casa está vacía. Camino por el living, la oscuridad lo invade, la biblioteca es lo único que queda. Entro a la cocina, la persiana apenas levantada me deja ver el parque, el parque por el que corrí tantas veces siendo pequeña. Abro la canilla, el agua no sale, hasta que escucho un sonido ronco que viene como desde las entrañas de la casa, el agua aún no sale… Pongo las manos abiertas debajo de la canilla, y de repente, sale agua fría, tan fría que pareciera que me pincha los dedos como agujas. Dejo la canilla abierta, el correr del agua retumba en la casa hueca; los recuerdos de la abuela que me hacen tanto ruido vuelven con el agua. Quisiera que estuviese acá, conmigo…, pero no está, todo se terminó el día que se la llevaron…
Vuelvo al living, con un poco de luz que entra por ese enorme ventanal, me fijo qué libros quedaron en la biblioteca. Estos libros cuentan la historia de ella; son todos los que leyó. Agarro los que vine a buscar: Las mil y una noches, El Martín Fierro y todos los tomos de la enciclopedia. El primero que elijo es Las mil y una noches y, antes de guardarlo, me fijo si tiene algo dentro; mi abuela solía esconder entre las hojas recetas y recortes. En segundo lugar, agarro El Martín Fierro, uno de los libros preferidos de ella, se sabía casi todos los versos de memoria. Ahora no se acuerda de nada… Acerco el libro hacia mí, el olor a madera o a limón de las hojas…, ese olor a libro viejo… Cierro los ojos, es como si pudiera sentirla acá tomando un whisky y leyendo. Aprieto el libro contra mi cuerpo, la abuela no va a volver nunca más… Ni a esta casa ni a estos libros ni a estar nunca más conmigo.
Me acerco al ventanal del living, a ese ventanal que fue mi compañero en las tardes de espera. Cuando era chica estaba parada aquí mismo, esperando que mamá viniera a buscarme. Podía quedarme un rato largo mirando hacia la calle y esperando que llegara, parecía como que alguien detenía las agujas del tiempo porque la tarde no pasaba y mamá tardaba demasiado, a veces hasta días en volver. Esa tarde de julio hacía frío, la abuela se había levantado de la siesta y al rato sonó el teléfono. Me parecía que hablaba con mamá, cuando le pregunté quién había llamado, no me respondió, le dije “¿era mi mamá?”, y con un gesto de aplomo movió la cabeza diciendo que sí. “¿No va a venir, ¿no?”. Estábamos las dos en la cocina, yo esperando una respuesta y ella callada, preparando una salsa para la cena… Mamá no iba a venir, ¿y mi papá? Entonces dije: “Abuela, ¿y mi papá? ¿Por qué nunca viene?”. Dejó de cortar la cebolla, me miró fijo, y dijo: “Tu madre y yo somos tu única familia”, y estiró su mano hacia la mía para acariciarla. Y yo en cuestión de segundos quité mi mano y salí de la cocina. Me fui corriendo a refugiarme en mi árbol, en el árbol donde iba cada vez que buscaba consuelo.
El ruido del agua me distrae. Guardo el libro en la mochila. Al lado de la cocina, el comedor diario. Las sillas son las mismas que antes, solo que ahora están rotas y agujereadas; donde estaba la estufa hay un agujero. En esa estufa, la abuela calentaba mi pijama y las medias antes de que me fuera a dormir. Miro hacia el techo, está lleno de telas de araña, con lo que a ella le gustaba tener todo tan limpio… Creo escuchar pasos, es como si de pronto tuviera la sensación de que ella va a entrar por la puerta del comedor. La imagino con su poncho, sus alpargatas y sus pelos despeinados, arrastrando los pies. Imagino una vez más me va a enseñar a hacer manteca, me va a cocinar los fideos tirabuzón con salsa, los buñuelos y va a preparar el café con leche como a mí me gustaba… Mamá no fue mi familia, y si lo fue no lo puedo recordar, y a papá me lo negaron, me privaron de conocerlo. Mi abuela fue la única familia que tuve. Quisiera que estuviera acá, que fuera realidad todo lo que imagino, pero no está.
Recuerdo una mañana de otoño. Había llovido durante toda la noche y a la mañana me había despertado con el ladrido de uno de sus perros. La cama de mamá estaba vacía. Tardé en levantarme y cuando lo hice subí la persiana: seguía lloviendo y el pasto estaba lleno de charcos. Lo otro que pude ver fue el eucaliptus. Al costado de él se había formado un gran charco, lleno de barro y hojas. Salí del cuarto y fui a la cocina a ver a mi abuela. Estaba de mal humor, decía que no le habían traído el diario por culpa de tanta lluvia. Le di un beso y enseguida dijo que tenía el café con leche preparado, que sólo le faltaba colarlo. Si tenía nata, ella sabía que yo no lo iba a tomar. Puso el pan árabe en la tostadora y sacó de la heladera la manteca y el dulce casero de frutilla que hacía ella. Acomodó todo en la mesa y se sentó a mi lado. Tomé el café con leche y comí el pan tostado en un breve espacio de tiempo. Quería salir de la casa para ir al parque, pero sabía que la abuela no me iba a dejar, así que esperé que se fuera a duchar. Cuando terminé de tomar el café con leche, mi abuela se levantó y se fue al baño, pero al rato la vi volver. El agua no estaba lo suficientemente caliente como para que ella pudiera darse una ducha, así que dijo que la iba a dejar para más tarde y que en reemplazo se iba a acostar: le dolía la cabeza. Me aconsejó que me pusiera a dibujar… En cuanto la vi irse salí corriendo hacia el parque, era todo para mí. Me saqué las zapatillas y empecé a caminar por el pasto, estaba mojado, más no me importaba; los perros me acompañaban. Seguía lloviendo, las gotas no dejaban de mojarme. Levanté la cara hacia el cielo. Comencé a girar con los brazos y con las palmas de las manos hacia arriba; mi cuerpo se entregaba a la sensación del mareo; el agua fresca me hacía cosquillas. Uno de los perros me miraba y ladraba. Di muchos giros sobre el mismo lugar, cada vez más rápido, hasta que caí al piso, y me reí del mareo que tenía. La perra que me ladraba vino hacia mí, moviendo la cola. Me levanté y empecé a correr por todo el parque, con los perros siguiéndome. De lejos, escuchaba los gritos de mi abuela:
─¡Nena, te vas a enfermar! ¡Vení para acá, no me hagas ir a buscarte!
Seguí corriendo por todos los charcos que me faltaban; incluido el que estaba al lado del eucaliptus; a cada paso el pasto mojado se dejaba acariciar por mis pies, que se hundían en los charcos, se refrescaban, se ensuciaban. Podía sentir cómo el agua se escurría con cada pisada y, cuando los levantaba para dar el siguiente trote, las gotas de barro y agua me salpicaban las piernas. Corrí hasta cansarme, en realidad hasta que dijo:
─¡Si no venís no hay más televisión!
Estaba tan entretenida que no noté que los perros habían dejado de seguirme. Los busqué y fue rápido encontrarlos: estaban parados, estupefactos, con las orejas hacia atrás y la cola entre las patas, mirando hacia la puerta de la cocina en donde estaba parada mi abuela, con cara de enojada. Se puso a gritar como loca, que me iba a agarrar un flemón o una bronconeumonía. Seguí corriendo, sin hacerle caso hasta que salió desesperada para agarrarme, caminaba a paso de soldado, con los pelos parados, las pantuflas y el poncho.
Vuelvo a la cocina, a esa cocina donde ella cocinaba para mí. Cierro la canilla. «Ya es tarde para volver a casa», pienso y voy hacia el cuarto de ella. En el piso está el colchón, la cama también se la llevaron. Me miro en el espejo y como un deja vú regresa ese recuerdo de cuando saltaba sobre su cama, era una de las cosas que más me gustaba hacer. Y a ella también le gustaba, porque se ponía a cantar y a reír. De pronto, me dan ganas de saltar en el colchón y salto, salto como si fuera chica, y canto esa canción que ella siempre me dedicaba: “Iba una chiquita por la calle, iba caminando con soltura, todos se paraban a mirarla… Chiquita, qué linda sos, chiquita de pimienta, qué pimienta tiene al caminar”. «¿Vos sos la chiquita de pimienta?», me preguntaba cuando terminaba de cantarla. Y yo le decía que sí. Sí era su chiquita de pimienta y también quería verla sonreír o que me diera un beso en la mejilla después de cantarme la canción. Con el paso de los años, la abuela empezó a preguntarme reiterativamente si yo era su chiquita de pimienta, lo hacía después de cantar o en cualquier momento del día; no entendía por qué era tan reiterativa, si le estaba pasando algo, hasta que un día mamá me dijo que la abuela estaba enferma…
Sigo saltando, las lágrimas empiezan a salir, me nublan los ojos, y en un último salto me dejo caer tirándome boca arriba sobre el colchón. Se me entremezclan las lágrimas con una sonrisa al recordar todo lo que la amé, ella fue la persona más importante que tuve en mi vida durante 35 años hasta que llegó mi hijo. La abuela lo fue todo para mí, cuando dejó este mundo una parte de mí se fue con ella; la abuela quería ir a mi casamiento y nunca me casé, quería conocer a mi hijo y se murió antes de verlo, solo supo cuál iba a ser su segundo nombre; la abuela quería mi felicidad, siempre estaba allí para lo que yo necesitara, era mi madre, mi padre, lo era todo.
Al rato de dejar de estar quieta comienzo a sentir frío, tengo los pies congelados. No hay ni una manta. “Ojalá estuvieras aquí para frotarme los pies como cuando era una niña”, digo en voz alta. Y comienzo a entrecerrar los ojos, quisiera dormir, pero no puedo si tengo los pies fríos. La abuela no va a volver nunca más. Ella siempre cuando se despedía de mí me decía “Hasta siempre, mi chiquita”, y yo no pude despedirme de ella ni el último día de su vida ni entrar al velorio; solo me queda el recuerdo de la última vez que la vi en el geriátrico que le dije que la amaba, y ella me sonrío.
Cierro los ojos, imagino que estoy debajo de muchas frazadas; no puedo parar de llorar, no puedo dejar de extrañarla, si no la hubiera dejado sola, si me hubiera quedado a vivir con ella… Recuerdo su forma de caminar lenta e imagino que viene hacía mí, que se acerca, me sonríe, se sienta a mi lado, y acariciándome los pies me pregunta: “¿Cómo está mi chiquita de pimienta?”.
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