Cuando era niña, solo pensaba en lo asombroso que resultaría despertarse un día y descubrir que ya eres mayor y puedes hacer lo que te dé la gana sin contar con la
opinión de los adultos. Cuando fui creciendo, descubrí como la
nostalgia por aquella infancia libre de preocupaciones ocupaba mi
pensamiento, y así fue cómo surgió mi mayor temor y lo que marcó
mis días a partir de entonces: el miedo a envejecer. Nunca me
acobardó la posibilidad de sufrir terribles dolores de espalda,
diabetes o artrosis. Mi verdadero temor era enfrentarme al futuro,
aceptar que mis padres no siempre iban a estar allí para velar por
mí y que siempre habría una última vez para todo lo que marcó mi
juventud: un último helado en el bar de mi barrio, una última
travesura, una última quedada con mis amigos… Siempre solía
imaginarme de mayor hojeando un álbum de fotografías y explicando a
mis hijos y nietos cómo fueron los tiempos junto a mi pandilla,
quienes nos hacíamos llamar “Los Fantásticos”. Lo único
fantástico que ha quedado entre nosotros desde entonces es la
facilidad para olvidar a las personas cuando la distancia hace mella.
La promesa de seguir manteniendo el contacto quedó en vanas palabras
que fueron a parar a la inmensidad del espacio para viajar al limbo
de promesas no cumplidas, promesas que se quedaron sin punto final y
que esperan a ser cumplidas algún día por sus artífices. Después
de tantos años, he aprendido que los únicos que nunca nos fallan
son nuestros mayores. Podría considerarme como el ser más falso y
despreciable del mundo si afirmara que, alguna vez, mis abuelas
faltaron a su palabra. Si prometían defenderme ante todo, eran
capaces de defenderme incluso antes que a sus propios hijos. Si
prometían invitarme a comer a casa algún día, eran capaces de
reñir entre ellas, abuela materna y abuela paterna, para quedarse
conmigo el mismo día. Es por ello que ninguna de sus promesas se
convirtió en un disparate imposible de cumplir dejando tras sí
decepciones o corazones rotos.

La única esperanza que sobrevivía ante mi fobia a la vejez era la
posibilidad de construir una familia como la que en su día
construyeron mis abuelas. Ellas nunca necesitaron reivindicar
derechos para convertirse en grandes mujeres. Lo que las hace
realmente dignas de gran admiración es el gran amor que regalaron a
los suyos incondicionalmente. En mi caso, nunca tuve la oportunidad
de formar una familia ni de brindar mi amor a nadie, no sé si porque
ningún joven quiso fijarse en mí o porque ya por entonces los
repelía con mi carácter arisco, gruñón y melancólico. Poco a
poco, ese carácter arisco, gruñón y melancólico fue quedando
recubierto por una capa de piel arrugada y por articulaciones
ligeramente dañadas. Antes de darme cuenta, a pesar de haber
cumplido algunos de mis propósitos profesionales, había
transcurrido más de la mitad de mi existencia tan vacía como una
ciudad fantasma bajo la única sombra de la amargura. Perdí el
interés por salir de casa y toparme con todas aquellas personas de
ojos vivarachos que pintaban de alegría las calles para terminar
encerrándome entre mis cuatro paredes de apenas 60 metros cuadrados,
harta del desperdicio en el que había convertido mis días, más sin
negarme a aceptarlo. Las pilas de la radio terminaron por
descomponerse ante su desuso y la televisión pasó a convertirse en
un mero adorno decorativo sin utilidad alguna. De vez en cuando, mis
manos se posaban sobre algún libro, lo hojeaban y lo cerraban en
cuanto el relato se centraba en alguna familia feliz, alguna historia
romántica o cualquier cosa que me recordara mi propia soledad.

Una mañana de junio, acudí a mi revisión trimestral al centro de
salud. El doctor únicamente me recetó tomar el sol unos minutos al
día, pues mis huesos cada vez se asemejaban más a unas varillas de
cristal. Decidí hacerle caso únicamente por el gran respeto que
siempre le he tenido a los profesionales y, nada más llegar a mi
humilde hogar, me senté en el destartalado banco cubierto por la
hiedra que años atrás había colocado en el patio con la esperanza
de sentarme en él para recibir visitas. No llevaba ni cinco minutos
cuando un asteroide rojizo sobrevoló la valla y aterrizó rodando a
tan solo unos centímetros de mí. Evidentemente, se trataba del
balón de algún niño. Malhumorada y entre gruñidos, abrí la
puerta que separaba mi pequeño terreno del resto del mundo y allí
me encontré con un chiquillo que apenas levantaba dos palmos del
suelo. Vestía con una camiseta tan colorada como sus mejillas y unos
pantalones cortos amarillentos, como la mayoría de los de su
generación. Bajo una mata de pelo castaño oscuro y unas gruesas
gafas, me contemplaba extrañamente asombrado. Sin darle tiempo a
decir nada, le devolví el balón y le espeté:

-La próxima vez que cueles el balón aquí pienso dárselo al primer
perro callejero que encuentre para que lo destroce.

Y le di con la puerta en las narices.

Al día siguiente volví a salir a pasar mis diez minutos diarios al
sol. De repente, el asteroide de ayer volvió a aterrizar en el
abandonado césped. Todavía más molesta que el día anterior, abrí
la puerta y volví a reprender a aquel sinvergüenza:

-¿Pero tú qué problema tienes?

Ante mi desconcierto, el pequeño granujilla me respondió:

-Querría hablar contigo.

-Tonterías, nadie quiere hablar con las viejas. Ahora lárgate de aquí.

Ante mi indignación, el balón volvió a hacer su aparición a la
siguiente mañana. Esta vez, fui incluso más desagradable con él:

-¿Y ahora qué?

-Solo quería tener a alguien con quien hablar.

-Bueno, pues te fastidias. Tengo cosas más importantes que hacer.

-¿En serio? Porque parece que tú tampoco tienes a nadie con quien hablar.

En ese momento, comprendí que el pequeñajo me había ganado la
partida. De mala gana, le invité a pasar y a sentarse junto a mí en
el sucio banco. Enseguida se presentó:

-Me llamo Miguel y acabo de mudarme a la calle. Soy nuevo en la ciudad y
no tengo amigos, así que no hay mucho con lo que pueda entretenerme.

-Bueno, yo llevo 70 años aquí y tampoco tengo ningún amigo.

-¿Cómo te llamas? – preguntó con curiosidad.

-¿Qué más da? A fin de cuentas, un nombre solo es una palabreja sin
sentido, sin valor. Lo mejor es que me llames como quieras, así
tendré un nombre con algún significado, o al menos para ti.

Miguel se quedó pensativo.

-Uno.

-¿Uno?

-Es el número de tu portal, así que te llamaré así.

A partir de aquel momento, podemos decir que comenzó una rara amistad,
si es que se le puede llamar así. Todos los días, Miguel colaba el
balón por mi patio y yo le dejaba entrar. Probablemente, nuestras
conversaciones no tenían el menor interés, pero resultaban de lo
más curiosas. Muchas veces, me comentaba las ganas que tenía de
hacerse mayor para terminar el colegio y olvidarse de los deberes.

-Pero, Miguel, lo que tienes que hacer ahora es estudiar.

-Yo no quiero estudiar, Uno- me contestaba-. Yo solo quiero vivir en la
casita de al lado para visitarte todos los días y hacerte compañía.

-Pues ya puedes buscar un buen trabajo, porque estas casas no las regalan.

-¿Tú a qué te dedicabas cuando eras joven?

Aquella pregunta me pilló desprevenida. Durante casi toda mi vida fui
enfermera. Mi gran inteligencia me permitió conseguir el título a
una temprana edad, pero jamás sentí una verdadera vocación por esa
profesión. Claro que, en aquella época, lo más normal era que tus
padres eligiesen tu carrera, y más aún si eras mujer.

A pesar de que toda mi explicación seguramente resultara costosa de
entender para un niño de tan corta edad, Miguel asentía y me pedía
más detalles.

Cada vez nos sentíamos más unidos el uno al otro e incluso en algunos
momentos tenía que convencerme de que aquel muchachillo moreno que
sorbía leche con cacao sobre la mesa del comedor no era mi hijo. Yo
era demasiado vieja para comportarme como una madre, y no lo
suficientemente sabia como para comportarme como una abuela.

He de admitir que de vez en cuando le echaba una mano con sus deberes de
la escuela. Miguel era hábil para las ciencias, pero torpe para
acentuar hasta las palabras más básicas. Al principio todo me
resultaba bastante sencillo, pero conforme avanzaban los cursos cada
vez me resultaba más difícil recuperar los recuerdos de mi etapa
escolar para explicarle qué demonios eran el complemento directo y
el complemento indirecto. Finalmente, terminé desistiendo:

-No lo sé, Miguel, o quizá lo sé, pero no me acuerdo.

Aquella fue la primera vez que el niño convertido en un preadolescente de
doce años alzó la cabeza y me miró dándose cuenta de lo que yo
era realmente: una persona mayor. Una parte del deje de desenfado e
incluso descaro que acompañaba su carácter se desvaneció para dar
paso a la aceptación de la realidad, aceptar que no éramos dos
colegas de edades similares, sino dos amigos que ya nunca más
podrían mirarse como si pertenecieran a la misma generación.

El tiempo seguía su curso y, poco a poco, las quedadas diarias fueron
sustituidas por paseos por el parque. Miguel ya no era un niño y me
sorprendía ver cómo rechazaba salir de fiesta con los demás mozos
de su edad solo para estar conmigo. Pensaba: “algún día tendrá
que echarse novia y entonces ya no lo verás más, Uno”.

El caso es que llegó el 24 de noviembre de 2011, fecha en la cual
acudió como de costumbre a mi hogar acompañado esta vez de Isabel,
su bella novia. Era una muchacha verdaderamente servicial que, al
igual que su amado, no parecía encontrar nada extraño en que unos
jóvenes pasaran tardes enteras junto a una anciana que acababa de
estrenar su primera garrota. Nunca lograré entender qué vieron en
mis historias para no apartar la atención de ellas, así que espero
no resultar egocéntrica al pensar que, en realidad, solo venían por
mí y no por nada que yo tuviera que ofrecerles.

Una mañana de julio me senté en el patio a esperar nuevamente a Miguel.
Sin embargo, el sol terminó por abandonarme y, de alguna manera,
entendí que tal vez mi “nieto adoptivo” también. Aquella era la
primera vez en veinte años que no cumplía su promesa de volver al
día siguiente. El sol volvió a salir muchas más veces y a ponerse
otras tantas, pero ni rastro del muchacho. No entendía qué ocurría
y, más entristecida que nunca, volví al sedentarismo.

Ahora estoy descansando sobre el viejo sillón. Llaman a la puerta. Agarro
el andador y camino con lentitud hasta la puerta. La abro. Es un
muchacho moreno de rostro familiar y gafas redondas que señala
sonriente a la casa de al lado, la casa a la que se está mudando en
estos momentos.

-Buenos días, Uno.

Inexplicablemente, mis piernas se doblan y caigo al suelo. Pero dejo este cuerpo
sintiéndome feliz y, por primera vez en muchas décadas, ilusionada.

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