Titulo original «La gauche caviar»
Sinopsis.
Verano 1937. Heinrich Benjamín, un marchante de arte francés, judío de origen alemán, viaja en un crucero organizado por Radio Cité, durante la Exposición internacional de París. El viaje se inicia en Cannes, pero a medio camino se detiene cerca de la costa, frente a la frontera española, donde un barco de carga, recoge a Benjamín y a sus tres acompañantes, que siguen la travesía en tren, hasta Barcelona. En la ciudad condal, les recoge un conocido, y siguen hasta Valencia, donde se encuentra el gobierno de la República y se va a celebrar el II Congreso internacional de escritores, con la participación de algunos autores como Pablo Neruda, Miguel Hernández, María Zambrano, Hemingway, John Dos Passos, Alberti, Tristán Tzara, Malraux y otros.
La misión secreta de Benjamín es participar en un plan, que se ha fraguado para desviar el tesoro artístico, que se trasladó a finales de 1936, desde Madrid, a la ciudad del Turia, con el fin de protegerlo de las bombas que están arrasando la capital. El objetivo es enviarlo a México, y no a Ginebra, a la sede de la Sociedad de Naciones, como había previsto el gobierno español. Los organizadores del plan, no se fían de los pactos realizados con Alemania, e Italia, por el gobierno soviético y los europeos, y piensan que las pinturas de Goya, Velázquez, Bottichelli y otros creadores ilustres, podrían acabar en manos de los alemanes, o de los italianos, según se precipiten los acontecimientos bélicos en los Alpes.
Mientras se consuma el plan, o se cambia, Benjamín simultaneará la misión, tratando de cumplir el antiguo encargo de sus cofrades y buscará las copias de tres libros, desaparecidos en en el siglo XVI. Uno de ellos, describe la verdadera fórmula de la Musa verde, un licor muy especial, cuyo destilado se ha ido degradando con el tiempo y está prohibido por las autoridades, ya que causa estragos en el comportamiento de los hombres. La poción original, al parecer, estimula las ganas de vivir, la inspiración de los artistas, y favorece las relaciones sexuales. El libro, se dice, fue escrito en Valencia en el siglo XIII, se imprimó en el siglo XV, se perdió en el sótano de algún palacio, o alguna abadía, y Benjamín se tendrá que relacionar con anticuarios locales, libreros, propietarios de bares, cafés y algunos proveedores de bebidas, para tratar de encontrar una pista.
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Epílogo. Primavera de 1977. Valencia se encuentra en plena efervescencia democrática. Un miembro de la secta del Fénix llega a la ciudad, cuarenta años después, y visita los lugares frecuentados por los personajes. Uno de ellos es la cervecería Berlín. Ha cambiado de nombre, pero lo regenta un pintor, y es el lugar elegido por la bohemia local, para beber, celebrar sus tertulias y preferentemente, para hablar largo y tendido sobre las siete artes liberales, sobre cuestiones sicalípticas y desde luego, para no perder su tiempo en sesudos debates políticos que, por lo general, no conducen a ninguna parte.
Fragmentos.
Junio de 1937.
Estaba amaneciendo. El velo nocturno que ocultaba la luna, se empezó a rasgar en jirones rosáceos y el Méréville, con el esplendor de todas sus luces encendidas, abandonó el puerto y enfiló su majestuosa proa, en dirección a poniente. Heinrich Benjamín se encontraba apoyado en una barandilla de popa, viendo como se quedaban atrás los últimos edificios de la costa de Cannes y recordó, de nuevo, las advertencias que le había hecho su hermano, al salir de París. Walter era así, no lo podía evitar. Era sólo tres años mayor que él, pero lo trataba como si fuera su hijo y le había repetido, hasta la saciedad, que tuviera mucho cuidado en España. Como si le hicieran falta sus consejos. Ya lo sabía. Era obvio, que tenía que mostrarse muy cauto, con todo lo que dijera en público, o en privado, y no buscarse más problemas de los estrictamente necesarios.
Observó la línea de la costa, desapareciendo de la vista, recorrió la cubierta con pasos vacilantes, y se dirigió a una de las salas, donde desayunaban los tripulantes. Mientras untaba su tostada, con mantequilla y mermelada, pensó que su hermano se preocupaba demasiado por él pero que, en todo caso, estaba en lo cierto. Tenía que ir con mucho cuidado, y rehuir cualquier tema de conversación, que le pudiera identificar, como simpatizante de uno de los dos bandos en liza. Los españoles llevaban un año enzarzados en una guerra brutal, el resultado final de la contienda era incierto y lo más aconsejable, para su seguridad futura, y la de sus parientes, era no fiarse de nadie. Ni de los unos, ni de los otros. No era cuestión de que alguien metiera las narices en sus asuntos, y acabara envuelto en disputas ajenas, que no eran de su incumbencia.
El Méréville era un paquebote fletado recientemente por los Laborde, una familia de banqueros de origen aragonés, que se dedicaban al transporte marítimo y lo habían bautizado así, en recuerdo de la magnífica finca que sus antepasados construyeron en el siglo XVIII. Podía parecer algo pretencioso, pero no era un mal nombre. La nave ofrecía el aspecto de un castillo flotante, de cuatro cubiertas, con sus salones decorados con los últimos diseños del Art-déco, sus grandes lámparas de vidrio tallado, colgando sobre las mesas y sus cabinas de primera clase, amuebladas con un lujo palaciego.
La embarcación se había construido para realizar cruceros a través del Atlántico, la nueva moda que se había impuesto, entre las gentes más ricas de los dos continentes, pero en aquella ocasión, su misión era mucho menos peligrosa que cruzar el océano y tropezarse con un iceberg, como le había sucedido al Titanic. Por una vez, su misión iba a consistir en surcar las tranquilas aguas mediterráneas, hacer escalas en algunas ciudades, llegar hasta Casablanca y regresar al punto de partida.
El crucero lo había organizado Radio Cité, que se lo había alquilado a la naviera, para agasajar a los directivos de las empresas, que les habían confiado sus campañas publicitarias, y tratar de captar a otras, que podían hacerlo en un futuro inmediato. El propietario de la emisora, Marcel Bleunstein, era un judío de origen ruso, un publicista que había obtenido algunos éxitos, con sus primeras campañas, pero que no se conformaba con la dimensión, que había adquirido su empresa y estaba haciendo, todo lo humanamente posible, para ampliar su cartera de clientes. La idea se la había sugerido Jacques Canetti, el director musical de la emisora, en el transcurso de la Exposición internacional, que se estaba celebrando en la capital francesa.
—- ¿En plena guerra?.
—- Sí —- precisó Canetti— El crucero se detendría cerca de la costa, frente a Colliure, y nuestra gente podría bajar allí y seguir por tierra.
—- ¿Y el crucero?
—- Seguiría con nuestros invitados, hasta Casablanca y luego, antes de regresar, podría hacer alguna escala en Omán, o en Argel.
—- Estaría bien. Les podríamos ofrecer a los de Camel, una mañana visitando las dunas.
—- Y por la noche, música y bailes de la zona.
—- Sí, estaría muy bien —- asintió Bleunstein —- Pero los italianos tienen su base de aviones en Mallorca.
—- Los tienen ocupados en el frente del norte. Y somos neutrales. No habría ningún problema.
La idea, realmente, era muy buena. Consistía en que los invitados disfrutaran de todos los placeres posibles, que podían ser muchos, y al mismo tiempo, que pudieran convivir con los ejecutivos, o los propietarios de otras empresas, en una pequeña Feria de muestras.
—- Una exposición flotante —- improvisó Bleunstein —- Y los responsables de ventas y de compras, podrán cambiar impresiones, sobre los mercados emergentes.
—- E intercambiarse sus catálogos.
—- Y hacer demostraciones de sus productos.
—- Exacto —- precisó Canetti —- Y atracciones a bordo.
El Méréville se había puesto en marcha y las empresas que habían aceptado la invitación, habían decidido su manera de participar en el evento. La agencia les había suministrado vitrinas expositoras, con todo el material gráfico, que habían solicitado y había puesto a su disposición, un equipo de dieciocho chicas, bonitas y pizpiretas, prestas a satisfacer sus necesidades comerciales.
—- Las podríamos llamar mercaninfas —- pensó Bleunstein, en voz alta. El hombre había digerido, con provecho, las últimas técnicas mercadotécnicas importadas de América, y le pareció oportuno bautizar a las chicas contratadas, con un nombre que definiera su trabajo.
—- Mejor, mercanereidas —- le rectificó Canetti, que sabía diferenciarlas. No en balde, se había licenciado en semiología y mitología comparada, en la universidad de Turín, antes de convertirse en el gran gurú de la música moderna —- Las ninfas son de agua dulce.
—- Las podemos llamar mercanereidas, cuando estén en alta mar, y mercaninfas, cuando se encuentren en tierra firme —- concluyeron.
Los pasajeros de primera clase, eran los mandos superiores de las empresas invitadas. Cada uno disponía de camarote doble, y Bleunstein no les había pedido una declaración jurada, preguntándoles si las mujeres, o los hombres que iban a dormir con ellos, iban a ser sus compañeras legítimas, sus amantes, o sus secretarios. La invitación se la había hecho, de manera confidencial, y no sería él, quien les fuera a contar a las mujeres, si sus esposos iban a prolongar su participación en la Exposición, y conseguir nuevos negocios o si, por el contrario, iban a realizar un viaje de placer, en compañía de quien les diera la gana. Nadie se iba a enterar.
Los camarotes de segunda clase, los ocupaban los mandos intermedios de las empresas, y los de tercera, todo el personal que la agencia, había contratado para amenizar la travesía, con los croupiers encargados de las mesas de juego, la media docena de bailarinas, y una orquesta de magníficos músicos afroamericanos, que Canetti había seleccionado para la ocasión.
Junio de 1937
Aunque el calendario había anunciado el inicio del verano, la temperatura en Barcelona, era todavía muy primaveral. Benjamin llegó a la estación de Francia, en compañía de Salmona, del negro panameño, que había divertido a los invitados, con sus bailes y sus exhibiciones pugilisticas, durante el trayecto y de un individuo bajito y de piel cetrina, llamado Lamban.
Descendieron del tren y enseguida, al final del andén, Salmona divisó al tipo trajeado, que les estaba esperando junto a la puerta de salida. Era un hombre joven, de unos treinta años, con la tez bronceada por el sol, y una espléndida sonrisa, que se iluminó al encontrarse con su amigo.
—- ¿Qué tal el crucero? —- le preguntó, mientras le daba un abrazo y cogía una de sus maletas.
Su vestuario era ligero y cómodo, con un traje blanco, una pajarita y un sombrero de ala ancha, estilo Panamá, que llevaba ladeado, como los galanes del cinematógrafo. Un atuendo demasiado elegante, para la ocasión. Parecía un dandy. Alguien fuera de lugar, para los tiempos que corrían, con sindicalistas embutidos en sus monos azules, controlando la ciudad condal.
—- Muy bien —- le informó Salmona —- Todo en orden. Nos lo hemos pasado muy bien.
—- ¿Has cantado?
—- Pues claro que he cantado.
—- Y muy bien —- apostilló Benjamín.
Era cierto. Salmona se había animado la noche anterior y había entonado un par de canciones, en francés, que le habían parecido dos obras de arte.
—- Os he cogido un buen hotel. Aquí cerca, junto a las Ramblas —- les informó el anfitrión, riendo su propia gracia —- Os habría llevado al Ritz, pero ya sabes, lo tienen requisado tus camaradas.
—- Él es el señor Fellman —- le presentó a Benjamín.
—- Encantado. Yo soy Alberto Puig.
—- Ya lo sabe. Le he contado tu vida. Y él es Alf Brown —- le señaló al púgil, que parecía estar ausente.
—- ¿El auténtico? —- preguntó Puig, mientras hacía que le siguiera el grupo, atravesando la calle, en dirección a la estatua de Colón, cargados con sus equipajes.
—- El mismo. Y él, es el señor Lamban. Su representante.
—- Encantado. Lo siento que tengáis que ir cargados, pero ya lo sabes, Salmona. Tus camaradas consideran que no deben cargar las maletas de nadie. Podéis descansar esta tarde. Lo necesitareis. Esta noche, os he preparado una buena fiesta y luego, una juerga gitana. ¿Tenéis algo contra los gitanos?
—- No. Claro que no —- respondió Benjamín, tomando la palabra por los otros.
—- Son grandes artistas —- intervino el señor Lamban, que amplió el comentario, diciendo que él había contratado, recientemente, a un grupo de manuches, para un programa de Radio Cité —- Fue todo un éxito.
—- Conocí a uno, en Hollywood, genial —- presumió Puig, llegando a la puerta del hotel —- Se llama Chaplín. ¿Le gusta el mundo del espectáculo, señor Fellman?
—- Algunas cosas —- matizó Benjamín, mientras esperaba turno, para recoger la llave de su habitación.
—- Su última película se llama «Tiempos modernos». No sé, quizás no la han estrenado, todavía, en París.
—- Sí, si que la han estrenado —- informó Salmona — Pero el actor se llama Charlot, ¿no?
—- Se llama Charles Chaplin. Charlot es su nombre artístico. Es un romichel. Un gitano inglés.
—- Me gustó mucho —- confirmó Salmona, que relacionó el tema de la película, con otra que había visto, hacía poco, que se titulaba «Metrópolis».
—- Si, es verdad —- reconoció Puig —- La de Chaplin, es mucho más divertida, pero las dos tratan el mismo tema. La tecnología ha convertido al hombre en una máquina y de paso, ha dejado a miles de obreros, sin trabajo.
—- Como en tus fábricas —- le sonrió Salmona, con un gesto de complicidad.
—- No es cierto —- fingió enfadarse —- Lo sabes de sobra. Mi familia comparte la dirección con los tuyos y de momento, la cosa está funcionando.
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Julio de 1937
Las campanas de la iglesia de los santos Juanes, empezaron a repicar, y una bandada de palomas, asustadas por el estruendo, alzaron el vuelo, levantaron una nube de polvo y cáscaras de mijo y desaparecieron por encima del edificio contiguo a la Lonja de la seda.
—– ¿Pero todavía hay misas? —- preguntó Benjamín, que tenía entendido que la República, había prohibido todos los ritos católicos.
—– Claro que hay misas —- le informó Ochando —- Y bautizos. Y bodas. Y entierros. Lo que está prohibido, es que la educación de nuestros hijos, siga en manos de los curas. La Constitución dice que somos un estado laico.
—- Pero habéis tenido muchos problemas por eso, ¿no?
—- Sí, los mismos que tuvisteis los franceses, durante la revolución. Hay curas que no quieren acatar la Constitución, y otros que si la acatan.
—– Como el hermano Almendro.
—– Exacto.
Ochando le explicó que en los primeros meses de la guerra, los anticlericales más furibundos habían quemado y saqueado muchos templos y conventos, pero que el gobierno había tomado cartas en el asunto, y había conseguido controlar la situación y había metido en la cárcel, a los más recalcitrantes.
—- Para hacer la revolución, no hace falta atacar a las tradiciones locales —- se explayó —- Es más, resulta contraproducente. La Junta delegada tiene concertado un programa, con los dos sindicatos que controlan la ciudad y todo el mundo está colaborando en la protección del patrimonio histórico y artístico del país.
—– ¿Dónde están? —- preguntó Benjamín, que tenía prisa.
Ochando había conseguido una copia del inventario, y un permiso para visitar los lugares, donde se habían almacenado las obras, que habían sido trasladadas desde Madrid, para dejarlas a salvo de las bombas.
—– Aquí cerca. En las torres de Serranos y en el colegio del Patriarca. Podemos ir mañana. Hoy no puedo.
—– Mejor —- se alegró Benjamín —- Yo tampoco puedo. Tengo una cita.
Había quedado con Salmona y su amigo catalán, para comer en la playa y que le presentaran a un escritor . Uno americano. Uno de los que habían acudido, para participar en el Congreso. El primero se había celebrado tres años antes, en París, en el contexto de la Alianza que muchos artistas e intelectuales, habían formado, como forma de contrarrestar la propaganda fascista, y el segundo se iba a celebrar en la ciudad del Turia, como parte de las acciones orquestadas por el gobierno republicano, que necesitaba el apoyo internacional a su causa. Un apoyo que no había obtenido, hasta aquellos momentos.
La campaña había empezado en el pabellón español de la Exposición internacional de París, e iban a contar con la colaboración de muchos corresponsales de la prensa extranjera, que darían buena cuenta del Congreso.
A las diez, Benjamín se reunió con Salmona, en la plaza de Emilio Castelar, y tomaron un tranvía de color azul, que recorrió el camino al Grao y los dejó a las puertas del balneario de Las Arenas. Primero estuvieron en la playa de poniente. Los indígenas la llamaban la Malvarrosa, y en ella descansaban los famosos bous pesqueros, que habían sido inmortalizados por Sorolla, un artista local que se había hecho famoso, con unos murales enormes, que había colgado en Nueva York.
Salmona no sabía nada sobre el pintor, pero Alberto Puig le había puesto al corriente, la noche anterior y él lo explicaba con su gracia habitual, con la misma seguridad de alguien, que se hubiera pasado toda su vida en la gran manzana. Salmona no era muy amante de la pintura, a la que consideraba un arte muerto, pero era un gran amante del séptimo arte y lo primero que hizo, cuando dejaron atrás la lonja y las casas de los pescadores, fue llevar a Benjamín, a ver la villa propiedad del novelista local, que había escrito el guión de Los cuatro jinetes del apocalípsis. Se llama Blasco Ibagnez.
—- ¿Blasco?
Ochando, aquella misma mañana, le había dicho, al despedirse, que uno de los mayores responsables de los ataques a los símbolos religiosos, había sido el escritor, que había provocado las iras anticlericales, con sus cuentos y novelas.
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