Carmen pasaba de los ochenta, es más, le faltaba poco para los noventa, pero era tan presumida que seguía sin decir su verdadera edad cuando le preguntaban. Ella se miraba en el espejo y no veía a la señora mayor que se reflejaba, ella se veía como cuando tenía cuarenta años, con todas las cosas en su sitio, antes de que la gravedad hubiera causado estragos en su cuerpo. Pero no se arrepentía de haber llegado a esta edad, estaba orgullosa de todo lo que había vivido. Tuvo un matrimonio feliz hasta que Juan la dejó porque su corazón no quiso seguir latiendo, aunque de eso hacía ya doce años. Sus hijos seguían yendo a verla, antes iban a la casa familiar, se reunían todos los domingos y ella hacía una paella gigante. Ahora las reuniones se hacen en la casa de Almudena, su segunda hija, a Carmen le fallan las piernas y ya no puede vivir sola. Ya no hay paella los domingos, pero todos se siguen reuniendo para comer, aunque, para no agobiar a Almudena cada uno llevaba algo, unos postres, otros el plato principal y Almudena hacía una gran ensalada. Después de comer los más pequeños se echan una siestecita, las hijas y yernos recogen todo y preparan café. Los nietos mayores disfrutan de lo que más les gusta hacer los domingos por la tarde, oír a Carmen contarle retazos de su vida. Francisco hasta lleva una libreta, va a escribir las memorias de su abuela, está estudiando periodismo y la historia de sus abuelos merece un libro. Francisco vive con su abuela, es hijo de Almudena y de un señor que no merece ni nombrarlo porque los dejó tirados cuando supo que ella esperaba un hijo. Aquello fue un shock para la familia, pero, lejos de echarla a la calle como hacían algunos en la época por la vergüenza, Carmen y Juan apoyaron a su hija, porque quería tener a esa criatura que no tenía culpa de nada. Francisco, que era el primer nieto de Carmen, se convirtió en una razón maravillosa para seguir criando niños, aunque ya le cogiera a una edad bastante madura. Almudena no dejó de trabajar hasta que lo descubrieron en despacho donde era secretaria y la echaron, daba mala reputación tener a una madre soltera trabajando en un bufete de tan rancio abolengo, ¡malditos prejuicios! Otro golpe que supieron llevar con una sonrisa, Juan todavía trabajaba y, aunque el sueldo de Almudena iba muy bien para poder tener la vida un poco más holgada y para comprar todo lo que el bebé iba a necesitar, ya se apañarían como lo habían hecho cuando habían venido las vacas flacas. La pobre Almudena lo pasó fatal, no solo era una carga, sino que, además, ahora no podría aportar ni una peseta, al menos hasta que pudiera volver a trabajar. Su madre le quitó importancia, nunca le dijo a su hija los «apaños» que hacía para llegar a fin de mes con dos hijos en la universidad, un sueldo menos y un niño que venía de camino. Carmen siempre había tenido una mano especial con la aguja, había vestido a sus hijos y se hacía sus propios vestidos, pero nunca había trabajado. A sus hijos ya no les hacía nada, eran mayores y se compraban lo que podían, así que pensó que podría dedicarse a la moda de forma profesional, sus vecinas le envidiaban los vestidos que se hacía, bien con patrones del Burda o con su imaginación. Ni corta ni perezosa Carmen avisó sus las vecinas y, poco a poco, se convirtió en la modista del barrio. El dormitorio de los chicos que estudiaban fuera se convirtió en su atelier. Primero vinieron las vecinas y después grandes señoras de la ciudad solicitaron sus servicios para hacerle vestidos de fiesta o para copiar los modelos de la alta sociedad que salían en las revistas. Francisco nació y no le faltó ni un detalle, lo que Carmen no le pudo hacer por falta de tiempo se lo compraron en Galerías Preciados. El pequeño tuvo dos madres. Almudena volvió a encontrar trabajo después de tener al niño, una joven bien preparada no iba a estar mucho tiempo parada. Carmen puso un parque en el atelier y se encargaba del pequeño mientras su madre trabajaba. Era un niño muy bueno y las clientas lo mimaban cuando iban a tomarse medidas o a recoger sus encargos. Así pasaron los años, cuando Francisco cumplió doce su madre se enamoró de un hombre que no dudó en casarse con ella y darle un apellido a su hijo. En Carmen explotaron un millón de emociones contradictorias, estaba feliz porque su hija había dado con un buen hombre, Rodrigo, pero por otro sabía que Francisco ya no viviría con ellos. Cuando Francisco se enteró de que tendría que irse con su madre dio un portazo y se encerró en su cuarto, no quería irse a vivir con un extraño por muy simpático que fuera y por muchos regalos que le trajera cuando iba a cenar a casa de sus abuelos, él quería seguir viviendo allí, ¿por qué tenía que irse si todos eran felices? Nadie le daba una respuesta que lo convenciera.
Pasó un año, Rodrigo y Almudena se casaron y se fueron con Francisco a su casa nueva, eso sí, no se fueron muy lejos, seguían en el mismo barrio, fue una concesión de Rodrigo, para que Francisco pudiera seguir yendo a casa de sus abuelos cuando quisiera, ya tenía trece años y se movía solo por el barrio, era un sitio tranquilo lleno de gente honrada y trabajadora, nada le podía pasar.
Cuando salía del colegio se iba a casa de sus abuelos a merendar y a hacer los deberes, le encantaba ver a su abuela coser mientras él hacía sus tareas. Su abuelo se había jubilado recientemente y se sentaba con ellos en la salita a leer, era una afición tardía pero nunca había tenido tiempo y ahora lo estaba disfrutando. Carmen había perdido vista, ya no hacía los bordados tan espectaculares que antes había realizado en algunos vestidos, se limitaba a meter bajos, ajustar cinturas e incluso a realizar vestidos o prendas sencillas, pero los trabajos finos los había tenido que abandonar, aunque eran los que más dinero le dejaban. Sin embargo, su situación económica había mejorado, sus hijos ya no estaban estudiando, se habían casado y tenían buenos trabajos.
A los dieciocho años Francisco perdió al que había considerado su padre-abuelo, a Juan le dio un infarto fulminante mientras dormía. Carmen se lo encontró frío por la mañana, le había extrañado que no se hubiera levantado ya. Él seguía madrugando como cuando trabajaba, la costumbre, decía, y era el que ponía la cafetera. Carmen se levantaba cuando le llegaba el exquisito olor. Pero esa mañana no la despertó el aroma del café, se despertó sobresaltada, había tenido una pesadilla horrible, una pesadilla que olvidó en cuanto la realidad le dio en las narices. Su querido Juan se había ido sin hacer un ruido, sin quejarse, lo último que le había dicho era un «buenas noches, que descanses, hasta mañana» se habían dado un beso rápido y eso fue todo. Llamó a su médico y la ambulancia no tardó en llegar, pero solo pudieron confirmarle lo que ya sabía, Juan se había ido.
Desde ese día Francisco, aunque estaba ya en la facultad, intentaba pasar más tiempo con su abuela. Almudena y Juan habían tenido dos niñas y no lo necesitaban, pero Carmen si, ella había estado toda su vida pendiente de él y no podía dejarla sola. Tomó una decisión que Almudena aceptó emocionada y Rodrigo, aceptó sin condiciones, entendía perfectamente la relación que lo unía con su abuela. A veces le hubiera gustado estar la mitad de unido a él que su abuela, pero lo conoció con doce años y, aunque se tenían cariño, no podía ser como el que le tenía a sus pequeñas Paula y Rocío.
Carmen acogió la noticia con alegría, la casa era muy grande para ella sola y, además, le dijo sonriendo, aunque con lágrimas en los ojos, que todavía había muchos libros del abuelo que no había leído. Francisco la abrazó y no pudieron decirse nada más, la congoja y las lágrimas no los dejaron hablar durante un rato.
Ahora era Francisco el que hacía el café antes de irse a la facultad, los primeros días Carmen creía que iba a encontrarse a Juan preparando unas tostadas, con las dos tazas de café puestas en la mesa de la cocina. Pero acabó por acostumbrarse y dio gracias por tener a ese niño tan especial a su lado, bueno, niño, ya era un hombre, pero sería su niño mientras siguiera respirando. Una madrugada, mientras Francisco estudiaba para un examen que tenía al día siguiente, oyó un fuerte golpe, corrió al dormitorio de su abuela. Se había levantado para ir al baño y las piernas no le habían respondido bien, se había caído y se había golpeado con la mesita de noche en la cabeza, pero solo era un piquete en la frente que sangraba un poco. Francisco la levantó, la acompañó al baño, le costaba bastante andar, esperó a que terminara y, sin darle importancia, la levantó de la taza del wáter, para que ella no sintiera vergüenza, la ayudó a subirse las bragas y le bajó el camisón. La llevó con toda la ternura que pudo al dormitorio, la sentó en la cama, comprobó que se encontraba bien y fue al botiquín para curarle la herida que ya había dejado de sangrar.
Desde ese día a Carmen, aunque lo disimulaba todo lo que podía cuando Francisco estaba en casa, se le hacía un mundo andar, cada vez le pesaban más las piernas, empezó a usar un bastón que tenía de cuando a Juan le daban sus ataques de gota, pero, aun así, las escaleras se convirtieron en un obstáculo cada vez mayor. Carmencita, la mayor de sus hijas, que también la visitaba asiduamente un día la encontró en lo alto de las escaleras, sentada y dejándose arrastrar con el culo por los escalones, eso ya fue la gota que colmó el vaso. La ayudó a bajar y la llevó al centro de salud, tenía que verla su médico. Afortunadamente no tenía nada, solamente tenía muchos años, aunque ella no lo quisiera reconocer, y sus piernas se habían cansado de trabajar. Le dieron recetaron una silla de ruedas y nada más, cosas de la edad, le dijo el médico sin darle mayor importancia, claro, como a él no era a quien le cortaban las alas, pensó Carmen.
Al principio le pusieron la cama abajo, en la salita que Juan, Francisco y ella compartían cuando el niño volvía del colegio. ¡Cuantos recuerdos guardaba esa habitación, cuantas charlas y risas! Francisco preguntaba dudas que su abuelo respondía cuando sabía y cuando no se inventaba una respuesta graciosa, así era Juan, todo risas e ingenio y Francisco tan pequeño, ¡cómo habían pasado los años! Antes ella era la que le cambiaba los pañales, ahora él le hacía la comida. Intentaba ir sola al baño, todavía le quedaba fuerza en los brazos y el día que se cayó pasó una vergüenza horrible cuando él le ayudó en el wáter. Aunque el baño de abajo no estaba adaptado para la silla, ella la dejaba en la puerta y agarrándose al lavabo iba poco a poco moviéndose hasta que llegaba a la taza. Pero la situación cada vez se volvió más difícil, Carmen y Francisco fueron a casa de Almudena, que vivía en una casa unifamiliar de tres plantas, en la de abajo había un dormitorio con baño incluido, ampliaron las dos puertas, solucionado.
Francisco escribió su libro, Carmen estuvo en primera fila en la presentación, emocionadísima fue un éxito de ventas.
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