Mi madre tuvo 11 hijos. Su vida fue trabajar sin descanso. Sus jornadas comenzaban nada más levantarse por la mañana, y apenas si tenía tiempo por la noche para sentarse un rato a descansar. Sin embargo, nunca la escuche quejarse. Jamás enfermaba. Las únicas ocasiones en que podía quedarse reposando en la cama, tenían lugar cada vez que le tocaba dar a luz. Después del parto, solo dos días de descanso, al tercero se levantaba dispuesta a seguir con sus tareas. En esas ocasiones entrabamos de uno en uno en la habitación para conocer al nuevo hermanito. Poniéndonos de puntillas, para rebasar el borde de la cama, al asomarnos veíamos una pequeña carita arrugada, que apenas si podíamos distinguir, envuelta entre las cascadas de puntillas de la toquilla. A su lado se encontraba mi madre vestida con un camisón de primorosa tela, color azul cielo, con hermosos encajes blancos alrededor del cuello. En esos momentos desprendía mucha luz.

Este instante que acabo de relatar es solo un episodio, guardado en el recóndito lugar de donde se evocan las emociones más placenteras, y que me viene a la mente cada vez que pienso en mi madre. Ella es una de esas personas que contribuyeron a lograr, con su trabajo y esfuerzo, el fin de la situación de tremenda penuria y enormes dificultades por las que pasó este país después de la guerra. El progreso y la modernidad que ahora disfrutamos se la debemos, a quienes como ella, abrieron ese camino con su capacidad de sacrificio y su vida honrada. Son estas personas, como la gran mayoría de los padres de los que formamos la generación de los sesenta, los que escribieron la historia de la vida cotidiana de este país. Pero si queremos conocer un poco más de su vida y su personalidad, será necesario poner en antecedentes al lector de cómo y de donde procedía, explicar cómo era su físico, su característica forma de ser… en fin, todos aquellos detalles que conforman la personalidad de un ser humano.

Su nombre es Consuelo. Nació en un pequeño pueblo del interior de lo que ahora es la Comunidad Autónoma de Castilla y León. La fecha de su nacimiento vino a coincidir con los convulsos años previos a la Guerra Civil Española. Su primera infancia y los años precursores de su naciente adolescencia transcurrieron, por tanto, entre las numerosas dificultades de índole económica y de todo tipo, que sufrió la sociedad española en aquellos duros momentos de la posguerra.

Después de algún tiempo de formación académica en la pequeña escuela de su pueblo, pocos años en realidad,  adquirió los mínimos conocimientos indispensables para el aprendizaje de la lectura y escritura, así como la práctica somera de las cuatro reglas matemáticas. Estas aptitudes compusieron todo su bagaje cultural y la experiencia, en su caso limitada, que necesitaría para desenvolverse en la vida. 

Era la mayor de cuatro hermanos. Contaba aproximadamente unos trece años de edad cuando su familia se trasladó a vivir a la capital de la provincia. Allí tuvo la suerte de encontrar trabajo como aprendiza en un taller de costura. Conseguir aquella ocupación constituyó una gran oportunidad, porque contribuyo a mitigar en parte las penurias económicas que pasaban en su casa. Además el trabajo le gustaba, con su habilidad, y la práctica diaria, llegó a convertirse en una buena modista.

Cuando empezó a trabajar, con tan solo quince años, su presencia física ya anunciaba con claridad la hermosura que se revelaría con todo su esplendor no tardando mucho tiempo. Su belleza de corte clásico podría haber competido con las bellezas de la época clásica griega. Su estatura algo más elevada de lo normal en muchachas de su generación, pero no sobrada, lo que le daba un aspecto distinguido. De constitución delgada, en aquella época de carencias, su flaqueza llegó a ser extrema, a pesar de lo cual sus medidas eran casi perfectas. El color de su pelo rubio rojizo, la piel pálida y fina, los ojos grandes de color marrón oscuro, enmarcados debajo de una cejas anchas y bien marcadas. Los labios gruesos se plegaban sobre unos dientes perfectamente alineados, aunque no solía enseñarlos mucho, porque cuando reía su alegría estaba casi siempre en sus ojos y en una media sonrisa que a veces más bien parecía tristeza.

De carácter reservado, nunca usaba para expresarse más palabras de las necesarias. Su sinceridad era aplastante, sin darse cuenta de ello, hacia a veces comentarios poco agradables para el que los escuchara, aunque su deseo nunca era herir sentimientos. Pero si te hacía algún halago, podías estar seguro de que decía la verdad sin intención de adularte, porque ser lisonjera nunca llegó a formar parte de su personalidad. Tenía buenos sentimientos y nunca dejaba de atender a quien, pidiendo algo, llamara a nuestra puerta. 

Me gustaba mucho contemplarla cuando se disponía a arreglarse para salir. Me quedaba embobada viendo cómo se componía y que aspecto tan bello ofrecía con el simple gesto de pintarse los labios de rojo carmín. Era elegante vistiendo y los trajes le sentaban como un guante. La falda estrecha ceñía su cadera y terminaba por debajo de sus rodillas. La chaqueta corta, ajustada a su talle, y con manga de largo francés. Lo último que se ponía eran las medias, despacio para evitar que se hicieran una carrera, y también para ajustar la costura trasera de manera que quedara bien delineada. Los zapatos eran de corte salón, puntera estrecha y tacón afilado; con ellos puestos su figura ganaba en prestancia y distinción.

Me gusta pensar que ese era el aspecto que presentaba el día en que se encontró, por primera vez, con el hombre que se convertiría en su marido y que por eso él se enamoró de ella a primera vista. Mi padre salió una tarde de su casa convencido de que antes de regresar se encontraría con la mujer de su vida. Llevaba poco tiempo caminando cuando distinguió a lo lejos la figura de mi madre, parada delante del escaparate de una tienda de telas. La conversación que tuvo lugar entre ellos en ese momento fue decisiva, de tal manera, que apenas transcurrido un año desde aquel primer encuentro tuvo lugar la boda.

Mi padre era hijo de un afamado empresario del sector de la hostelería que regentaba un restaurante en la localidad. Era un local de éxito, que daba buenas comidas, además de celebrar bodas y banquetes en la capital. Su familia, al contrario que la de mi madre, no pasaba ninguna necesidad. Tenían una vida fácil, incluso en aquellos tiempos de hambre, racionamiento y estraperlo, en que las dificultades para la vida de la gran mayoría de sus habitantes eran enormes.

Al principio todo fue bien. Después de la boda, mi madre dejó su trabajo y empezó a colaborar en las tareas que comportaban el negocio familiar de su marido. Con el tiempo y la práctica de ayudar en las tareas de la cocina en el restaurante aprendió allí otra profesión, la de cocinera. Poco sospechaba entonces que tener esos conocimientos le serviría de mucha ayuda en su vida futura.

Los hijos empezaron a llegar, casi cada año uno. En aquella época la planificación familiar era un concepto desconocido, se tenían los hijos que Dios quisiera mandar, en el firme convencimiento de que tenía que ser así. Al trabajo que desarrollaba en el negocio se sumaba el cuidado y atención de los hijos, por eso sus jornadas eran interminables, y el tiempo libre disponible escaso. A pesar de ello la vida en estas pequeñas capitales de provincia, en esa España de los años cincuenta, transcurría lenta. Las tardes eran tranquilas y siempre se disponía de algún rato para llevar a los niños de paseo a los parques cercanos a la casa, una manera de poder dedicar algo de tiempo a los hijos hasta que llegase la hora de la cena. La circulación de coches era escasa, la población mucho menos numerosa de lo que es ahora, sus habitantes conocidos entre ellos, casi como si de un pueblo grande se tratara.

Los problemas empezaron a llegar cuando la familia se vio obligada a dejar el local donde se sustentaba el negocio, que no detentaban en propiedad, sino que era alquilado. De la noche a la mañana se vieron desalojados del establecimiento y en la necesidad de buscar, no solo un lugar donde seguir desarrollando el trabajo, sino también un lugar donde vivir puesto que vivienda y empresa compartían espacio.

Persiguiendo un nuevo modo de vida se trasladaron a otra ciudad, donde vivían dos de los hermanos de mi madre, que pudieron proporcionarle alguna ayuda en los primeros momentos. Empezar de nuevo no resultó sencillo con siete de los hijos ya nacidos, sin trabajo, sin dinero y sin casa. Pero de todo se sale con esfuerzo. Durante unos cuantos años pudieron mantenerse mediante el arrendamiento de los bajos de un edificio que convirtieron en hotel. Con los conocimientos, adquiridos por ambos, trabajando en el restaurante familiar se pusieron en marcha y se afanaron en sostener el nuevo establecimiento en el que pronto, en cuanto tuvieron edad para ello, empezaron a colaborar los hijos mayores. En aquel momento con tan solo catorce años, ya se podía trabajar de forma oficial, aunque fuera de la legalidad podía ser más pronto aún.

En parte porque el negocio no era demasiado rentable, y quien sabe si también, como suele suceder, por añoranza de la tierra de origen, el caso es que decidieron regresar a sus raíces. La vuelta fue similar a la partida en el sentido de que la emigración no se había saldado con la consecución de ninguna fortuna, de modo que se trataba de volver a empezar de nuevo sin nada en los bolsillos y con las cargas familiares aumentadas en cuatro hijos más. A esta circunstancia cabe añadir que mi padre había sufrido una enfermedad que le había inutilizado para el trabajo físico.

Mi madre se encontró convertida en la cabeza de familia y obligada a sostener con su trabajo, ella sola, la carga que suponía. De trabajar en su propio negocio pasó a convertirse en asalariada. Gracias a su experiencia en la hostelería, había obtenido una excelente preparación como cocinera, lo que le sirvió de mucho para colocarse como tal en un colegio. Mientras tanto y por fortuna los hijos crecían y empezaban a buscar formas de vida.

Una vida entera trabajando dentro y fuera de casa, a tiempo completo y con muy poco espacio vital para dedicar a ella misma. Siempre en lucha por la supervivencia. Solo después de la jubilación, con su retiro ganado con tanto esfuerzo, ha podido mirar atrás para ver con satisfacción el fruto de su labor. Es hora de descansar tranquila y complacerse de los triunfos de sus hijos, que han tenido una vida más fácil, en gran medida gracias a su empuje y coraje.

Sirva de homenaje este relato, personificado en mi madre, pero extensivo a toda una generación de nacidos en la posguerra, hombres y mujeres que nos cobijaron en su regazo con amor. Aquellos que, sin haber buscado nuestra venida al mundo, se enfrentaron conjuntamente con valentía a su destino, sin rendirse nunca, consiguiendo con su esfuerzo que este país renaciera de sus cenizas.

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