Pájaros de Madrid

Pájaros de Madrid

Aga Antczak

17/04/2021

Madrid es una gran ciudad ornitológica. Los gorriones en los bares, las golondrinas en los hospitales y las periquitas en las iglesias. Las gallinas seleccionan escrupulosamente dulces naranjas en los supermercados. Se oyen las cotorras en las escaleras. Algunos pájaros se acercan a ti confiadamente, otros guardan la distancia y te miran desde lejos con miedo y curiosidad. La sociedad de hoy está llena de cazadores jóvenes con los dientes muy largos.

Los pájaros no tienen miedo de mí. Me sonríen, comen de mis manos, se posan sobre mis brazos. Los veo por el barrio paseando, su actividad principal según el telediario. No les gusta el metro, tienen miedo del ruido y no saben subir la escalera mecánica.

Entro en el tren. Parece una gran cama litera. Duermen, roncan, leen. Una chica a mi izquierda está leyendo: No temas la vejez. Estudia psicología. O gerontología. Es una ciencia con gran futuro. Sin embargo, esta chica no entrará en una Residencia de Mayores, en este gran nido de pájaros, como un día entré yo para conseguir mi primer trabajo en Madrid.

Nunca en mi vida vi lavadoras tan grandes. Primera para los azules, segunda para las sábanas, tercera para la ropa. Cuando la gobernanta no lo ve, echamos más detergente en la lavadora – dice Marisa. Me enseña hacer camas que no es ni tan fácil, ni tan obvio como se suele pensar. Es toda una ceremonia: quitar las mantas, cambiar los azules, sacudir las almohadas, poner las sábanas. Tantas sábanas y tantas mantas. Por si acaso hace frío, menos frío, calor. Mantas para cada grado de temperatura. La chica que lee en el metro no va a hacer las camas. No va a entrar en las habitaciones asfixiantes por el olor a orina, sudor y vejez. No va a limpiar los sanitarios. No va a conocer a María, una pajarita sin alas, unos huesos sin músculos y sin carne que no habla y nadie sabe cuántos años tiene. No le echará un poco de perfume para oír su risa. Esta chica escribirá el capítulo siguiente de este libro y ganará mucho dinero. Es el tema del futuro.

En mi barrio viven muchas personas mayores. Salen a la calle despeinadas, con su albornoz y zapatillas. Entran en los bares y mojan sus picos en el café con leche. En silencio. Un gorrión en la barra con un clavel rojo en el ojal les prepara una tortilla francesa. Hablando, hablando, hablando. Ellas no escuchan.

En el supermercado las encuentro entre las estanterías con los zumos. No pueden leer la fecha de caducidad sin sus gafas olvidadas. Soy sus ojos. Les leo las letras pequeñas. Pueden comprar tranquilamente los zumos con un año asegurado de estar en buenas condiciones gracias a los conservantes químicos. Las personas mayores ni siquiera conocen su mañana. Las pastillas no pueden garantizarles un año de vida como garantizan a sus clientes los productores de zumos.

En la caja, delante de mí, un hombre mayor. Sólo compra sal y miel. Nada más. Sonrío. Seguro que tiene hipertensión y un nivel elevado de azúcar. Como todos los mayores en España. Pero los compra. Su dolce vita.

En mi parroquia hay muchas pajaritas. Unas cotorritas. No cierran sus picos y agitan sus plumas coloradas. Mi cotorrita favorita tiene los ojos fuertemente pintados del color de las aceitunas verdes y es la más guapa de todas. Lleva un collar con una medalla. Sin Virgen, sin Cristo. En su pecho viejo lleva la cara de su marido al que quería tanto. Y le sigue queriendo. Y él sigue poniendo la cabeza sobre su corazón.

También hay muchos pájaros que nunca salen de sus jaulas. Encerrados en el tercer piso sin ascensor, inmovilizados por sus piernas rotas que llevan dentro tres clavos. Como María. Una golondrina de Vallecas. Una princesa aprisionada en una torre con cincuenta escalones en caracol. María tiene el frigo vacío. Sólo le quedan dos latas de Aquarius.

Después de un año y medio María sale a la calle conmigo apoyada en su muleta. Tengo tres piernas, se ríe. Da las gracias a todos los chóferes de coches que se paran y la dejan pasar. Delante de la frutería encontramos un gorrión viejo de Vallecas. Vive solo. Tiene un tatuaje grande en el brazo derecho. María le enseña su pierna hinchada con los clavos bajo su vestido con flores. Él le dice que con ochenta años acaba de aprender a freír huevos. Luego le da palmadas en la pierna. Un flirteo octogenario.

Estoy en el metro. Línea seis. Delante de mí una periquita elegante y muy pequeña. Sus piernas cortas no tocan el suelo. Se columpian con suavidad. Parece una niña pequeña con falda roja y arrugas. Seguro que se llama María. Aquí todas llevan el nombre de la Virgen. 

Cerca de la puerta un gorrión. De pie. Mide un metro cincuenta o menos. Es muy pequeño y tímido. Tierno e inofensivo. Está cerca de la salida, listo para huir. Tiene miedo de sentarse entre los pechos grandes de las mujeres. Si se hubiera sentado entre ellas, su mundo se limitaría a mirar adelante y los pájaros tienen ojos a la izquierda y a la derecha. Es muy limpio y modesto. Una camisa rosa, una corbata azul y jersey de cuello de pico. La moda clásica de los ancianos españoles. Tiene un remiendo tierno sobre su pantalón. Parece una ventana cerrada con cortina gris a la altura de su rodilla. No tiene anillo. Ninguna mano de mujer lo remendó con un hilo tierno. Lo hizo él. Solo. La ventana es irregular, pero el mundo que se puede ver a través de ella es bueno y bonito. Lo veo.

Una vez cedí un sitio a una mujer mayor en el metro. No fue fácil. Aquí, los mayores no están acostumbrados a este tipo de gestos. Era una paloma. Blanca. Elegancia clásica, buen maquillaje. Modesta y tímida. Très soignée – como dicen los franceses. Estaba tan sorprendida que no sabía qué hacer. Casi la obligué a sentarse.

La calle Arenal con los escaparates brillantes, las heladerías italianas y las tiendas de abanicos está llena de turistas con pantalones cortos en el mayo frío de Madrid. Delante del escaparate Pronovias está sentada una mujer mayor, sin edad precisa. Una papagaya. Lleva el maquillaje muy fuerte como una actriz de la pantomima dramática. Una Colombina de la Commedia dell’Arte que perdió a su Arlequín. Toca la gramola roja. No sé quién es más viejo: ella o la gramola. Da vuelta a la manivela con el brazo cansado. Las lágrimas de color verde se deslizan por su cara. La gente pasa. Nadie la ve. La novia eterna de Madrid. Es más emblemática que todos los abanicos o imanes con toro que compran los turistas para poner en sus neveras cuando vuelvan a casa.

Hospital Gregorio Marañón de Madrid. Neurología. Estoy en la sala de espera con los cerebros enfermos. Destruidos por la esclerosis. Mujeres mayores como golondrinas escondidas bajo los techos de las casas donde buscan refugio. Esperan. Recogidas de miedo. Con zapatillas de casa y calcetines finos en pleno febrero. Las piernas desnudas. No tienen frío. A ver si verán la primavera.

En el parque del Retiro los tímidos rayos de sol acarician mi rostro. Cierro los ojos.

–¿Quieres? –una golondrina con periódicos gratuitos se pone delante de mí.

–No, gracias –sonrío. Siempre tengo sonrisas para estos pájaros madrileños. Sonrisas como los trozos de pan para sus corazones hambrientos. Le hago sitio, aunque no necesita mucho. Es pequeña y delgada. Se llama María Jesús. Pelo corto, vida larga. Al contrario que yo. Aunque no hace frío está muy bien abrigada. También buscan el sol sus huesos fríos. La ropa muy modesta de colores oscuros. Pero no es pobreza social sino intelectual.

–¿De dónde eres?

–De Polonia.

–Ah, es un país muy católico. Demasiado–. Me sorprende. Noto algo raro en esta pequeña mujer demasiado intelectual, demasiado delgada y liberal para ser la típica abuela española. Tiene un acento francés en su español perfecto. Acento de ironía y de razón cartesiana.

–Soy profesora de literatura francesa comparada –dice.

Hablamos francés. Le encanta Verlaine y la literatura del siglo XIX. Le gusta la Rusia de Dostoievski y critica muy fuerte a Putin. Es una mujer sin marido y sin nietos. Mujer de periódicos y telediarios por la mañana que moja un bizcocho seco en su café descafeinado. Mujer de no dormir, sino de leer y preguntar.

Vuelvo al metro. Línea diez. Una golondrina perdida. Tiene las piernas más blancas que las mías. Más delgadas y sin medias. Le falta hemoglobina. Tiene anemia. Sus uñas se rompen fácilmente como un bizcocho seco. Su pelo es gris. Su ropa es gris. Sus gafas grandes ocupan toda la cara. Pesan mucho. Su pequeña mirada desaparece tras estos cristales gordos. Tiene un tic nervioso. Pequeño, pero constante. Tiembla de miedo. Su cabeza se mueve contra ella como si algunas neuronas no le funcionaran. Veo sus tobillos hinchados. Pies inciertos. Atención para no introducir el pie entre coche y andén.

–No se puede tomar el café de pie –me dice un hombre mayor en el bar y me acerca la silla. Acaba de comprar el pan y ahora termina lentamente su cerveza. Luego sale a mirar el cielo o los coches pasar, aunque su mujer, impaciente, lo espera con la comida. Casi siento el olor de un pescado frito, casi oigo sus reproches ¿Necesita una hora para buscar una barra de pan? Así mi abuela esperaba a mi abuelo quien siempre llegaba con retraso a comer; así voy a regañar a mi marido dentro de cincuenta años cuando vaya a buscar el pan y sonría a una joven extranjera en la panadería.

–Hasta luego –me dice a la puerta como si fuera mi vecino. Es mi vecino, aunque vivimos en dos extremos de la ciudad. Él es un pájaro fuerte del norte. Una mirada traviesa. Me sonríe. Simplemente. Una sonrisa destronada. Con ternura y sin ninguna seducción. Los pájaros saben sonreír, aunque no es fácil captar estas sonrisas sencillas en las grandes ciudades.

Café de Oriente. Una jaula de oro. De lujo. Entran. Volando. Cogen la mesa pequeña, redonda al lado de la ventana. Pájaros de los países fríos. Él parece un cura católico eslavo, ella una artista. Pareja de culpa y placer. Ella lleva una falda larga de color blanco. Como si fuera a la playa. Con un pañuelo blanco en el pelo y chaqueta marinera. Una gaviota. Él lleva una rebeca azul marino y una camisa de cuadros azul-rosa. Un pavo real. Hermoso y apuesto. Elegante.

A bottle of wine –dice el cura.

Beben vino blanco. Ligero y frío. Son holandeses.

A veces quiero ser mayor con mis kilos de más, con las hormonas dormidas y con mi piel de manzana. Venir aquí con un hombre que pedirá para mí a bottle of wine o tomar una caña en el bar con mi marido con jersey de cuello de pico y el remiendo torcido en su pantalón. Se lo puedo coser yo. Nuestra ventana irregular.

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