Sobre Bach y los Beatles

Sobre Bach y los Beatles

  • ¿Quieres que las tenga todo el fin de semana? – lo admito, sentía una extraña mezcla de asombro y desasosiego.
  • No, mamá, no todo el finde. Te las llevaremos el sábado a primera hora y las recogeremos el domingo después de comer. El viaje puede ser demasiada paliza para ellas y en la boda seguro que se aburrirían un montón.
  • ¿Seguro que no se aburrirán conmigo? – silencio al otro lado de la línea. Setenta recién cumplidos y aún no he aprendido el arte de la diplomacia.
  • Confío en ti, mamá. Seguro que todo irá bien – su voz sonó más a advertencia que a ánimos.

Necesitaba desahogarme con alguien. La afortunada ganadora fue Chelo, que por algo lleva más de diez años yendo a mi casa una tarde a la semana a limpiar y planchar. Me miró entre comprensiva y burlona mientras preparaba las camas de la habitacioncita de invitados, que también sirve de estudio y trastero.

  • Mujer, son tus nietas. Los abuelos suelen disfrutar de sus nietos.
  • Siempre están con su abuela Pili. Y mi nuera suele torcer el morro ante cualquier cosa que digo o hago en su presencia – soné muy victimista, lo reconozco.
  • ¿Por qué no se queda con ellas la famosa abuela Pili?
  • Se va con mi hijo y mi nuera a la dichosa boda.
  • Podéis aprovechar para conoceros mejor – las palabras de Chelo eran tan obvias como sensatas. Me molestó un poco escucharlas.

Intenté recordar el consejo de Chelo en el hall, cuando me encontré a solas con Claudia y Martina. Claudia es tan seria como su madre, parece tener mucho más de doce años. Martina, con ocho, me solía recordar a un duende travieso, aunque en aquel momento me mirara con recelo medio escondida detrás de su hermana. Las tres nos observábamos con evidente desconfianza.

Para ayudar al deshielo, decidí llevármelas a uno de esos lugares mezcla de tahona y cafetería que se encuentra a cinco minutos de mi casa. Habían desayunado muy temprano y pensé que debían de estar hambrientas. Les propuse que escogieran un bollo cada una con lo que les apeteciera beber. A Martina se le iluminó la cara. Claudia, en cambio, torció el morro igual que mi nuera. Empezó a preguntar a la camarera si estaba segura de que no se trataba de bollería industrial. La camarera, una vieja conocida, me miró compasiva. Cuando volvimos a casa, cada una de las tres íbamos enfadadas por motivos diferentes.

Claudia continuó, machacona, con sus objeciones gastronómicas cuando nos sentamos a comer. Que si el pan no es de masa madre, que si la salsa de tomate es de bote, que si la pasta no es integral. Su hermana se limitó a quedarse callada mientras removia sus espaguetis en el plato. Decidí plantarme. No soy Ferrán Adriá, pero sé que cocino de forma más que aceptable. Así que les dije:”Sois muy maleducadas por criticar así mi comida. Además, debéis aprender a adaptaros mejor a lo que no es igual que en vuestra casa”.

Me sentí igual que la madrastra de Blancanieves, pero se lo zamparon todo sin volver a poner ni una sola pega. Incluso Martina comentó, en voz bajita, “estaba muy rico”.

Mi plan para la tarde consistía llevarlas al centro comercial. Una peli y merienda en una de aquellas horribles franquicias. Odio los centros comerciales. Y la comida de las franquicias. Se me ocurrió que igual les pasaba lo mismo a ellas. O tal vez no. Cualquiera sabía. No me atrevía a preguntarles. 

Se puso a jarrear con tal fuerza que no quise arriesgarme a que se me mojasen y se resfriaran. A mi tampoco me convenía después de la bronquitis del año pasado. Mientras rebuscaba alguna idea salvadora en mi cabeza, Martina se me acercó, “abuela, ¿jugamos a algo? No me apetece ver la tele”. De repente, me sentí inspirada.

  • Chicas, vamos a organizar una fiesta.
  • ¿Con música? – me preguntó Martina.
  • Por supuesto. ¿Qué música os gusta?
  • La clásica – miré desconcertada a Claudia. Me acordé de que las dos van al conservatorio y se lo toman muy en serio, sobre todo la mayor. También me di cuenta, con cierto pánico, de que no sé casi nada de música clásica, ni tengo discos en casa.
  • Abuela, ¿qué música te gusta a ti? – me preguntó Martina.
  • Pues… el rock. El pop. Siempre me chiflaron los Beatles.
  • ¿Quién dices? – preguntaron las dos a la vez y se quedaron mirándome muy serias, a la expectativa.
  • Los Beatles, chicas. ¿Nunca os han hablado de ellos?
  • Ah, sí – dijo Claudia sin mostrar ningún entusiasmo – Un poco viejos, creo…
  • ¿Los habéis escuchado alguna vez? – las observé mientras negaban con la cabeza y me observaban confusas.

No podía rajarme. Improvisa, Lola, improvisa. Les pregunté si se habían traído algo de música clásica. Contestaron que no, pero Claudia aseguró que podíamos hacer búsquedas por Internet en mi viejo portátil.

Les expliqué que haríamos una merienda escuchando las piezas que ellas escogieran y que para cenar, montaríamos un guateque donde bailaríamos con las canciones de los Beatles. Una vez que les expliqué qué era un guateque, me propusieron que nos pusiéramos guapas con los fulares y otros adornos que habían descubierto en su ahora cuarto de invitados.

Cuando nos sentamos a la mesa con las tazas de chocolate y unos picatostes que había preparado en la sartén, estaba dispuesta a fingir todo el interés posible mientras ellas seleccionaban algunos fragmentos de música clásica. No me hizo falta. Sobre todo, me impactó cierto estilo que ellas llamaban barroco. Para mí, barroco es algo sobrecargado, pero a aquellas piezas no les sobraba ni una nota, ni les faltaba nada para sonar perfectas a mis ignorantes oídos.

  • Esto es precioso. ¡Qué sonidos tiene el violín! ¿De quién es?
  • Bach, Johan Sebastian Bach. ¿Quieres escuchar más cosas suyas? – me preguntó Claudia, cuyo perenne ceño fruncido había desaparecido hacía rato.
  • ¡Déjame buscar a mí, por fi!
  • Vale, enana, cómo quieras.

Para cuando quisimos darnos cuenta, ya se había hecho de noche y había dejado de llover. Me dio mucha pena dejar de escuchar aquellas piezas que con tanto esmero habían estado escogiendo Claudia y Martina, pero ambas se mostraron deseosas de montar el guateque.

Cuando terminábamos de colocar las patatas, los bocatines y otras chuminadas en la mesa baja del salón, me di cuenta que estaba igual que el primer día que tuve una cita con mi difunto marido. ¿Y si los Beatles no les gustaban? Intenté convencerme de que ellos no me iban a fallar mientras observaba inquieta a mis ahora alegres y dicharacheras nietas.

Cuando les puse la primera de las canciones, She loves you, se quedaron paradas, a la escucha, con los ojos muy abiertos. Incluso Claudia había abandonado ese aire escéptico tan suyo. Las tres nos quedamos calladas hasta que la canción terminó. No pude por menos que preguntarles:

  • ¿Os ha gustado?
  • Es… diferente – dijo Claudia.
  • ¿Y eso es bueno o malo? – les insistí.
  • Siento que si bailo esto, puedo perder el control – me explicó la mayor.
  • La abuela Pili dice que es malo perder el control – aclaró Martina.

Me dejaron tan desubicada que les propuse volver a sentarnos a seguir cenando, a ver si mientras tanto se me ocurría alguna respuesta. Después de unos minutos, me animé a hablar de nuevo:

  • Chicas, no pasa por que bailemos y nos divirtamos un ratito esta noche. Eso no significa que vayáis a perder el control. Sólo se trata de pasarlo bien. No vamos a hacer nada malo.

Martina comía un bocata y Claudia se dedicaba a las patatas fritas. Decidí abordar la situación de otra forma:

  • ¿Cuál es el problema?
  • Nunca hemos hecho algo así. Creo que para ir a una fiesta hace falta ser mayor y saber qué haces – dijo Claudia.
  • Estoy casi segura de que habréis ido a fiestas de cumpleaños y cosas así – ante esa afirmación, Claudia no respondió
  • A la abuela Pili no le gustan los Beatles – añadió Martina.

Casi me atraganté con mi cerveza. Conté hasta diez para no decirles qué se me estaba pasando por la cabeza en aquellos momentos. Mastiqué un trozo de bocadillo con total parsimonia. Ya estaba preparada para darles un sermón. Odio los sermones. Así que sólo les dije:

  • Debéis descubrir por vosotras mismas qué os gusta y qué no os gusta. No dejéis que nadie os robe el placer de hacer vuestros propios hallazgos, y tampoco se lo impongáis a nadie. Si los Beatles no os gustan, lo dejamos. Sólo os pido que los escuchemos una vez más.

Las niñas se miraron entre sí con gesto indeciso. Noté que Martina quería moverse. Le pregunté.

  • ¿Quieres que te vuelva a poner la canción?
  • Sí, sí, sí, sí – exclamó mientras saltaba al centro del salón.

Martina enseguida captó el ritmo al escucharla la me lodía por segunda vez y por un momento me temí que chocara contra todos los muebles del salón. Claudia se le unió ya en la segunda canción, Can´t buy me love, mientras me cogía de las manos y me insistía en que bailara con ellas. Eso hice, con ganas, pese a las más que probables e indeseables consecuencias. Procuré alternar algunas baladas con las canciones más marchosas, pero ellas quisieron bailarlo todo.

Dos horas más tarde, me fui a la cama con dolores diversos en la rodilla izqierda, en el hombro derecho y en las lumbares. Acostarlas me costó cuatro bises y aguantar muchas protestas.

La mañana del domingo amaneció soleada. Les pregunté si querían ir a misa, aunque yo no soy creyente. Me dijeron que eso era cosa de la abuela Pili. Así que nos acercamos al parque que hay al lado de mi casa. Martina se marchó corriendo a los columpios. Me puse a vigilarla desde un banco, con Claudia sentada mi lado. Ella estaba seria y reflexiva. Me di cuenta de que, en realidad, se parece mucho a mi difunto marido. Me miró y dijo:

  • No entiendo a los adultos.
  • Ni tu ni nadie, querida. Cuanto más crezcas, menos entenderás.
  • Sí que das ánimos, abuela – por suerte, no lo dijo enfadada. Añadió despúes – Unos nos decís unas cosas y otros otras, a veces contrarias. No sé muchas veces qué es lo correcto. Me parece todo tan complicado. Es como lo de la música.
  • Tendrás que aprender a construir tu propio criterio, Claudia.
  • No suena fácil.
  • No es fácil.

Volvió a callarse. A continuación, me preguntó: – ¿Podremos volver a pasar un finde contigo? Con velada musical y guateque.

Asentí mientras sonreía como una bobalicona. Martina se acercó haciendo contorsiones extrañas. Por un momento, me temí que se hubiera hecho daño y que ya la tuviera liada con mi nuera. Pero entonces la oímos canturrear: She loves you, yeah, yeah, yeah…

Mis nietas ya se han marchado con sus pasmados padres. Estoy ahora delante del ordenador. Claudia me ha actualizado el antivirus y no sé qué más, y ahora va más rápido. Me ha explicado también cómo comprar online. No me queda más remedio, pues todas las tiendas de discos de la ciudad cerraron hace tiempo. Tecleo en el buscador: Johan Sebastian Bach.

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