Ella le sonrió, pero luego se volvió a mirar a su acompañante y lo volvió a mirar a él haciendo un leve encogimiento de hombros. Al parecer era la compañera de un tal Andreas, uno de los oficiales de derrota. El mensaje le llegó claro y fuerte como enviado en clave Morse. Felipe volvió a sonreírle cuando Andreas miró hacia otro lugar. Ella le guiñó un ojo y se carcajeó esta vez con una risa cargada de sensualidad, pasándose la lengua por los labios, inflando el pecho, exhibiendo adrede los senos, cuyos pezones se marcaron llamativamente pareciendo querer reventar los botones peligrosamente tensos de la blusa.

Sucedió de un modo, imposible de prever de antemano. Calculó que la joven no tendría más de unos dieciocho o diecinueve años. De pronto, ella dijo tener ganas de orinar. Después de decirle al oído algunas palabras a su hombre, éste asintió, le indicó la puerta, y se encaminó hacia el pasillo. Los servicios estaban situados saliendo de la cocina, al final del corredor y bajando por unas escaleras que se hallaban alarmantemente cerca de su camarote. Al cabo de unos treinta segundos más o menos, salió en la misma dirección procurando que Andreas no le viera.

Permaneció en el pasadizo, y contó hasta cien, lentamente, con la paciencia de un misionero en ayunas. Al bajar por la escalera, se la cruzó cuando subía de regreso. Primero, se cruzaron una sonrisa, un hola, y sin darle tiempo a reaccionar se encontró abrazándola como si quisiera retenerla presa. Ella respondió resistiéndose entre risas al principio. No tardó en ceder a la fuerza del apasionado impulso, y acabaron besándose como dos adolescentes que se esconden a la salida de la escuela. Al primer beso siguió otro. A medio metro se hallaba la puerta del camarote. Tenía una mujer en sus brazos, y ya no supo contener las órdenes ansiosas que le envió su cuerpo. Arriba, en la cocina, sabía que proliferaban los celos, teniendo en cuenta que todas esas relaciones eran efímeras y volátiles como gases incendiarios.

El tiempo, sin duda, lo dispersa todo. De una primera ojeada se le notaba que era un marino joven y sin mayor experiencia. Estando el barco en cualquiera de los puertos que llegasen, les habían ordenado que las puertas de los camarotes permanecieran cerradas con llave, siendo responsabilidad del dueño por los robos que sufrieran. Doble suerte la suya: la halló abierta; no le habían robado y no necesitó buscar unas llaves perdidas en alguno de sus bolsillos, antes que a la muchacha se le ocurriera recordar que su compañero estaba esperándola arriba. En el pasillo no se veía un alma. Ella, de quien ni siquiera conocía el nombre, no paró de reír.

Ambos habían bebido una cerveza y no estaban ni ligeramente borrachos. Tal vez fue aquello lo que les unió más espontáneamente. Eso y que ambos eran casi de la misma edad. Muchas pequeñas cosas y por cierto la calentura, o el hecho de que Andreas sobrepasase los cincuenta y cinco años y los cien kilos de peso. Hicieron el amor afiebrados por la prisa. Diez minutos transcurrieron, o quince, nunca lo sabría, pero eso fue lo que menos se antojó en calcular.

– ¿Tudo bem? Preguntó.

– Todo bien, contestó Felipe y ella se volvió a reír complacida, alegre, satisfecha.

La joven se puso sus braguitas, se bajó las faldas y se ajustó la blusa. Luego se marchó con el rostro acalorado y Felipe permaneció todo despatarrado sobre la cama boca abajo, con los pantalones ridículamente atascados a la altura de los tobillos y con los zapatos sin quitar. Otros diez minutos postcoitales debieron pasar, y regresó a la cocina donde el ambiente de fiesta ya amainaba. El deseo había terminado por imponerse y a esas alturas todo el mundo se hallaba en sus camarotes.

A las de tres menos diez de la madrugada, se despertó extrañado cuando llamaron a la puerta con insistencia. Abrió y se encontró cara a cara con la chica que hablaba español con acento argentino. La misma que le había rechazado unas horas antes.

– ¿Puedo pasar, Che?

Felipe sonrió. El Che sonaba ligeramente lacrimoso. ¡Qué extraña combinación! Enfrente suyo estaba la joven con un inconfundible aire de reverencia, y mirándole con una cara de penitente en expiación por sus muchos pecados no confesados. No se pudo negar a dejarla pasar. No necesitaba saber qué había pasado. De hecho era fácil adivinar. Se acababa de pelear con su hombre y este la había despedido. O bien era que la competencia la había desplazado.

Moraleja: si eres puta, -pensó- no te puedes fiar de otra puta.

A esa hora ya no había lanchones que la llevasen de vuelta a tierra. Estaba cansada y al parecer tenía frío.

– Pasa, le dijo. Puedes dormir en el sofá.

La “Garotinia”, la llamaban, al final no tenía a nadie. Tampoco era argentina. Hablaba así, descubrió después, porque su anterior chulo lo era. Esto es lo que pasa, -pensó Felipe- quien mucho abarca, poco aprieta. Sabiduría popular.

Quería enrollarse sólo con oficiales. Ahora ni siquiera tenía un mísero tripulante como él. Después de media hora intentando dormir encogida en el sofá, seguramente creyó que era suficiente humillación para soportar en una noche, y de un felino salto se acostó a su lado en la cama de plaza y media. No sabía por qué, pero era el único tripulante que tenía una cama de ese tamaño y también un sofá. Con el tiempo, llegaría a saber que en ese camarote había muerto un contramaestre intoxicado con alcohol, drogas, y en plena orgía con dos putas al mismo tiempo. Bueno, esto es Brasil, le había dicho alguien, no recordaba quién; el paraíso de los marinos, los turistas pedófilos, los drogadictos, los travestis, y los chulos pistoleros.

Las luces parpadeaban como adornos navideños encima de su cabeza a cada paso. Se dedicó a vagar solo entre una impresionante muchedumbre de mujeres solas o en pareja, que vendían y ofrecían sexo, hasta que se cansó. Aquella caminata resistió la importancia. Era lisa y llanamente un mercado de carne. Paulatinamente, se desplazó de los locales más llamativos, hasta el extremo de una calle donde halló las tabernas y salas de fiesta más estrafalarias y paupérrimas. Chulos de mala tachadura, medio borrachos y drogados, le miraron pasar con disimulo susurrando entre dientes. Algunos vagabundos daban tumbos por las aceras, otros fumaban porros dejando que el aroma diera vueltas al alcance de cualquiera. En el que fue el peor local de todos los que puso un pie, bajo una luz amarillenta del letrero de entrada, aguardó que los alborotadores esperasen el inicio de un nueva ronda de bailes de dos niñas; una mulata y la otra de rasgos indígenas, que no sobrepasarían los doce o trece años. Varios jugadores con pinta de duros y brazos tatuados, tiraban los dados en un rincón formando un semicírculo y billetes entre los dedos. Entre ellos reconoció a uno de los marineros que acudió a recibir el güisqui en los botes.

Parecía un planeta recién descubierto y sin explorar. Netamente era una sociedad que se regía por reglas distintas a la normal. En aquél mundo, donde nadie jugaba limpio si el rival pestañeaba, y en el que se castiga solamente al que es pillado, lo básico acontecía en que los semejantes entre sí, se buscaban para formar alianzas, dependiendo de qué lado soplaba el viento. No era difícil de entender; eran sus maneras de no conceder ventajas, porque quedarse estáticos significaba permitir que los rivales tomasen la iniciativa. Y eso era un riesgo añadido para perder todo lo ganado; reputación, dinero, drogas o la vida misma. Salvo la clientela, a la que dejaban deambular a sus anchas, el resto era una pantomima de gestos, precios, ventas legales e ilegales, trapicheos y miradas acechantes.

Cada dos o tres locales había un bar de interiores lúgubres y mal iluminados, que igualmente arrojaban por la ventana o la puerta un torrente de música pop o caribeña, provocando además animadas charlas a gritos. En otro local con una banda de música romántica y un guitarrista estrella, tocaban tan de prisa y tan fuerte como podían hasta que los clientes y las mujeres, acababan yendo y viniendo desde los reservados cada vez más borrachos, drogados y con cara de cópula reciente.

Encontró una casa de empeños que atendía a través de un ventanuco protegido por gruesos barrotes de metal, y una caja antibalas por donde se introducía los objetos y el dinero.

Le tocó ser testigo de un par de peleas. Un coche de la policía apareció de la nada seguido de un furgón. Cuatro policías entraron a un bar con las porras en la mano, pegaron a destajo a la concurrencia sin importar a quién, excepto el barman y las camareras, y después que se cansaron de repartir palos a diestro y siniestro, se llevaron a dos hombres y una mujer, esposados y dejando un reguero de cabezas rotas, narices sangrantes, quejidos de dolor y una estela de maldiciones mentando a las madres y antepasados diversos.

Teniendo en cuenta los años que llevaba haciendo la misma ruta, recalando cada dos o tres meses en Santos, el Vassilis era un barco conocido en el ambiente. Podían cambiar las caras, pero no el navío. Esa primera noche deambulando por las calles, se encontró de golpe con la “Garotinia”. Mejor dicho ella le encontró a él. Le estaba esperando. Había visto a Gianni y Aquiles dando vueltas por los locales, y les preguntó por el “chico guapo” del Vassilis. De todas formas, ya se había corrido la voz entra las putas que el Vassilis estaba en el puerto, así que acompañada de su mejor amiga le salió al encuentro antes que llegara la competencia.

La Garotinia no permitió que ninguna otra mujer se acercara a Felipe. Por mucho que estudiaba su cuerpo, siempre acababa pensando que no estaba nada mal: linda de cara y con curvas suficientes para no pasar desapercibida. Era todo lo divertida que puede ser una prostituta dispuesta a ser sumisa y agradable. Sonaba bonito, pero una señal invisible le decía que era mejor que siguiera no creyéndoselo. Lo cierto, es que lo primero que le había atraído de la joven fue su desparpajo en el barco. Sin que viniera a cuento, ahora se mostraba muy interesada en todo detalle que le revelase cosas nuevas sobre él. Cuando se cansó de mirarlo como si fuese una estrella del baloncesto americano, lo fusiló a preguntas: Por qué se había enrolado como marino, si le gustaba, si era casado, si tenía hijos, que cuántas novias había tenido, qué pensaba hacer cuando terminase con el contrato, qué cuándo se iba de regreso a casa, qué cómo se llevaba con los oficiales…

Hasta allí todo iba dentro de un curso normal. Una hora más tarde mientras hacían el amor en un motel, ocurrió algo extraño. Notó que de pronto se envaraba como una fiera y se esforzaba por mantenerse rígida, fuerte. El asunto le pareció divertido, entendiendo que lo hacía a propósito. Y también a propósito, como un juego comenzó a moverse muy lentamente dentro de ella, buscando retardar el orgasmo cuantos minutos fuera posible, mientras contaba mentalmente los clavados de uñas que le daba en la espalda; treinta y dos porque luego los contaría uno a uno de espaldas a un espejo, hasta que llegó un momento en que la joven perdió los nervios, y le eructó en la cara un grito de entrenador de fútbol de barrio bajero, denigrando a sus dirigidos:

– ¡Goza logo, goza ya!

Miró su cara, algo asustado, y vio que sus ojos no se cerraban, que sus sentidos no arrastraban su conciencia. Supuso que como toda mujer, disponía de alternativas a las que recurrir y que no elegía la peor, porque seguramente esa era la que mejor le servía. Aquella mujer, descubrió, estaba tirando con él con odio. Cayó en la certeza que quería convertirlo en un acto de violencia, que quería atacarle como si sólo anhelara machacarle. Al mirar su rostro otra vez, comprendió algo terrorífico; que tenía sexo con una especie de psicópata; que su deseo sexual era también un deseo de hacer daño y ser dañada, herida de un modo extraño. Había llegado involuntariamente, a un punto donde se comenzaba por abrir otras puertas mentales, completamente a oscuras, puertas que conducían a otras puertas que desembocaban en otros lugares siniestros, donde no había entendimiento para una frontera claramente definida entre la lujuria, la ira, y el dolor. Como último recurso, reaccionó pensando que no tenía que sentir lástima; al fin y al cabo, él era un marino de paso y ella una puta, y automáticamente tenía que aferrarse a esa superficie intacta de lo implícito. No era un chiste, pero no pudo contener la risa, y ella aprovechó para mirarle con una rabia asesina. Entonces supo que quería que la golpearan y le soltó un bofetón.

– Más fuerte, le desafió.

Y la golpeó de nuevo para arrepentirse enseguida. Era excitante. Había un juego de poder y sumisión, pero se obligó a detenerse. No, no. Yo no soy así, pensó.

Para cuando ella le abofeteó, entre la primera rabia sintió que se hallaba en un estado de excitación en el que muy pocas cosas le importaron. Supo que estaba llegando a una zona, en que ya no tendría ni la más remota intención de dar marcha atrás o detenerse. Siguió adelante follando como un energúmeno, pero reaccionó a lo bruto embistiéndola con rabia, cuando lo único que quería era vaciarse pronto. Se encontró escuchando sus quejidos, y no tardó en volver a sentir las uñas rasguñando su espalda, dejando marcas sangrantes como una firma de sello y propiedad. Se le ocurrió pensar que estaba teniendo sexo con una pantera salvaje que le mordía los hombros, y le clavaba las garras.

– ¡Así! ¡Sí, sí! ¡Hoouu, aah, aay, vocé es un campeeeooón! Gritó, con el cuello estirado a tope en plena ebullición y generosidad, algo que a causa de la espontaneidad expresada, no terminó de convencerlo.

De nuevo, una vez más en su vida de hombre soltero y macho itinerante cazador de oportunidades, sintió esa irresistible sensación de un lago haciendo olas incontenibles, y rompiendo de un golpe el dique que mantenía las aguas prisioneras, derramándose luego en el interior de la chica y produciendo en su mente una cortina de pequeños cristales que le elevaban como si su cuerpo fuera una nube; La liviandad de nuevo, la sensación placentera de flotar sin flotar, de sentirse liviano sin ser liviano, rejuvenecer años en un minuto, encontrarle una finalidad a todos los pesares y humillaciones, a todos los amaneceres madrugando para trabajar, para todos los esfuerzos por hacer las cosas bien.

Sipnopsis

Un encuentro casual y la mala fortuna propician al protagonista, presenciar un triple asesinato y la violación de una niña y su madre juntas, por una tropa de soldados armados y de rostros pintados de negro. Forman parte de un contingente de fuerzas especiales bajo las órdenes de un siniestro personaje que busca venganza por celos.

La casualidad vuelve nuevamente a protagonizar un extraño enlace, cuando el joven crece y con los años se topa con la hija de un general y se enamora de ella sin sospechar quién es realmente.

Una historia que enmarca una situación política durante los primeros años de la dictadura de Pinochet, cuyos crímenes buscaron silenciar con una ley de amnistía decretada por el mismo Pinochet. En el transcurso de esta narración, un joven se ve enfrentado al misterioso asesino, que no es otro que el padre de la joven de la que se enamora.

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