Bernardo cumplía los setenta y cinco años. Con motivo de su onomástica, reunía a toda la familia en la casa del pueblo donde nacieron él y sus hijos. No podía dejar pasar por más tiempo la obligación de transmitirles la herencia recibida, y qué mejor momento que este.

Su situación no tenía nada que ver con la vivida por sus padres. Él y sus hermanos crecieron en la España rural de la posguerra y supieron aprovechar oportunidades durante la reconstrucción del país. Sus padres, sufrieron las penurias de principios del siglo XX. Vieron pasar su vida trabajando en el mundo rural, sacándole a su pequeño terreno vida de donde no la había. Siempre encontraron la forma para sacar adelante su casa. Exprimían la tierra y hacían magia para que tuvieran siempre algo que llevarse a la boca, prendas para espantar el frío y buenos consejos. Con enormes sacrificios fueron capaces de darle a Bernardo y a sus cuatro hermanos, una formación a la que ellos nunca tuvieron posibilidad de acceder y una educación cargada de valores.

Bernardo nació en 1925. Su infancia transcurrió en la inconsciencia que aportan esos primeros años de fantasía infantil. Su pueblo, un villorrio perdido y tan poca cosa para el resto de la humanidad, que la guerra casi ni se dignó a pasar por allí. Ahora, cumpliendo setenta y cinco años, vuelve la vista atrás. Recuerda a sus padres con cariño. Jamás le dio valor a todo lo que le daban, por no haberle faltado lo necesario nunca.

Ahora mira a sus hijos, Gervasio y Carmela, y recuerda cómo la vida puso en sus caminos a una persona que les dio la oportunidad de acceder a una buena formación. Don Antonio Vera, un maestro de pueblo vocacional totalmente entregado a su labor y que tenía como objetivo que a los niños de su pueblo nada les impidiera aprovechar sus capacidades, sacó adelante una generación, hijos de otra que fue sentenciada a pasar por el mundo sin dejar huella, tras cumplir con la gran responsabilidad de reconstruir una nación partida en dos. Gracias a él –D. Antonio— y a la perseverancia de sus hijos, sus vidas se encontraban en una posición de clase media acomodada. Incluso podía permitirse algunos caprichos. Ahora creía que era el momento de que conocieran a su abuela y que mejor ocasión, que esta justificada reunión familiar.

La herencia que había recibido de su madre, cambió su vida para bien y ahora quería que también cambiara la de sus hijos, pero consciente de sus limitaciones, tenía dudas en cómo plantearlo.

El sol no quiso faltar a la cita en su cumpleaños y esto les permitió pasear por las calles del pueblo, que en esta época del año llenan sus ventanas y balcones de plantas y flores. Casi todo había cambiado desde que se destrozaba las rodillas persiguiendo a los amigos en su niñez. Ya no eran las calles de tierra y fango, marcadas por hondas cicatrices del paso de los carros. Ni las casas olían a estiércol por compartirlas con las bestias.

Ahora las calles lucían con un pavimento de piedra que brillaba al sol. Las casas con fachadas bien repechadas y encaladas. Balcones y ventanas con buenos hierros forjados y en la plaza una hermosa fuente y los pocos niños que quedan en el pueblo, jugando. Pero algo que agradecía, no había cambiado. Los mayores seguían con la vieja costumbre de sacar las sillas a la puerta de la casa, y compartir charlas con los vecinos. Esto les permitió saludar a muchos paisanos que hacía tiempo que sus hijos, por vivir en la capital no veían.

El paseo despertó las voces de sus tripas y tomaron el camino a casa para acallarlas.

Bernardo les había anunció que tenía que hablar con ellos tras el almuerzo. Le pidió a su mujer, Milagros, que tras recoger la mesa aparcara el fregado, les pusiera un café, tomara asiento junto a sus hijos, y atendiera a lo que tenía que anunciarles. La cara de su mujer expresaba preocupación e incertidumbre ante lo que su marido iba a anunciarles. Ella siempre por mecanismo de defensa, se ponía en lo peor. Sus hijos intercambiaron gestos de complicidad. No sabían si les caería un sermón insufrible o les anunciaría algún cambio radical en sus vidas.

Se dirigió a ellos con las siguientes palabras:

—Pasé más de cincuenta años conviviendo con una mujer, vuestra abuela Adela, mi madre. Una mujer que creía conocer y ahora se que nunca llegué a conocerla. No os preguntéis como es esto. De lo único que tenía certeza, es que aún naciendo un seis de enero, nunca creyó en los reyes magos.

Veo en vosotros cara de sorpresa, que estáis pensando que cómo puedo decir que no conocía a vuestra abuela. Hoy os va a hablar ella, como me habló a mí, hace ahora año y medio. Hoy os voy a comunicar la herencia que nos dejó y después sacareis conclusiones. Sabréis si también vosotros llegasteis a conocerla o no.

La palabra herencia, aumentó la expectación. Esto era evidente en sus rostros, que ahora reflejaban una mueca de gran interés. Bernardo continuó con su charla.

—Entre las pertenencias que nos entregaron tras morir vuestra abuela, en la residencia en la que la habíamos depositado vuestros tíos y yo, se encontraban varios objetos personales y una carta dirigida a nosotros. Esta carta que ahora voy a leeros, quiero, y no os costará trabajo, que escuchéis la voz de vuestra abuela e intentéis llegar al fondo de sus palabras. Que os situéis en el contexto de quien la escribe y la escuchéis con atención.

Carta a mis hijos con los que no compartí mi vida

Vuestras visitas, tan distanciadas en el tiempo que ya no recuerdo cuando fue la última, me obligan a escribiros.

Imagino vuestra sorpresa al leer estas letras escritas por vuestra madre. Jamás os pudisteis imaginar que una analfabeta nonagenaria fuese capaz de aprender a leer y escribir, cuando ya estabais convencidos que mis manos solo servirían para esparcir azúcar a los pestiños.

Mis vidas son dos. Una larga que no viví y otra corta que justificó venir a este mundo. La primera, de la que conocéis parte, duró noventa años. Infancia sin nada que contar, penosos trabajos agrícolas, y niños colgados de mis pechos succionándome la vida, mientras atendía las necesidades y caprichos de una numerosa familia. Pasé directamente de la infancia a la vejez pendiente de las urgencias demandadas por mi entorno. Ni tiempo para disfrutar a unos hijos, ni para apreciar el posible cariño que pudisteis mostrarme en algún momento. Pasaron los años como el solano. Secándolo todo sin aportar nada.

La segunda, comenzó hace nueve años al cerrarse tras de mí las cancelas de entrada a la residencia donde me depositasteis.

Los primeros días se consumieron lentos, intentando adaptarme a un mundo donde todo era nuevo para mí. Por las mañanas memorizar mi medicación. Dos píldoras de las rojas, dos de las verdes, una amarilla y tomarlas con la primera comida del día. Me costó entender que el desayuno y los alimentos llegaban a la mesa del comedor sin que yo hubiera pasado por fogones. No tenía que acudir después por la cocina a fregar, ni remendar pantalones o calcetines al caer la tarde. Costó, pero me acostumbre rápido.

Los paseos por el jardín, que en principio me resultaron incómodos por no tener nada que hacer, pronto se convirtieron en muy placenteros, al encontrar en la compañía de Carlos, el milagro de mi vida.

Nadie del personal de la residencia entendía como un profesor universitario, natural de México, amante de la poesía y que tenía a la educación como el valor supremo, escogía a una analfabeta como acompañante de sus paseos, compartía su mesa y se habían hecho inseparables. En sus caras se intuía su pregunta. ¿De que hablarán?

Carlos, al que nunca le preocupó el futuro, consiguió en poco tiempo y de forma divertida, que entendiera y manejara las imposibles curvas y rectas de las letras. Que fuera capaz de dibujarlas en el papel y ganarme la admiración de todos los residentes y trabajadores de mi nuevo hogar, al escribir con letra clara, la carta de despedida a Anselma por su jubilación. Auxiliar que siempre encontró las palabras justas, para animar y motivar a los que formamos esta familia.

Desde las primeras semanas me inició en lo que él llamaba “nuestro momento”. Un cuartito de hora manteniendo la atención en la respiración. Aprendí a ver el mundo de forma diferente. Comencé a valorar lo que me rodea. A dejar de preocuparme por aquello que no depende de mí. Descubrí colores que no existían, sonidos que nunca oí, belleza en las sombras, amor en un gesto, calor en una mirada. Todo despertaba la curiosidad de esta niña de más de noventa años. Como unas mariposas aletean nerviosas para desplazarse pocos centímetros y otras con un suave movimiento, recorren metros.

Espigar el trigo no es ahora premonición de espalda dolorida. Ni el florecer del azahar anticipa unas manos castigadas y arañadas. Uno es mi compañero de baile mecido por el viento al ritmo de mis limitados pasos de vieja, el otro pone sentido a lo que podría ser mi última noche en primavera. El sol de verano que desde niña envejeció mi piel, ahora da valor a la sombra de la higuera junto a la fuente.

Carlos hace ya tres años que emprendió lo que él llamaba “la aventura apasionante” y sigue acompañándome en mis paseos. Una amistad tan pura no puede ser separada por la muerte.

Cuando se va acercando la fecha de mi noventa y nueve cumpleaños, recibo mensajes durante “nuestro momento”, de mis tres magos: Zenón, Luccio Anneo y Epicteto, anunciando su pronta visita para acompañarme en mi aventura apasionante. Me lleno de compasión sintiendo como se os escapa la vida sin vivirla.

No sufro por vuestro presente, como dejé de sufrir por mi pasado. Si interpretáis estas letras como chocheo de vieja y no leéis mas allá de sus líneas, os queda un largo camino por recorrer. Descubrirlo está en vosotros.

Besos.

Bernardo observo a su mujer y sus hijos. El silencio era tan espeso que incluso convertía en tonos grises los rayos de sol que entraban por los ventanales.

Rompió el silencio y puso su epílogo a la herencia.

—Esta carta de vuestra abuela dirigida a sus hijos, apareció en su cama el seis de enero, junto a un camisón de flores y un rosario de nácar.

Cuantas madres y abuelas han dejado este mundo con la satisfacción del deber cumplido; sin saber que no han vivido y sin que su entorno llegara a conocerlas ni reconocieran sus esfuerzos.

De vosotros depende ahora el valor que daréis a vuestras vidas, a las personas que os rodean y a las que os precedieron.

Ignacio Calvo

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