Como cada mañana, el sol tocó y traspasó la ventana de la habitación para caer levemente sobre la cama vacía; como cada mañana, él ya no estaba en la cama a esas horas.

El señor Vicente siempre fue un hombre trabajador que no esperaba por el sol cada mañana para comenzar su día. Como buen hombre del campo, criado a la vieja escuela por sus padres y hermanos mayores, aprendió que el tiempo siempre apremia.

O al menos eso pensaba.

En aquel momento en que rebosaba de juventud aprovechaba cada hora que el día podía darle, trabajaba horas extra para dar un mejor futuro a su esposa y a su único hijo; en fin, sentía que el tiempo no pasaba por él sino él por el tiempo.

Hasta que ese día llegó. El día en que Dolores dejó su lado hace unos años. El tiempo, pensó él, finalmente había llegado a pasarle la factura de sus años de olvido. Sus años de hacer y hacer, pero no pensar en lo verdaderamente importante: su familia.

Vicente podía sentir el peso de los años en sus hombros, aunado al peso de aquellas cosas que se arrepintió de hacer… De aquellas cosas que se arrepiente no haber hecho. Cuantas palabras quedaron en su cabeza y que nunca pudieron salir. Cuántas otras quedaron en su pecho al darse cuenta que el tiempo había pasado.

Como cada mañana, Vicente disfrutó de un café bien caliente acompañado del frío de la montaña, porque sí, vive en una montaña. Alejado de todos. Alejado de sus recuerdos. Alejado de sí mismo.

Todos sus días desde que se compró esa vieja propiedad a las afueras de la ciudad eran iguales. No como si antes no lo fueran, sino que ahora es consciente de ello. Su vida se limitaba a comer, dormir, entretenerse en el jardín, arreglar cosas (porque increíblemente siempre hay algo que arreglar), y cortar leña para la noche.

Tras un largo día de quehaceres interrumpidos por una ligera lluvia, se fue a dormir. No sabe cuánto tiempo durmió, pero despertó por los rayos del sol que entraban por la ventana. Desorientado y aún adormecido intentó parpadear varias veces. Era extraño, si no casi imposible, que despertara tan tarde en la mañana. Se sentó en la cama y sobó su rostro con fuerza para desperezarse. Fue de manera automática a la cocina a prepararse un café y una vez listo se dirigió a la puerta principal de la casa y la abrió.

Estaba oscuro.

A media luz, para ser exactos. Pero el cielo seguía oscuro. Era como si un gran bombillo se encontrara detrás de la casa iluminando la entrada principal desde atrás.

Pensó que estaba soñando.

Caminó con su taza de café y dio vuelta a la esquina, para luego dejar la taza de café caer al piso sin sonido alguno.

¿Estaba soñando?

Caminó con duda hacia adelante intentando fijarse bien y en cada detalle de lo que estaba viendo.

Era un río. Un río en el cielo. No el cielo, pero flotaba. Sobre él y parte de la casa. Y brillaba, el río brillaba con una luz amarilla. Era un río de diminutos puntos brillantes. De luciérnagas. Todas ondeando y dirigiéndose hacia la misma dirección.

Al bosque.

Definitivamente pensó que estaba soñando, pero el viento frío de la noche lo hizo arremolinarse en su chaqueta y abrazarse a sí mismo.

Vicente las siguió a su ritmo. No necesitaba ninguna luz extra puesto que casi parecía de día debajo de ese río inexplicable. Caminó casi 2 horas. Caminó hasta un pequeño claro. Diminuto. Allí había un pequeño lago que parecía más bien una piscina hecha por la naturaleza. Allí, donde algo incluso más extraño sucedió.

El río de pequeñas luces brillantes descendía de las alturas para adentrarse en el agua.

Pero las luciérnagas no pueden nadar.

Vicente terminó de llegar a la orilla y se arrodilló junto a ella. Apoyó sus manos en la tierra húmeda y acercó su cara al agua. Lentamente, como con miedo y emoción a la vez. Y cuando por fin la punta de su nariz tocó la fría superficie, cerró los ojos y terminó de hundir su rostro en el agua, saliendo a la superficie del otro lado.

Abrió los ojos.

Vio un cielo oscuro como la noche.

Pudo darse cuenta que apenas su rostro salía a la superficie y que a su lado el río de puntos brillantes ya no entra al agua sino que sale de ella. Pero aún podía sentir la dureza del piso en sus rodillas y la humedad en sus manos.

Sacó el rostro del agua, confundido, y repitió el proceso con los ojos abiertos. Luego con una mano. Luego medio cuerpo. Finalmente, y tras perder el sentido del tiempo, regresó a casa una vez salió el sol. El río brillante se despidió apenas los primeros rayos se asomaron entre las copas de los árboles.

Desde ese día, cada noche entre la 1 y 5 de la mañana ese increíble río pasaba justo al lado de su ventana; despertándolo. Desde ese día, cada día durante las siguientes noches fue a ese lago. Cada día se aventuró un poco más. Cada día tardaba más en regresar.

Regresar de ese lugar al otro lado.

La media mañana del décimo día, como le era ahora costumbre despertar debido a sus salidas nocturnas, llegó acompañada de un toque en la puerta. Un toque tímido.

Vicente sabía quién era.

Abrió la puerta intentando simular que llevaba ya tiempo despierto, encontrándose con un par de ojos almendra. Como los de Dolores.

Recibió a su hijo con un abrazo más apretado de lo que estaba acostumbrado. Por alguna razón, esta vez verlo le apretó el pecho más de la cuenta.

Esta vez, a diferencia de todas las visitas anteriores, hablaron mucho: Su hijo le comentó sobre su nuevo trabajo, su vida como un hombre casado y como padre primerizo. Estaba completamente enamorado de esa personita que tiene sus mismos ojos almendra; los mismos ojos almendra de Dolores.

Era la primera vez que no hablaban de Dolores cuando se veían.

También hacía mucho tiempo que no veía a su hijo tan entusiasmado y tan abierto a contarle sus cosas. No porque hubiese rencor o un problema particular entre ellos, sino porque pasó casi toda su vida demasiado ocupado en su trabajo. Tan ocupado que se perdió los primeros años de su pequeño. Los años dulces e inocentes de una vida nueva. Dolores, en cambio, siempre estuvo allí. Eso también se lo perdió: el rostro de su amada viendo a su hijo crecer.

Vicente escuchó con genuina atención e interés todo lo que su hijo tenía de nuevo para contarle, se rió varias veces e incluso aportó anécdotas divertidas de la infancia de su hijo que sí pudo vivir. Mientras veía a su hijo sonreír y mirar al más allá recordando todos esos buenos momentos, finalmente se dio cuenta.

Todo iba a estar bien. Su hijo iba a estar bien.

Vicente sonrió desde lo más profundo de su corazón.

Su hijo, quien estaba de pie contando cómo encontró a su bebé decorando la pared de la cocina con marcadores, se sentó en una de las sillas del pequeño comedor. Y lo observó.

-Te noto distinto. – dijo con un nudo en la garganta.

-¿Distinto? ¿Cómo?

-Más tranquilo -le respondió desviando la mirada. Respiró profundo y agregó- Desde lo de mamá.

El viejo sonrió y lo miró a los ojos -Yo estoy bien, hijo. Puedes estar tranquilo. Me ha encantado escuchar sobre Isabella. Sé que seguirás haciendo un buen trabajo y se convertirá en una mujer increíble. -Pausó un momento para ampliar su sonrisa aún más- Estoy muy orgulloso de ti, hijo.

Su hijo tomó las palabras de su padre y las guardó en su pecho, que le apretaba tanto que dolía.

Compartieron un almuerzo hecho en casa, el cual hicieron entre los dos, y el resto de la tarde comentaron todas aquellas cosas de las que jamás pudieron hablar. Aquellas cosas que siempre pensaron quedarían inconclusas entre ellos. Aquellas que les daban miedo y aquellas que alguna vez los hicieron alejarse el uno del otro. Hablaron incluso de las virtudes de cada uno.

Hablaron de ellos, para ellos.

Hablaron, entendieron, sanaron.

Y allí llegó la hora. Justo al empezar a oscurecer, el hijo de Vicente tuvo que despedirse para poder llegar a su familia antes de la cena. Duraron un rato abrazados antes de él partir; intentando robarse esos abrazos del pasado.

Finalmente, quedó solo. De nuevo.

Pero ya no estaba ese mismo vacío aturdidor de hace unos días. Ese que sentía antes de ir al otro lado por primera vez.

El otro lado estaba lleno de algo que lo llamaba a ir cada noche. Lo intrigaba. Lo emocionaba.

Pero hoy… Hoy no sentía tal desespero por conseguir respuestas en ese lugar. Hoy las respuestas llegaron a él sin siquiera pensarlo. Las respuestas que tanto deseaba escuchar su mismo hijo se las había dado.

Ya no había esa culpa. Ahora solo quedan esos sentimientos de querer hacerlo mejor la próxima vez.

¿La próxima vez? Vicente nunca creyó en la vida después de la muerte ni cosas por el estilo. Su vida siempre se centró en el presente. Tras la muerte de Dolores, sin embargo, sus pensamientos solo giraban en torno al pasado.

Hasta hoy.

Hoy por primera vez pensó en su futuro. El suyo solamente. Porque claro que pensó en el futuro de su esposa y su hijo; por eso siempre estaba en el presente.

Y mientras veía a su hijo hablar risueño de su vida, pensó en lo que debía hacer ahora.

Un café.

Fue a la cocina a hacerse un café y lo tomó fuera de casa, sentado en un pequeño sillón en el porche, hasta que cayó la noche. Entró a su casa y lavó los trastes que quedaron del almuerzo. Organizó todo como todos los días y subió a su habitación.

Ya había empezado a enfriar el tiempo, así que decidió sacar su chaqueta favorita que, además, tenía mucho tiempo sin utilizar, y se la puso aún y con el fuerte olor a guardado. Pasó parte de la noche escribiendo una pequeña carta para Julio, su hijo, a modo de que no entrara en crisis si cuando llegara él no estuviese; y la dejó sobre la mesa del comedor.

Vicente caminó varias veces por la casa buscando actividad mientras se hacía la hora, quien avisó iluminando las ventanas que dan a la parte de atrás de la casa. Pensó un poco sobre qué más llevar, pero en vista de que nada se le venía a la cabeza decidió simplemente tomar su cartera.

Agarró sus llaves, cerró la puerta principal luego de asegurarse que el fuego estaba apagado, y las guardó debajo de una pequeña maceta en el marco de la ventana. Su hijo sabrá dónde buscar cuando venga.

Empezó a caminar nuevamente bajo los diminutos puntos brillantes. Vicente sabe que es físicamente imposible, pero solo verlas le hacía sentir un calor agradable en el cuerpo.

Nuevamente se paró a la orilla del río y observó por unos minutos el flujo de puntos brillantes mezclarse inexplicablemente con el agua. Era tan imposible como hermoso.

Nuevamente se arrodilló y apoyó sus manos en la tierra húmeda, acercando su cara al agua. Lentamente, ya sin miedo y sereno. Y cuando por fin la punta de su nariz tocó la fría superficie, cerró los ojos y sumergió su cuerpo entero, saliendo a la superficie del otro lado.

Con él se fue el río de puntos brillantes esa noche.

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