SINOPSIS:
Para el “Maldito Viejo”:
Estúpido, testarudo, grosero y canalla.
Mi mejor amigo. El único que creyó en mí. Erick Singh pudo ser muchas cosas a lo largo de su vida. Y puede que la gente que lo odiara tuviese razones para ello. Incluso he de admitir que llegué a detestarlo con todas mis fuerzas. Pero, como es sabido, tras la tormenta atronadora se refleja el arcoíris. Erick me descubrió el arcoíris más brillante que una estúpida como yo pudiera haber visto jamás.
¿Sabéis? Pensaba comportarme de manera respetuosa. Pero esa no sería yo. Para todos aquellos que se alegran de lo ocurrido: que os den. No tenéis ni idea de lo que Erick podría haberos enseñado. Y tengo la sensación de que, allí abajo, él me está esperando para seguir abriéndome más los ojos.
Con cariño: Ova Bryce.

CAPÍTULO 1– ASALTO EN LOMESOME STR-EAT.

Newport (Gales), 1986.
La niebla empapaba desde la acera hasta llegar a los primeros pisos de la calle Lomesome Street. Por lo general, era una avenida silenciosa y poco transitada. Aunque, aquella noche, su habitual sosiego fue interrumpido por los motores de un “Renault Space” negro con llamas tuneadas en las puertas. Para todos aquellos que vivían por la zona, aquel vehículo era sin duda propiedad de Patrick Hannigann.
El coche aparcó a las puertas de la gasolinera, bautizada con el nombre de Lomesome Str-Eat. Un estúpido juego de palabras.
–Será un momento –dijo Patrick, un rubiales con chupa de cuero que fumaba un John Player
Special contaminando el interior del Renault con su humo–. Entras, las coges y nos largamos.
–¿Por qué tengo que entrar yo? –discutió una muchacha, sentada en el asiento del copiloto.
Tenía unos enormes ojos verdes, similares a los de un gato, y el cabello completamente teñido de morado–. Yo soy la única de los cuatro que no bebe.
–Pero eres menor –intervino un chico pecoso desde el asiento de atrás–. A nosotros nos mandarían a la trena.
–¿Tienes miedo? –le retó una chica de piel pálida y cabello negro–. Creí que eras rebelde.
–Lo soy –aseguró la muchacha del pelo morado–. Tan solo es que no sé por qué me mandáis a mí, si…
–Bla, bla, bla… –interrumpió la morena–. Sabía que no tendría valor, Patrick.
–Hoy estás más capulla de lo normal, Kay. –respondió Patrick. Luego miró a su copiloto–Venga, Ova. Hazlo por nosotros.
La chica salió del coche con las manos en los bolsillos y se dirigió a la tienda.
–Mirad qué culo –rió Patrick, recostado en su asiento.
–Eres un cerdo –dijo Kay.
Ova Bryce tenía diecisiete años. Vestía una camiseta de tirantes amarilla, un chaleco vaquero y una minifalda morada a juego con su pelo.
Le gustaba Patrick. Quizá porque era un chico malo de los que leía en revistas y comics románticos. O a lo mejor era por aquella mandíbula cuadrada que se perfilaba en su rostro. Y descarada, Kay Becker trataba de recuperar a su exnovio mostrándose arisca con sus nuevos ligues.
Martin Becker, el pecoso de al lado de Kay, su hermano mellizo, no era más que un cerdo capullo de manual. Quizá igual que Patrick, pero, al no contar con ese físico de portada de revista adolescente, Martin sólo se resumía en un baboso.
Ova llegó a la tienda y el timbre de la entrada despertó a Ranjid Kapoor, el dependiente y único encargado de Lomesome Str-Eat.
–Buenas noches –dijo el hombre, casi automáticamente.
–Sí… – rió nerviosa–. Buenas.
La muchacha caminó lentamente por uno de los pasillos, oteando con disimulo algunas revistas de jardinería, tratando así de atrasar lo inevitable. Ranjid no tenía habilidad para colocar nombres, pero sí para percibir cualquier tipo de
delincuencia. Apretó con cautela un botón de debajo del mostrador, y el detector de la puerta se apagó al instante.
Ova colocó una caja de seis cervezas en la repisa y le sonrió estúpidamente.
–¿Tienes dieciocho años? –preguntó el joven de origen indio.
–Cla… claro.
–No te importará enseñarme el carnet.
–No. Pero antes… –señaló al estante que se encontraba en la espalda de Ranjid–. ¿Me das uno de esos chicles?
Cuando Ranjid se dio la vuelta, Ova agarró las cervezas y corrió hacia la salida. Pero algo no ocurrió como ella esperaba.
El golpe fue sordo y duro. Notó un calor pesado en su frente y un leve impacto de su espalda contra el suelo. Veía nublarse el ventilador en el techo. Y los pasos de Ranjid retumbaban cada vez más cercanos.
–Estos adolescentes nunca dejan de sorprenderme –escuchó entre ecos–. Te vas a quedar aquí conmigo hasta que vengan a buscarte.
Ova cerró los ojos para calmar el dolor. Ante el silencio ensordecedor, se escuchó el motor del Renault Space de Patrick Hannigann alejarse de allí. “Capullo” pensó.
Ya había amanecido cuando Ova dejó de necesitar que aquella bolsa de hielo presionara el doloroso bulto de su frente. Se encontraba en la sala de espera de la comisaría de Newport. Allí, algunos agentes la conocían de vista, aunque nadie la consideraba una delincuente juvenil.
Frente a ella, se escuchaban las voces de sus padres, Elliot y Dolly Bryce, hablando con el agente Terry Barnett tras la puerta.
–Comprendo la situación, señor Bryce –insistía Barnett–. Pero su hija ya ha sido fichada por la policía y absuelta por ser primeriza. Sé que no es una mala chica y que contáis con una serie de problemas en casa que le dificultan llevar una vida normal. Pero esto es lo máximo que puedo ofrecerles.
–Lo entiendo, agente –dijo Elliot Bryce, profesor de matemáticas en la escuela primaria de Mrs. Edwing Nottingham, centro al que había asistido Ova antes de pasar a la secundaria.–Sentimos lo ocurrido y esperamos que nuestra pequeña aprenda los valores que le faltan.
Ova escuchaba atentamente, disgustada con su padre y preocupada por la reacción de su madre.
Dolores (Dolly) Bryce había trabajado dos años como cajera en un supermercado, aunque se vio forzada a dejarlo debido a sus numerosas y graves enfermedades mentales. Entre ellas aparecían la bipolaridad, depresión crónica, narcolepsia y perdidas graduales de memoria acorto plazo.
Pasado un instante, que a Ova le pareció eterno, sus padres salieron acompañados por el orondo agente Barnett.
–Ova, cariño –Elliot la abrazó. Ella pareció no inmutarse–. Siento mucho todo esto. Sé que a menudo te sientes sola. Pero esperamos que esto pueda ayudarte.
–¿Ayudarme?
Barnett dio un paso al frente.
–¿Ova Miranda Bryce? – preguntó retóricamente–. Acompáñeme, por favor.
Ova se despidió de sus padres y subió en el coche de policía junto a Terry Barnett. Hacía tiempo que no montaba en un vehículo cuyo conductor hacía uso del cinturón de seguridad.
–¿Quieres que ponga algo de música? –preguntó Barnett pasado un rato, con la intención de
romper el incómodo silencio que inundaba el interior del coche.
–Como quieras.
–Tienes un pelo muy chulo –volvió a abordarla el policía–. ¿Es tintado?
–Es de nacimiento –vaciló ella.
–Mira, sólo intento que el paseo sea más agradable.
–Si quieres darme conversación, ¿por qué no me dices adónde vamos?
–¿Dónde crees que te estoy llevando? –rió Barnett.
–Yo qué sé ¿A la cárcel?
Terry comenzó a carcajear exageradamente.
–Qué risa más falsa.
–Si fuera a encerrarte –explicó él– no te llevaría en el asiento del copiloto y sin esposas. Además, la prisión por intentar robar unas cervezas y chocarse contra la puerta me parece algo exagerado.
Ova palpó con cautela el chichón de su frente. Todavía latía.
–¿Entonces adónde?
–Es una sorpresa –dijo Barnett.
Al cabo de cinco minutos llegaron a un gran edificio color beige gastado, con un pequeño letrero de metal en el que podía leerse “SAN VILLAFÉ”.
–¿Qué es este sitio? –inquirió la muchacha bajando del coche y siguiendo al policía–. ¿Un manicomio?
Terry Barnett volvió a reírse. Ambos entraron en el recinto.
El lugar olía a naftalina y zumo de manzana. Aquello asqueó a Ova. Aunque la decoración de recepción era de lo más acogedora.
Terry se acercó al mostrador y comenzó a hablarle a una mujer con aspecto de enfermera. Mientras tanto, Ova analizó el lugar.
Había una vieja televisión que emitía el canal 1 para todos los ancianos que, o bien dormían o se quejaban del sistema político.
–Sígueme –dijo Barnett.

Subieron a la segunda planta y cruzaron un pasillo blanco repleto de puertas de metal.
–Teniendo en cuenta tu temprana edad y tu situación familiar –dijo el agente deteniéndose frente a la habitación número 27–, hemos decidido que durante los próximos tres meses cumplirás una condena de servicios comunitarios cuidando de uno de los ancianos residentes en el asilo de San Villafé.
–¡¿Qué?! – exclamó la muchacha–. ¡No quiero cuidar a un viejo!
–Verás, Ova –Terry colocó su mano sobre el hombro de ella–. Dada tu situación, esto es lo mejor que podemos ofrecerte. Además, apuesto a que será para ti una experiencia de lo más enriquecedora –comenzó a girar el pomo–. Te presento a Erick Singh.
Al abrir la puerta, una bocanada de humo se estrelló contra los rostros de ambos. Olía a tabaco. Pero no a un buen tabaco como el John Player Special que acostumbrara a fumar Patrick Hannigann. Este era un aroma a hierbas y a hebra de los años cincuenta.
–¿Señor Singh? –tosió el agente buscando a tientas una ventana para disipar el humo–. ¿De dónde ha sacado el tabaco? Aquí no se puede fumar.
–La delicia de la vida es sin duda el propósito de saltarse las leyes estipuladas por esta basura a la que llaman sistema.
Aquella voz, que Ova escuchó oculta tras la humareda y ronca por los cigarros y la edad, le resultó algo familiar. Aunque al instante descubrió que no era alguien conocido, y que tan solo le recordaba a las voces de aquellos hombres longevos que se pasan el día fumando y bebiendo en los bares. Terry Barnett consiguió abrir la ventana y, poco a poco, el humo fue disipándose hasta
mostrar la clara figura de un viejo recostado en la cama cuya única prenda era un tanga de leopardo color fucsia. Tenía los ojos rojizos, la cara arrugada y una mohicana canosa y descuidada que mostraba el tatuaje de una calavera en su sien izquierda.
–Tengo la sensación –añadió fijando sus fríos ojos en Ova– de que esa bolsa de hormonas va a sacarme de este antro.
–¿Puede hacer el favor de vestirse? –le rogó Terry ofreciéndole una bata azul cielo que había cogido del armario.
Erick exhaló dos columnas de humo por su ganchuda nariz.
–Veo que en el mundo exterior todavía seguís con esas pamplinas sobre los cuerpos desnudos–Terry le acercó la bata–. Sí, sí. Ya voy.
–Bueno, Erick –dijo el agente Barnett–. Te presento a Ova Bryce. Ella ha sido condenada a servicios comunitarios y…
–¿Ova? –mustió–. ¿Qué mierda de nombre es ese?
–¿Y qué mierda de pelo es ese? –respondió ella, algo irritada.
–¿Y qué coño le pasa al tuyo? ¿Por qué es lila?
–Es tinte, estúpido carca.
–Bueno, bueno –interrumpió el agente Barnett–. Veo que habéis entablado una relación en tiempo récord –bromeó después.
Erick volvió a mirarle a los ojos.
–Sácame de aquí, niña.
El agente Barnett ayudó a Erick a subirse en la silla de ruedas y colocarse el camisón. Después, los tres salieron del asilo de Villafé.
–A partir de aquí lo dejo en sus manos, señorita Bryce –dijo Terry Barnett–. Tendrás que llevarlo a su casa, hacerle la compra, sacarlo a pasear de vez en cuando…
–¿Qué soy? ¿Un puto perro?
–… y cuidar de él durante los próximos tres meses.
–¡Tres meses es mucho! –se quejó Ova.
–No tanto como una condena por hurto –aclaró Terry.
Cuando el agente Barnett se marchó en el coche de policía, la chica sintió una presión en el pecho. Aquel esperpento de la naturaleza sería su íntimo compañero durante los próximos tres meses.
–¿Me vas a tener aquí parado toda tu condena? –gruñó Erick.
Ova no contestó. Se limitó a agarrar la silla de ruedas y empujar hacia la salida del asilo.
–¿Adónde vamos? –preguntó mosqueada.
–Necesito unos jodidos gofres –refunfuñó el viejo–. Vamos a Peevensee.
Peevensee era una cafetería/bar de desayunos situada al norte de Newport. Concretamente en la calle Penffald.
– ¿Qué has hecho? –curioseó Erick mientras Ova empujaba la silla hacia la cafetería.
–No he hecho nada.
–Ah, ¿no? – rió–. ¿No me digas que te han condenado por sorteo?
–Robé unas cervezas.
–Ah –se acomodó en el respaldo–. Bien hecho.
–¿Bien hecho? –se extrañó Ova–. He robado. Eso no está bien.
–Mira, niña. Voy a transferirte una serie de lecciones que te servirán de algo para tu patética vida.
–No, gracias…
–Lección número uno –prosiguió él–: si quieres algo, ve a por ello.
Ova suspiró y dejó escapar algo parecido a una risa desganada.
–Lo mejor es que ni siquiera quería hacerlo.
–Lección número dos: no hagas nada que no quieras hacer.
–Y aquí me tienes –mustió la chica–. Arrastrando tu arrugado culo hasta un bar.
–A veces, las lecciones se interponen entre unos y otros. Estás empujando mi inmaculado culo hasta un bar porque yo he querido hacer uso de la lección número tres.
–¿Y cuál es esa lección?
–Te la explicaré llegado el momento.
Llegaron a Peevensee, una pequeña cafetería de madera y tonos anaranjados, llevado únicamente por una persona: Miss Millie Peevensee. Una mujer rubia y, para el gusto de Ova, extremadamente operada. Servía los desayunos con una sonrisa que, según la chica, se mantenía sola a causa del Botox.
–¡Bienvenidos a Peevensee! –exclamó Miss Millie, agitando sus enormes y perfectamente esféricos pechos ante los ojos de Ova–. ¿Qué desean tomar?
–Quiero unos putos gofres –dijo Erick.
–¿Y la señorita? –prolongó aún más su ya aterradora sonrisa.
–Un zumo.
Cuando la mujer se fue a por los pedidos, Erick volvió a mirar a los ojos de Ova.
–¿Qué es de tu vida? –preguntó–. ¿Quién es el capullo que te hace robar cervezas?
–Se llama Patrick –contestó ella. Ni siquiera supo por qué se lo había dicho.
–Es el típico nombre de niñato que se cree el rey del mundo.
–Es justo eso –afirmó Ova.
–¿Te gustan los capullos?
–Antes de conocerte habría dicho que sí.
Erick se acomodó en el banco de terciopelo naranja y se encendió un cigarro. Pero Miss Millie llegó justo a tiempo para dejar los desayunos sobre la mesa y quitarle el Chesterfield de los labios.
–No, no, no, Erick. –le sonrió–. Hace tiempo que no se permite fumar en zonas públicas.
Dicho aquello se marchó con prisa para servir el resto de pedidos. A Ova le fascinó la rapidez con la que los había atendido a ellos, a pesar de ser la única persona en activo.
–¿La conoces? –preguntó, dándole un sorbo a su zumo de mango.
–Millie es una vieja amiga –respondió Erick–. Hicimos juntos un par de trabajos en el pasado.
–¿En el pasado? –rió Ova–. En tu pasado ella no habría nacido.
– ¡Sólo le saco diez años! –gruñó Erick–. No sé si te has fijado en que está algo retocada.
–Hasta un ciego lo notaría.
–Bonnie Sweets –anunció el viejo–. El hombre al que le rompí la nariz por cuatro partes diferentes.
–¿Qué?
–Bonnie era el marido de Millie –aclaró–. Hizo cosas horribles en el pasado. Entre ellas, obligar a Millie a hacerse todas esas operaciones.
– ¡Dios mío! –susurró Ova. Ahora le había dado vergüenza de que la mujer los escuchase cuchichear sobre ella–. ¿Por qué haría algo así?
–Millie era una muchacha hermosa de diecinueve años recién cumplidos cuando Bonnie, quien entonces tenía veintiocho, quiso colocar en ella su “marca personal”. Algo con lo que nadie se la pudiese quitar. Pagó a unos matasanos que le prometieron a Millie buenos resultados a sabiendas de cómo iba a quedar.
–¡Eso es terrible!
–Cuando me enteré, mandé a Bonnie al hospital en tiempo récord –analizó sus arrugados puños–. Todavía puedo notar su estúpida nariz crujiendo contra mis nudillos.
Al acabar de desayunar, Erick se despidió de Millie. Después, Ova lo montó en la silla con dificultad y lo llevó cuesta arriba tres manzanas hasta llegar a Bridge Street, la calle más cochambrosa de aquella zona de Newport.
La casa de Erick Singh era una chabola vieja y descuidada. Desde el exterior parecía de unos ocho metros cuadrados.
–¿Esto es tu casa? –preguntó la chica mientras el viejo sacaba unas llaves semioxidadas.
–Así es –afirmó abriendo la verja del pequeño jardín cubierto de hojarasca seca–. Yo la llamo “La Tumba”.
–Es un nombre apropiado.
La puerta de entrada se abrió con más dificultad, arañando la madera reseca contra los adoquines cuarteados del suelo.
Al entrar, Erick se levantó de la silla y se estiró, haciendo crujir todos los huesos de su columna.
–Es… espera… – tartamudeó Ova–. ¿Puedes…?
–Claro –fue hasta el sofá y, de un salto, se recostó en él–. ¿Me tomas por un tullido?
–¡¿Y por qué me has hecho llevarte hasta aquí?!
–Lección número tres: si no quieres hacer algo, manipula para que lo hagan por ti.
–¡Hijo de…!

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS