Germán rondaba los ochenta, pero estaba bastante saludable. Con cada año que pasaba le pesaba más el cuerpo y casi siempre le dolía algo, pero no se quejaba. Que es lo normal, vamos, y siempre hay alguien que está peor. Cuando lo visitó la vejez, tuvo que aprender a relajar el paso, que al final nadie lo andaba apurando. Al menos eso era lo que le decía Rebeca, quién fuera el amor de su vida. 

¿Quién te apura, viejo?

A Germán, cada vez le molestaba más que le dijeran las verdades, pero a ella la escuchaba con un respeto que daba gusto. A fin de cuentas, había tenido la suficiente paciencia para quedarse a su lado por los casi sesenta años que llevaban juntos y él lo agradecía.

¿Quién te apura, viejo?

La vida mi negrita. Y la muerte…

Ella se reía, porque le hacían gracia esas respuestas sombrías y rebuscadas con las que salía a veces. Le costaba tomarlo en serio cuando se ponía así, pero de todas formas tocaba madera, por si acaso.

A esa edad, los inviernos son cada vez más largos y los veranos menos calurosos. Bastaba con que refrescara un poquito para que ella cerrara las ventanas, «pa que no entre el frío, viejo». Germán tenía el chiste preparado para esos casos.

Tengo frío, vieja. Quiero mi rebequita.

Rebeca, que se sabía aludida, le sonreía pícara. Más de cinco décadas con el mismo chiste y todavía le hacía gracia. La primera vez que se lo dijo estaban en sus veintitantos. Estaban recién casados. Era el primer invierno que pasaban juntos. El primero de muchos que vendrían. Esa vez las risas terminaron en la cama. Ya con ochenta y tantos años encima, las risas terminaban allí, en la risa. Y en el recuerdo, claro. Eso era más que suficiente. Eran todo lo felices que se puede ser en esta vida.

Germán era, por sobre todas las cosas, animoso. Le gusta escuchar rancheras «de esas rapiditas, vieja» y gritar como mariachi (como si le estuviera dando un tabardillo). Las cantaba a todo pulmón, cambiándole la letra, por supuesto. También las bailaba. Cada vez con pasos más torpes, pero con el mismo entusiasmo de toda la vida. Agarraba a su negra del brazo y la revolvía de un lado para otro al ritmo de las trompetas, las guitarras y los disparos al aire. Ella, entre carcajadas, ignoraba el dolor del hombro izquierdo y de la cadera y se entregaba al baile que, de todas formas, no duraba más que unos segundos. Los años no pasan en vano. Pero no se quejaban, porque se habían dado unos muy buenos. Habían aprendido a consentirse, a perdonarse cuando fuera necesario y lo más importante, a acompañarse. Germán siempre tenía algo gracioso que decir y amasaba los recuerdos con desfachatez, sólo para entretener a su esposa. Ella era ingeniosa y siempre tenía alguna ocurrencia para corresponder los juegos de su amigo. Sí, porque lo que siempre mantuvo en pie su relación fue la amistad. En resumen, Rebeca era su mundo.

Cuando Rebeca murió, Germán ni siquiera era capaz de llorar. Se fue en el sueño una noche de otoño y se llevó con ella las cancioncillas graciosas, las historias adulteradas, los bailes en la cocina, los cafés por la mañana y los juegos por las tardes. Se fue, incumpliendo esa promesa que tanto le había repetido a lo largo de los años: «Nunca te dejaré solo». Sin ella, solo le restaba esperar su turno y suplicar que fuera pronto. Sin ella, solo había soledad y recuerdos que la alimentaban. Las noches eran frías y ya no tenía su Rebequita. No había paz ni abrigo.

En una de esas tantas noches de luto, recordó que una vez, hace cientos o quizás miles de años, Rebeca había llegado con un regalo. Era una caja pequeña, envuelta en un papel blanco con rayas celestes, cerrada con un elegante moño dorado. Lo dejó en el velador de su dormitorio y le dijo a su marido que era para él, pero que no podía abrirlo hasta dentro de un año. Germán, que era curioso como los gatos, no iba a esperar tanto. Rogó para que lo dejara abrirlo de inmediato, ofreció otro regalo a cambio, hizo pucheros y promesas, pero ella no cedió. Debía esperar un año para abrirlo, y punto.

Y cuidaíto, que a mí no me va’ a engañar. Si lo abres a escondidas me voy a dar cuenta al segundo. Tenlo por seguro. Que te conozco, gordo. Mejor que a mí misma.

Sí mi brujita. Tranquila, que ni por la cabeza se me ha pasa’o.

Más te vale.

Sí, más me vale.

Después de eso hubo risas y besos. Lo normal. Germán abrió el regalo al día siguiente, a la primera que se quedó solo en casa. Rebeca lo descubrió de inmediato, o más bien, él solito se acusó cuando corrió hacia ella, la levantó en brazos y la regó de lágrimas. Como el hombre antiguo que era, no le gustaba llorar frente a su esposa, pero cuando abrió la caja y vio el pequeño calcetín rosado, no se pudo contener. Ese fue el momento más feliz de su vida.

Lamentablemente, la bebé nunca llegó a nacer. Habían acordado, después de un largo tira y afloja, que se llamaría Astrid si nacía en un día par o Consuelo si en uno impar. Todo terminó en un triste empate. Una noche Rebeca se desmayó. Tuvo convulsiones. Hubo sangre, gritos, carreras. Pasó una eternidad de tiempo en la que Germán recorría el pasillo blanco del hospital con una angustia que no lo dejaba respirar. La hija había muerto dentro del vientre y la madre estaba en riesgo. Dos semanas más tarde le dieron el alta. Ese camino a casa fue, sin dudas, el más triste de toda su vida. Él iba en silencio, ahogándose en un llanto contenido. Ella sollozaba desde lo más profundo de su alma.

No solo habían perdido a su primera hija. Por si fuera poco, Rebeca no podría volver a embarazarse. Pensaron que jamás lo superarían, pero con los años la herida se transformó en cicatriz. Era una marca imborrable, pero cada vez dolía menos. Incluso, con el tiempo, llegaron a plantearse la idea de adoptar, pero al final decidieron que tenerse el uno al otro era suficiente. La alegría tardó en llegar, pero llegó.

De eso habían pasado muchos años. El tiempo le había robado muchos recuerdos. La memoria le había empezado a fallar hace un buen rato, pero la muerte de Rebeca lo hizo revivir esa angustia como si hubiera ocurrido ayer. La única diferencia es que ahora no tenía en quién apoyarse, a quién abrazar. Ahora no tenía que ser fuerte para nadie. Esa noche, revolvió los cajones como si buscara algo a lo que aferrarse y encontró el calcetincito. Estaba totalmente desteñido. Lo sostuvo entre sus dedos arrugados y sonrió. Perfectamente pudo haberse quebrado, pero no. Para su propia sorpresa, en vez de llanto, lo que le salió fue una sonrisa.

Un año más tarde recibió una carta. El remitente era un nombre de mujer que, en principio, no le sonaba de nada. Eran tres folios escritos por ambos lados, que empezaban con la noticia de que doña Lucía Valverde había muerto a los 82 años de edad. Ese nombre sí que le sonaba. Era el de su primera esposa. Se habían casado jóvenes y le había hecho la vida imposible desde el primer minuto. Él estaba planeando dejarla apenas siete meses después de su matrimonio, pero ella se le adelantó. Se fue y no se volvieron a ver más que para firmar el divorcio. Después de eso desapareció, y él no hizo ni el más mínimo esfuerzo por encontrarla. Juró por su vida que no volvería a enamorarse, porque «todas las mujeres son iguales», pero en menos de dos años estaría dando el sí a Rebeca, su verdadero y único amor.

La muerte de Lucía no le importaba para nada. Lo que lo conmovió fue todo lo demás. Enterarse de que cuando ella lo dejó estaba embarazada de él. Que cuando firmaron el divorcio ella ya lo sabía, pero se lo ocultó. Que encontró otro hombre dispuesto a soportarla y a dar su apellido a la criatura dentro de su vientre. Que la que escribía la carta era su nieta mayor. Que hace un par de años Lucía les había confesado todo y que desde ahí le estaban buscando. Que tenía una hija y cinco nietos que querían conocerle.

Germán no sabía cómo enfrentar la situación. La muerte de Rebeca lo había dejado sin energías ni esperanzas. A esa edad, lo que menos quería era otra sorpresa y ¡zas!, una hija y cinco nietos. Unos desconocidos que resulta que llevaban su misma sangre. Personas que ni siquiera sabía que existían y que de pronto le vienen con eso de que le visitarían en el verano. Cuando Rebeca supo que su pretendiente había estado casado, lo primero que le preguntó es si habían tenido hijos. Él le respondió que no. «Por suerte no». ¿Sería un acto de traición a su memoria juntarse con esta otra familia? Porque lo que menos quería era dejar esta tierra siéndole desleal a ella.

El verano llegó en un abrir y cerrar de ojos. La idea de conocer a sus nietos fue un tormento al principio, pero poco a poco se fue transformando en curiosidad y ansiedad. La fecha del encuentro se acercaba y no sabía si su corazón de viejo iba a soportar tanta presión. Por suerte sí, aguantó. La noche anterior casi no durmió. Se levantó a las cinco de la mañana y se metió a la ducha, cosa que cada vez hacía con menos frecuencia. Se peinó los pocos pelos que le quedaban y se puso traje y corbata, fiel a la vieja escuela. Hasta se perfumó. Bebió un sorbo de café y deambuló por la casa hasta que llamaron a la puerta.

Camila era hermosa, igual a Lucía en sus tiempos mozos. El parecido era inquietante. Se presentó como la autora de la carta. Hicieron ese movimiento torpe, típico de las personas que no saben si darse la mano, dos besos o abrazarse. Al final ella lo abrazó, con fuerza, y él se sintió vivo de nuevo.

Yo soy la mayor, este es Carlos, el único hombre. Y estas dos fotocopias son Sofía y Anaís. Son gemelas. La idea era llegar todos juntos, pero la menor viene viajando. Llegará más tarde.

Ese día se dejó querer. Repartió abrazos y compartió lágrimas. Eran familia, pero tenían que conocerse y en eso no perdieron el tiempo. Eso es lo bueno de las mujeres: saben cómo llevar una conversación sin que haya silencios de por medio. Hablaron de sus trabajos, de su niñez, de lo que les gustaba. Camila tenía cuatro meses de embarazo y Carlos se iba a casar, «por fin». Germán, recordando viejos tiempos, desempolvó sus mejores historias. En eso sonó la puerta.

La vida de Germán había sido larga y buena. Con sufrimientos, por supuesto, pero eso es parte del pan de cada día. Pero por muy larga que fuese su vida y con todos esos años de experiencia, no dejaba de asombrarse. Ya lo decía su negra: «La vida nos juega bromas, viejo, y no nos queda otra más que reírnos». En ese momento, la «broma» fue su nieta menor. Una joven dulce y cariñosa. De ojos azules, enormes y llorosos por el encuentro. Pálida como la leche. Bajita.

¿Abuelo? Yo soy la menor de los cinco. Me llamo Rebeca. Mucho gusto.

Germán enmudeció por un segundo. «No nos queda otra más que reírnos», pensó, y por enécima vez se le llenaron los ojos de lágrimas.

Ven acá niña. Deja que este viejo te dé un abrazo, que hace frío. Me viene bien una Rebequita.

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