Vivir para comer, comer para vivir

Vivir para comer, comer para vivir

Federico Buyolo

10/02/2018

Faltaban poco más de diez minutos para las siete cuando Andrea de un brinco salió de la cama. Aunque era pronto y la noche había sido muy larga, necesitaba salir de aquella pesadilla y comenzar a vivir el día. El insomnio de esa noche se convirtió en un castigo que le atormentaba.

Esa mañana tenía que salir pronto para no encontrarse con su casero. Tan solo quedaban tres días para final de mes. No era para menos: los últimos tres meses se había retrasado con el maldito alquiler.

No le daba tiempo a desayunar, pero aun así, no dudo en liarse en la cocina y preparase unas viandas propias de un burgués. Aunque la pobreza campaba en cada rincón de la casa, su exquisito gusto por la cocina le permitía comer por encima de sus posibilidades. Cogió los restos de pan chapata que le quedaba de la cena anterior y los cortó en pequeñas láminas y las puso en el tostador de acero inoxidable que había comprado de segunda mano en la tienda de reparaciones de pequeños electrodomésticos. Mientras, observando la nevera con detenimiento, encontró queso fresco, una blíster con unas láminas de jamón serrano, mermelada de higos y un tomate ya maduro perfecto para rallarlo. Tenía todo lo necesario para convertir el triste pan de chapata en un deliciosa bruschetta.

Cuando el tostador expulsó con violencia la tostada, él estaba ya preparado para cogerlas con cuidado aunque no pudo evitar quemarse, restregó el tomate por la chapata humeante, echo aceite de manera generosa, un pizca de sal y un poco de pimienta de jamaica antes de poner las lonchas de jamón. Desmenuzó el queso con las manos por encima, un poco de la mermelada en los huecos que quedaban entre el jamón y el queso fresco y lista. Era una visión fantástica, se le hacía la boca agua.

El reloj corría y ya apenas le quedaba tiempo. No daba lugar a sentarse como un comensal a degustar aquel manjar: tocaba fundir tareas y darse prisa. Afortunadamente, entre la cocina y su cuarto tan solo habían cinco pasos; no en sentido figurado, sino cinco pasos reales, los treinta y cinco metros de su apartamento no daban para tener pasillo ni distribuidores, todo estaba a la vista.

Salió corriendo, por suerte llegó al final de la escalera sin cruzarse con nadie. Ahora se sentía apenado por haberse pasado toda la noche sin dormir pensando qué decirle si se lo encontraba, pero bueno, mejor así, había salvado un día.

Antes de salir a la calle se abrochó la vieja trenca de paño que le regaló su madre cuando inauguró su tercera década, que lejos quedaba ya, en poco más de un mes cumpliría su cuarenta cumpleaños.

Agarró el pomo de latón de la puerta de madera del edifico y tiró de ella con fuerza. Maldijo la fuerza que hizo y la estúpida sonrisa que tenía dibujada en su cara pensando que el peligro ya había pasado. Ahí estaba él, tras la puerta, Pascual, su casero, se disponía a entrar al edificio. El rostro de Andrea volvió a tensarse, estaba claro que la noche no se había equivocado y le presagió lo que acababa de sucederle.

—Te advierto que no voy a esperar hasta el cinco para cobrar.

—Lo sé, ya le dije que no volvería a pasar.

—Ya, eso llevas diciéndome tres meses, yo no puedo estar detrás de ti, que te quede bien claro. Si no puedes pagarme ya sabes lo que tienes que hacer, por clientes no será.

Andrea sintió más la frialdad de las palabras de Pascual que los seis grados que hacían en la calle. Su caminar era lento y arrastrado, no tenía ganas de encontrarse con nadie más, quizá lo mejor hubiera sido quedarse en casa aduciendo una gripe o cualquier otra enfermedad de vida, pero la responsabilidad le podía, por mucho que se escondiera, los problemas no iban a solucionarse.

El metro estaba abarrotado. Se quedó plantado en el centro del vagón observando a la gente, solo tuvo fuerzas y ánimos para sacar su viejo libro de “1080 recetas de Simone Ortega”, la biblia de la cocina española. Lo abrió de manera aleatoria y se zambulló en su lectura.

En la parada de Bilbao su vagón estaba casi vacío y pudo sentarse a seguir leyendo. A su lado se sentó una chica de unos veinte años, pelo negro azabache y sonrisa encantadora. Le llamó la atención que llevara en sus manos el último número de la revista “EAT”, una publicación mensual sobre gastronomía que él conocía de leerla por internet. Nunca había comprado un ejemplar, ocho euros y medio era un precio prohibitivo para su ajustada economía.

La chica sonreía mientras leía un artículo. Le resultó extraño, la revista era de mucha calidad pero no como para arrancar sonrisas. De manera discreta, sin dejar su libro, lanzó su mirada para comprobar qué estaba leyendo y qué le hacía sonreír. Pudo comprobar que era un artículo hablaba de un restaurante de Madrid que acaba de recibir una estrella Michellin, su primera estrella. El restaurante en cuestión se llamaba “Nostrum”. La chica seguía ensimismada con el artículo, se notaba que hacía una lectura sosegada, su dedo marcaba el ritmo repasando palabra por palabras, frase por frase.

Al llegar a la estación de Plaza de Castilla, Andrea cerró el libro y cuando se disponía a guardarlo en el bolsillo de su vieja trenca, la chica sonriente le dijo:

—Un fantástico libro. Para mí es el mejor libro de cocina española que se ha escrito.

—Gracias— Contestó fríamente y siguió su camino.

Siempre era el segundo en llegar a la empresa, por supuesto su jefe era el primero. Las oficinas no abrían hasta las nueve de la mañana, pero él siempre llegaba sobre las ocho. Su misión consistía en tenerlo todo en orden, reparar cada elemento estropeado y mantener las instalaciones en buenas condiciones.

Empezó con su trabajo rutinario, miró los partes pendientes, organizó las herramientas, preparó los materiales necesarios y repasó las existencia de suministros. Toda una rutina precisa y aburrida.

—Llega usted hoy más tarde de lo habitual- Su jefe irrumpió de manera brusca en su pequeño cubículo del sótano que hacía las veces de almacén.

—Buenos días, señor Director

—Ya hace tres días que te pedí que fueras a arreglar el dispensador de agua del área económica y sigue sin arreglarse, ¿sabes lo que supone eso?- no era cierto, se lo había pedido ayer a última hora, pero no era momento como para discutir ese tema.

—No, señor

—Pues eso significa que los vagos del área económica tienen una excusa para ir a la otra parte del edificio a por agua, así entre paseo y paseo pierden tiempo y mi dinero. ¿Tú crees que eso está bien? No ¿Y sabes quién es el responsable de eso? Tú.

—No se preocupe señor Director, me pongo a ello inmediatamente, antes de que lleguen se quedará solucionado.

—Eso espero, porque si no seré yo el que encuentre soluciones- Sin más palabra se dio la vuelta, pegó un portazo y desapareció

La mañana transcurrió de manera más tranquila de cómo había empezado, aunque notó cierto nerviosismo en el área económica, y no porque ya hubiera arreglado la fuente, sino porque habían despedido a los dos últimos economistas que habían llegado hacía tan solo un año. Aquello había caído con un jarro de agua fría entre el resto de sus compañeros, todos estaban nerviosos: ¿Quiénes serían los siguientes? Andrea no tenía ese problema, tan solo había un técnico de mantenimiento por lo tanto, era difícil que prescindieran de él, además ¿dónde iban a encontrar un vasallo tan servicial y callado?

Sin apenas mirar el reloj dieron las tres, recogió sus cosas, cerro el parte del día, anotó las tareas pendientes y limpió su pequeño almacén, ya estaba todo dispuesto para el día siguiente.

Al entrar al vagón del metro, esta vez casi vacío, recordó a la chica de la revista “EAT”. Intento esforzarse por recordar cómo se llamaba el restaurante del artículo, cerró los ojos para visualizarlo, no veía el nombre. Tenía claro que era de Madrid, que estaba en la zona norte y que acababa de recibir su primera estrella Michellin, eran suficientes datos. Puso las referencias en el buscador de Google de su Smartphone. La búsqueda no llegaba, por un momento maldijo la cobertura del Metro, tuvo que esperar dos paradas para volver a tener cobertura. Por fin en su pantalla aparecía el nombre: “Nostrum”.

Al levantar la cabeza de su teléfono pudo comprobar que el metro se había llenado en tan solo dos paradas. Era una mezcla variopinta, niñas adolescentes vestidas de uniforme, trabajadores y trabajadoras sumergidos en sus e-books, aburridos hombres de traje con auriculares mirando sus smartphone, dos niños que jugueteaban por todo el vagón incordiando a todo el mundo y una señora mayor, invisible para todos menos para Andrea que amablemente le cedió su sitio.

Aprovechó que la cobertura había mejorado y continúo con su visita virtual a aquel nuevo descubrimiento. Era un pequeño restaurante para tan solo 35 comensales que lucía una decoración minimalista en tonos marrones. La web tenía el mismo estilo, muy limpia, sencilla y agradable para poder leer en el móvil, en la derecha superior vio una pequeña pestaña que decía “RESERVA YA”. Parecía que aquel pequeño banner fuera algo más que una llamada, era una orden, sin pensarlo dos veces lo pulso y de manera inmediata se abrió una nueva ventana igual de sencilla que las anteriores que le conducía a formalizar la reserva.

Le pedía el número de comensales, automáticamente puso “1” pero antes de confirmarlo se paró a pensar que quizá era un poco ridículo ir sólo, un restaurante de este tipo no es para comer, es para vivir una experiencia, cambió y puso “2” no tenía ni idea con quien iría pero esa duda era menos patética que ir sólo. Después de introducir su mail, llegó a la última pantalla, aquí llegó la realidad. El menú degustación tenía un precio de 60 euros, hasta aquí había llegado el sueño. Despertó y recordó la cara de su casero esa misma mañana, puso el dedo sobre el botón de RESERVAR pero no se atrevió a pulsarlo. Quedaba todavía un mes, igual le daba tiempo a ahorrar ese dinero, pero él sabía que eso no sería posible. Su dedo seguía a escasos milímetros de la pantalla pero era un recorrido tan corto como imposible de hacer.

Mientras él seguía absorto lamentándose de no poder tomar esa decisión, uno de los niños que no paraba de corretear por el vagón, se abalanzó contra él en el mismo momento que el metro llegaba a la parada de Bilbao. El móvil salió despedido de su mano y cayó entre las piernas de los pasajeros. Se agachó para buscarlo con tan mala suerte que en ese momento se abrieron las puerta y la gente comenzó a salir y entrar en el vagón, se apresuró todo lo que pudo pero el móvil no aparecía. Miró por debajo de los asientos, pero seguía sin aparecer. La gente lo miraba extrañada, un cuarentón arrastrándose por el sucio suelo sorteando las piernas de los pasajeros no era una imagen muy corriente. El móvil había desaparecido. Alguien había aprovechado la ocasión para estrenar móvil. Dejó de buscar, se apoyó sobre las puertas y cerró los ojos con la triste ilusión de que todo aquel día solo fuera una pesadilla de la que aún no había conseguido despertar.

Ya no le quedaban más fuerzas. Sin dudarlo se fue a su casa para encerrarse entre aquellas cuatro paredes. No quería saber nada más de ese día. Se desplomó sobre el viejo sofá desvencijado y tuvo ganas de llorar. Lo peor empezaba ahora, tendría que ir a la Policía a denunciar el robo, ir a la tienda a pedir un duplicado de la tarjeta y comprarse un nuevo móvil, claro está, que no podría pagarlo hasta dentro de tres días que cobrara. Se dejó llevar, cerró los ojos, se acurrucó en el sillón de dos plazas y se puso la chaqueta por encima, necesitaba descansar un instante.

Cuando volvió a abrirlos la noche había llegado ya para quedarse, miro su reloj entreabriendo los ojos y comprobó que eran ya las siete de la tarde. Se había quedado dormido. Sin demasiados ánimos se levantó para asearse un poco y ponerse a la tarea. Tenía que hacer algo, no podía estar sin móvil, si se daba prisa todavía llegaría a la tienda antes de que cerraran.

Por una vez en ese día las cosas le salían bien, el móvil que había seleccionado estaba disponible y el duplicado de la tarjeta tan sólo le costó diez euros, al fin y al cabo el coste final no era demasiado gravoso. Desestimó la idea de poner una denuncia.

Al encender el teléfono, camino de vuelta a su casa, saltaron dos mensajes. Desde la residencia donde estaba ingresada su madre le habían llamado. Se apresuró a devolver la llamada, no había fallado ningún día desde que hacía dos años que su madre tuvo que ser ingresada

—Buenas noches, quería hablar con Claretta, por favor

—¿Eres Andrea?- pregunto la recepcionista

—Si ¿Ha pasado algo?

—Eso nos preguntábamos aquí, nos ha extrañado mucho que no llamaras. A tu madre le hemos dicho que teníamos un problema en la red y que por eso no habrías podido llamar, ya sabes lo mal que se pone si no sabe de ti.

—Ah vale. Me han robado el móvil y hasta ahora no he podido llamar.

—¿Te han robado? ¿Pero estás bien? ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde ha sido? ¿Los han pillado?

—Sí, sí, todo está bien no se preocupe- no tenía ninguna gana de contarle todo el periplo a aquella vieja aprendiz de bruja- Por favor ¿me puede poner con mi madre?

—Claro, madre mía que miedo, si me pasa algo así a mí me muero del susto, que disgusto. Ahora se pone.

—Hola hijo.

—¿Qué tal?

—Como siempre.

—Bueno, me alegro, además mañana es viernes y voy a ir a verte

—Mañana es viernes, ¿vendrás a verme?

—Claro mama, acabo de decírtelo ¿con quién podía quedar mejor que contigo? Pero tú espérame y no te vayas con nadie por ahí.

—De aquí no me iré. Acuérdate de traerme una de esas magdalenas con trocitos de chocolate amargo que me compras de la panadería esa que hay al lado de tu trabajo. ¿Sabes cuáles te digo?

—Sí, mamá, lo sé perfectamente, son las que te llevo todas las semanas y te comes en un solo día. Tienes que cuidarte, pero no te preocupes que te las llevaré. Mama te dejo que se me ha hecho ya tarde y aún no he cenado.

—Vale. Mañana te espero a la misma hora de siempre.

—Un beso mama. Descansa. Ciao

Aquellas conversaciones se estaban volviendo más difíciles por días, sentía como su madre se iba apagando desde la muerte de su padre, la tristeza se había apoderado de ella y la estaba consumiendo. Era una mala dinámica de vida.

No tenía configurado el correo aún. Al entrar en internet automáticamente le sonó el aviso que le anunciaba que le había llegado un nuevo mail. Eso sí era algo extraño. Fue a la bandeja de entrada y ahí estaba. Se quedó atónito. No podía ser posible. Lo releyó varias veces antes de entrar. Al incorporarse por la sorpresa dio una patada a la bandeja y cayó todo por el suelo. Se apresuró a limpiarlo lo más rápido que podía. Llevó la bandeja a la cocina y volvió al salón para entender qué había pasado con el mail.

Nuevamente tuvo que verlo y comprobar que era cierto. Leyó con cara de sorpresa: “Reserva realizada con éxito”, efectivamente, le confirmaban una mesa para el viernes 18 de Diciembre de 2009 a las 22.00 en el Restaurante “Nostrum”. Él no recordaba haberla realizado, pero aquel mail lo dejaba claro.

Se quedó durante un rato mirando y remirando aquel mail, no podía encontrar explicación a esta absurda situación, en todo caso, eso ya daba igual, ahora tocaba tomar una decisión. Lo mejor sería que lo anulara, todo el día había sido un desastre tras otro, no era un buen presagio.

Cogió el móvil, marcó el número del restaurante, estaba decidido a acabar con aquel mal entendido.

—Restaurante Nostrum, buenas noches, soy Begoña en qué ¿puedo ayudarle?

Aquella voz le sonaba mucho, era tremendamente familiar, ya la había oído antes.

—Hola, ¿me escucha?

En aquel momento pensó que ya no era buena idea anular la reserva. Permaneció callado. No encontraba las palabras, bueno, lo cierto era que no encontraba la fuerza para hablar. Colgó.

En su cabeza seguía escuchando aquella voz, estaba seguro que la había oído antes. Pero esa no era la cuestión de fondo. La reserva seguía en pie, no había tenido valor para anularla. No quedaba otro remedio que ponerse a ahorrar, tampoco era tan mala noticia, no iba al matadero, eso sí, que no tuviera ni dinero ni pareja serían cuestiones que tendría que solucionar en las dos semanas que quedaba. Algo se le ocurriría.

Sinopsis

Andrea, amante de la buena cocina y cocinero amateur, ha de comenzar una nueva andadura en la vida tras perder su empleo como encargado de mantenimiento de una gran empresa. La desgracia de perder su empleo y la ilusión de comenzar una nueva vida junto a Amanda le hace entrar en una depresión de la que sólo saldrá gracias a su afición a la gastronomía. Un camino que le llevará de salir de lo más bajo de la pobreza a convertirse en una gran estrecha culinaria, para finalmente darse cuenta que la riqueza de la vida está en los sentimientos nobles de la bondad humana.

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