Recta final
¿Sabes qué?, María y Andrés se van a separar.
Supongo que sabías algo.
No les juzgues, cariño; han estado esperando a que faltaras, por no disgustarte.
Lo único malo es que tu hija, que tanto le gustaba comentarte cualquier cosa que le ocurriera, se ha sentido sola. Nunca ha tenido una relación así conmigo. Y siempre he tenido un poco de envidia de la vuestra.
Asumía que esas historias eran lo que suelen llamar “cosas de mujeres”. Secretos, que ni siquiera tú me contabas. Así que, seguramente, tu entenderías mejor ese rollo que se traen entre ellos; a mí me sigue sin cuadrar: “nos seguimos queriendo como el primer día. Quedamos como amigos”.
Pues, si se quieren tanto, que se casen.
Menos mal que solo tienen a Borja; si le vieras ahora lo grande que está…
La recepcionista me saludó. Llevaba unos pequeños auriculares y estaba escribiendo, bajo el mostrador. No sé si relacionado con su trabajo porque a veces la veía que paraba de anotar y se llevaba la mano a la barbilla en actitud pensativa.
A menudo venía Antonio, con su marido. Todo el personal le regalaba una sonrisa; siempre se ha hecho querer.
Sabíamos que nunca nos iba a dar un nieto.
Al principio podía ver en su cara que se sorprendía por como acogía a su pareja. ¿Qué le voy a hacer? Soy un viejo, pero él sigue siendo mi hijo. Además, me demuestran su cariño cada vez que vienen.
Su marido me traía un paquete de tabaco que me daba cuando estamos a solas. Quizás es un numerito pactado entre ellos, Antonio siempre me dejaba a solas con él, con cualquier excusa.
Qué raro se me hacía nombrarle así, su marido, es un tío simpático y muy atento conmigo.
Siento que no fuéramos a la boda; te hubiera gustado. Tú, tan abierta. Sabes que a veces me comporto como un hombre primitivo…
Antes me daba cierta grima verlos cogidos de la mano. Después, incluso me gustaba que me diera un beso en la mejilla cada vez que venían a visitarme. Tu no hubieras tenido ningún prejuicio, pero me costó lo mío; ahora he acabado queriéndole.
La mayoría de las veces nos íbamos a la cafetería y tomamos unos cafés y unos bollos hasta que tenían que marcharse. A ninguno nos apetecía permanecer mi habitación.
Cada vez la cafetería estaba más vacía.
Ahora hay algunos enfermos y no les dejan salir de sus habitaciones. Yo estoy bien.
Borjita cada fin de semana se acercaba al mostrador para enseñarle a la recepcionista lo bonito que era el dibujo para su abuelo.
Sabía que la recompensa eran caramelos. Después volvía con nosotros, avergonzado, pero con sus manitas llenas. En invierno los bolsillos de su abrigo también rebosaban.
Nunca han venido demasiados críos a visitar a los abuelitos.
Sus padres cada día más enamorados. María dice que no tengo que hacerme ilusiones; que todo seguía adelante.
Viven en casas separadas, al niño no le ha afectado. Los niños, ya se sabe. Quizás le estén manipulando para que se incline por un lado de la balanza a base de regalos, viajes…
¿Sabes que me ha dicho el pequeño por teléfono?: Abuelo ¿Por qué estás aquí solo? ¿Y la abuelita?
María y Andrés le han regañado. Tiene solo cinco añitos, se ve que ya le han aleccionado.
Yo les he dicho que le dejen, que no deja de ser un niño.
¿Cómo le explico yo que esta enfermedad se te ha llevado?:Le diré que la abuela está malita y no puede ponerse al teléfono.
Ha muerto Isidro. Aquel que jugaba conmigo al ajedrez, que se las daba de listo, que todo lo sabía, que siempre quería tirarme de la lengua porque habíamos estado en distintos bandos durante la guerra.
En estos momentos no podemos recibir visitas, claro. Deambulo por pasillos de la Residencia. No me resulta extraño no cruzarme con nadie. Me consuelo pensando que tan solo es cuestión de horarios…
Había un tipo vestido con un mono tras las puertas automáticas de cristal. Llevaba una mascarilla, así que, aunque me saludaba con la mano, no le reconozco. Me quedaba como hipnotizado viendo como distribuye el agua jabonosa y luego la retira con maestría, secando el limpiador con un trapo cada vez que realiza la operación. Cualquiera que me viera diría que no tengo nada mejor que hacer.
De un día para otro han empezado a rescindir las visitas. Solo pueden entrar los adultos, de dos en dos, con las mascarillas puestas. Dicen en la televisión que empiezan a escasear. Al igual que el papel higiénico. Los dos nos reiríamos ante esta situación; la mayoría no han vivido la época del racionamiento. Nosotros la superamos juntos. Como todo, hasta que te fuiste.
La señora Maruja también ha caído. Siempre preguntándome por ti. A la pobre se le había ido la cabeza hace bastante tiempo.
¿Y su señora, que hace mucho que no la veo? No sale nunca de la habitación, ni va a la cafetería…
Está mejor, gracias, aún no se ha recuperado del todo. Tiene que descansar.
Menos mal que siempre acude en mi ayuda alguna cuidadora: Vamos, María, no dé la lata, que tiene que venir para tomarse la medicación.
Se alejan y escucho a Maruja preguntarle: ¿Quién es ese señor?
Te echo de menos.
Ahora a Borjita no le dejan entrar, claro. Le veo quedarse en la puerta con su padre y saludarme, llorando, con su manita. Nadie se asoma para regalarle unos caramelos.
Me parte el alma, quizás ya no vuelva a abrazarle nunca.
Todo el mundo empieza a tomar conciencia de la gravedad, aunque me barruntaba algo desde que enfermaste, pobrecita.
El médico del Centro, ese inútil, no le dio importancia: Una simple gripe, un poco fuerte, nada más. Me gustaría saber cómo va a justificar tantos abuelos enfermos, de algo sin importancia, en la residencia.
Recuerdo que te fuiste apagando, como un pajarillo, hasta el final.
Tampoco se me olvida el día que nos vimos sorprendidos por aquellos hombres del espacio que clausuraron las puertas de entrada: trajes blancos, de papel, con cremalleras, con capucha, el rostro protegido por gafas de metacrilato y mascarillas con filtro.
Hombres del espacio exterior. ¡Qué pena que no llegaras a verlos, porque fuiste la primera en marcharte! Si los hubieras conocido quizás les hubieras contado algo; con lo que te gustaba hablar… Nos han pedido que no salgamos de las habitaciones, he dejado la puerta entreabierta y he visto una camilla con un cuerpo metido en una funda con cremallera.
Saliste de aquí en una especie de saco blanco, todo es blanco, con una larga cremallera. Como si tuvieran miedo de que pudieras escapar. Entonces no me dejaron acompañarte, para darte un beso de despedida. Después de tantos años juntos. El capellán de la Residencia se ofreció a oficiar un pequeño responso, para un aforo reducido… Amablemente decliné el ofrecimiento; quizás te hubiera gustado, pero sabes lo que yo pienso de los curas, de la iglesia y de todas esas zarandajas. Lo siento, espero que sabrás perdonármelo.
Entraste aquí conmigo; fue una decisión mutua. No queríamos ser una carga; bastante tienen ellos con sus cosas, dijiste. Y me dejas solo. Deambulo por los pasillos. La mayoría de los internos están confinados en una sala aparte. Eso, los que se supone que son portadores del virus. Los sanos apenas se atreven a salir de sus habitaciones.
Los hijos hace varias semanas que no vienen, ni siquiera se puede concertar una cita. No es ninguna excusa; la situación es demasiado grave para relajarse.
Afortunadamente, nos queda el teléfono. Me han enseñado a hacer, y recibir, video llamadas: ¡no veas cómo ha crecido Borja, y como le gusta verme!
Yo creo que todos echan de menos las visitas al abuelo. María y Andrés están juntos, al menos cuando me llaman.
También ha fallecido Don Arturo. Yo sé que a ti te caía bien ese viejo hurón. No era mala persona, pero, reconozco que era un poco obsesivo con sus maquetas de barcos y empeñado en no salir de su habitación más de lo necesario. Aunque yo también hacía maquetas de barcos creo que nuestra conversación no tenía nada más en común. Solo salía a comer o cenar, pero últimamente se negaba incluso a participar en los juegos a los que íbamos todos por la tarde.
Finalmente acabó saliendo de su habitación hasta el tanatorio del Centro. Al menos el viaje no fue largo ya que el tanatorio está en sótano de la Residencia.
Deambulo por los pasillos. Apenas me alumbran las luces de emergencia.
Las puertas de acceso están un poco sucias; hace mucho que no veo al señor vestido con su mono azul que me saludaba desde el exterior. No me atrevo a preguntar por él. Que más me da. Últimamente todos nos hemos vuelto escépticos con respecto a todo lo que nos cuentan; ya no nos creemos nada. Y las cuidadoras, por su parte, lo han entendido y tampoco se preocupan de ocultar lo que para todos es evidente.
Llueve en la calle: resulta muy triste ver la lluvia desde aquí dentro sin tan siquiera disfrutar de su olor. En realidad, desde que no podemos salir a la calle, todo es triste y monótono. Tan solo en contar días, o descontarlos.
Todas las mañanas cojo tu foto de la estantería, junto a la cama y la beso. Un ritual que repito cada mañana nada más levantarme.
La estancia, es amplia. Espartana en su decoración, con algunos muebles que nos trajimos y otros pocos que ya había aquí.
Al saltar de la cama, me he lavado a conciencia, he hecho y recogido la habitación. Sin esperar ayuda. Hoy no voy a esperar el desayuno.
Me pongo mi mejor camisa, los pantalones negros, los zapatos lustrados, el cinturón y los gemelos que me regalaste. La chaqueta la he dejado en el armario hasta el último momento, cuando vaya a salir. Sé que no te gusta que me la ponga antes de tiempo y la arrugue. Un toque de colonia fresca; sigo siendo coqueto, en eso no he cambiado.
He decidido no respetar la cuarentena. Si tu estuvieras aquí sería otra cosa.
Después de que te fueras quise volver solo a casa. Los chicos se oponían, pero yo me encontraba sano y lúcido. El jardín, el banco de carpintero, mis maquetas, que son mejores que las de don Arturo, que en paz descanse…todo me tendría que procurar entretenimiento. Además, allí ellos irían muy a menudo.
Solo. Ya lo habíamos hablado: nada de ser una carga para ellos.
Tan solo les acepté la pequeña ayuda de una señora, que vendría martes y jueves, para hacerme comida y limpiar la casa.
Hasta que un martes me encontré raro.
Después del ictus tuve que acceder a volver a la Residencia y ya no salir a no ser con los pies por delante. Ya no podía estar solo, por temor a que me repitiera.
Me visitaban siempre que podían; ellos tienen su propia vida. Ahora, con la pandemia ni eso.
Nos vemos por videollamada muy a menudo. Una enfermera muy amable me ayuda con una Tablet de esas…
Llevo mucho tiempo pensándolo: sobro. Y tampoco tengo ganas de tirar para adelante.
Hoy he decidido unirme a todos nuestros compañeros enfermos. Están confinados en un ala del edificio, tan solo esperando la muerte. Apenas hay esperanza para ellos.
Al menor descuido de los cuidadores me uniré a ellos. Por eso me he vestido con mis mejores galas.
Cuánto te echo de menos. Nos vemos pronto, querida.
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