EL TORBELLINO DE ENFRENTR

EL TORBELLINO DE ENFRENTR

CANDY

20/04/2021

Sobresaltada y desorientada unos timbrazos y golpes en la puerta hacen que mi sueño termine de golpe, sacándome de la cama de un salto y como si de un incendio se tratase, en segundos mi cerebro reseteado, a la fuerza, reconoce ese ruido ensordecedor, que no es otro que el terremoto de mi vecina Jacinta… ¡Dios, si solo son las 7 h de la mañana y domingo!

Me medio visto, lo justo para poder abrir la puerta, me pongo mi mascarilla. Y ahí esta sonriente.

Jacinta: Buenos días, dormilona me pones las gotas.

Yo: ¡Jacinta son las siete de la mañana, y domingo!.

Jacinta: ¿Pero hoy no es jueves?.

Yo: ¡No Jacinta!, hoy es domingo y ayer cuando le fui a comprar los tomates y las peras ya le comenté que era sábado…

Jacinta: Hay perdona que tonta soy, pensé que era jueves, ya no sé ni en que día vivo…

Yo: Bueno, Jacinta, no pasa nada como ya estoy levantada, le pongo las gotas y hablamos un poquito, deme cinco minutos, me visto, me lavo un poco y vuelvo.

Jacinta: Muy bien, y ya que estas, me subes la persiana y me pones la tele que anoche no sé que toque y ahora solo canta…

Yo: Ya sabe Jacinta, que no hay ningún problema, me dice que necesita y se lo intentaré arreglar.

Estos eran mis despertares últimamente desde hace unos meses, hasta que el covid le pasó factura. El miedo al salir, al relacionarse con más gente, sumado también al cansancio de toda una vida (que según ella decía que era un estorbo…).

Jacinta tiene 86 años, es bajita y rechoncha de esas personas que te inspiran ternura y muchas ganas de abrazar, tiene mucho carácter y un sentido del humor muy peculiar, aparte si le sumas el sobrehumano manejo que tiene con el bastón, es única, «y si no, que se lo digan a mi puerta».

Es una mujer fuerte, curtida por la vida desde muy pequeña, con la pérdida irremplazable de unos padres, y una niñez arrebatada de golpe. Esas circunstancias le hicieron emigrar y alejarse de sus raíces, teniendo una vida dura, hasta que encontró a su compañero de vida, Antonio, el cual le dio dos hijos y se la endulzo formando una bonita familia.

Antonio era un hombre excepcional, amable y muy dulce, siempre con una sonrisa en su rostro, a pesar de los años que llevaban juntos era un placer verlos cogidos de la mano. Con que dulzura le atendía y la atención que siempre le dio, la tenía muy consentida, solo tenía que pedir y él le daba todo.

Recuerdo que cuando él se iba a hacer la diálisis, se sentaba en un banco del parque que se encuentra justo enfrente del balcón de casa, para esperar el taxi, donde Jacinta lo observaba, y desde ahí se intercambiaban besos y sonrisas cómplices. Parecían dos jóvenes enamorados, era bonito y agradable observarlos. Cuando Antonio llegaba, Jacinta bajaba, y juntos subían a casa.

Fue un buen hombre, por desgracia un cáncer muy rápido se lo llevo, dejando un vacío muy grande a su compañera de vida. Ya han pasado cuatro años de su perdida.

Jacinta me decía muchas veces, en nuestras largas conversaciones, que daría cualquier cosa con tal de que Antonio estuviese con ella y poder contarle cosas que él no ha podido ver y otras que no pudo decirle por falta de valor, pero una cosa sí que me decía bien clara, y era que agradecía el hecho de que él no viviera estos momentos que hemos vivido y seguimos viviendo, tan oscuros y tristes. Porque él era un hombre lleno de vida, con sus rutinas diarias, como visitar su campo y tener su huerto impecable, dar sus largos paseos por la mañana viendo despertar la ciudad, salir junto a su mujer hacer una simple merienda o ir al centro de mayores para ir al baile y relacionarse con sus amigos.

Desde que empezó la pandemia ella y yo somos casi inseparables, le hago compañía, le configuro la tele, salimos al balcón a aplaudir y de paso, para que nos dé un poco el sol, ella me hace gazpacho y pisto, vamos que la adopte como una abuela.

¡Y si! Tiene dos hijos, una vive muy muy cerca y otro que solo va a dormir tres días por semana. No buscaré, ni culparé a nadie, por la razón de que ella se sintiera tan sola, solo decir que cada uno allá con su conciencia…

El confinamiento fue tan inesperado que nos sobrepasó a todos, pero después del confinamiento su familia, podría haber hecho las cosas mucho mejor.

La pandemia aceleró un comportamiento sin sentido, haciendo que Jacinta, se metiese en un bucle, perdiendo por momentos la capacidad de pensar con claridad.

Con los días yo la notaba más rara, cada vez más perdida, repetitiva y con conversaciones sin sentido, recuerdo que un día llegó a llamarme 22 veces para cosas diferentes y sin coherencia. Un día me llamo a la puerta y me dio una bolsa llena de trapos, y me dijo: Vela te doy estos trapos que te van a ir muy bien, con ellos puedes limpiar los cristales, el baño y la cocina. En ese momento, yo los cogí le di las gracias y como iba tarde a trabajar dejé la bolsa en la cocina. Mi sorpresa fue al llegar a casa y ver que los trapos me eran muy familiares, más tarde caí que esos trapos eran sus cortinas del comedor, que las había hecho pedazos y una colcha que tenía ella de cuando era una cría, que la guardaba como oro en paño, ahí es cuando fui consciente de que la cosa era grabe.

En fin, hace dos semanas que está en un asilo.

Aislada y no sé si podré volver a verla, aunque lo intentaré. Fue medio engañada porque aún tiene muchos momentos de lucidez, su ingreso fue tan rápido que no nos pudimos ni despedir…

Su hijo, me dice que pregunta por mí, que en el asilo sus compañeros están todos sordos y que los llevaron engañados. Jacinta le dijo que ella sabía que cuando yo fuese a verla la sacaría de allí.

Es inevitable no volver al mismo instante en que la conocí; llamaron a la puerta con insistencia como si pasara algo malo. Mi sorpresa fue al abrir la puerta.

Jacinta: Hola, soy Jacinta y seré tu vecina de enfrente a partir de ahora, vivo con mi marido y un hijo que viene aquí a dormir 3 veces por semana, los demás días duerme con su novia, y mi otra hija Pili que trabaja en la mercería del barrio.

Y Ahí estaba ella, con esa sonrisa inconfundible, apoyada en su bastón. La verdad es que después de su información y de sacarme una sonrisa. Yo le contesté:

Vela: Hola, Jacinta soy Vela encantada de conocerla, vivo con mi marido, mis dos hijas y una perrita.

En ese momento ella me sonrió y acto seguido me contesto que nos llevaríamos muy bien. Nos reímos y seguido le comenté:

Vela: Este rellano es muy sociable, si necesita algo sin duda aquí estaremos para lo que necesite, en el piso de arriba vive un matrimonio mayor con su hijo y los demás vecinos son más o menos de mi edad.

Y así fue, durante muchos años compartimos muchos ratitos de esos que no tienen precio, tardes de café junto a Ana (otra vecina del rellano), con la que Jacinta se picaba, ya que las dos tenían un carácter muy parecido.

Nos contaba anécdotas de cuando era pequeña, el cambio tan brusco y oscuro de su vida al perder a sus padres tan jóvenes, a demás no tenía hermanos y a consecuencia de su pasado, comentaba que era un poco fría y con bastante carácter por la falta de una madre y un padre, que de pequeña la arropasen. Fue criada por su tía, que tenía cinco hijos, y aunque la quiso mucho y la trato tan bien, no era lo mismo.

Jacinta tenía un campo donde iba muy seguido en verano y algún fin de semana, cuando venía de su campo, nos traía limones para un mes, porque para tener solo un limonero era el más competente del mundo. Gracias a eso aprendí a hacer unas cuantas recetas, como granizados y su postre preferido, el mousse.

Noto su falta. Cuando quería saber algo llamaba a los tres timbres del rellano, sabía que al final alguna abriría la puerta y se haría el debate, da igual de lo que fuese, lo importante era hablar un rato.

Al salir de mi casa por las mañanas, sobre las 7 h, Jacinta desde su ventana siempre me gritaba buenos días, adiós Vela, no te canses mucho, y yo levantaba mi mano con una sonrisa y pensando ahí esta Jacinta como siempre. No puedo evitar mirar a su ventana y esperar verla con la mano levantada, ahora solamente veo sus persianas cerradas y un silencio que se me hace muy difícil de llevar.

Sé que Jacinta se acuerda de su casa, de las bonitas plantas que tenía y del sol que entraba por su ventanal llenándola de vida.

A veces pienso, que hubiera pasado si esta pandemia se hubiera cebado con los más jóvenes, si nos hubiésemos concienciado más de la situación, si hubiéramos apreciado más la vida, si de verdad nos hubiéramos dado cuenta de que teníamos que haber prevenido todo lo que podría venir, invirtiendo en la sanidad pública, en la ciencia y en las nuevas tecnologías.

Me refiero a que, por naturaleza estamos “acostumbrados”, que los hijos entierren a sus padres y no que los padres entierren a sus hijos. Con esto quiero hacer referencia, que como ya es usual ver marchar a las personas mayores. En esta triste y oscura pandemia, no nos hemos dado cuenta, pero a muchos los hemos dejado marchar solos y abandonados, sin poderse despedir y otros perdidos en su mundo por la soledad, que en este caso fue Jacinta.

Quiero pensar que después de esta situación, algún día seremos consientes de la gran perdida que nos ha dejado esta pandemia, que quizás no aprendamos mucho colectivamente, pero si individualmente, que aprovechemos el tiempo con nuestros mayores, escuchándolos y acompañándolos, porque ellos en su día nos lo dieron todo, y ahora es el momento de que nosotros se lo podremos devolver. Ellos nos abrieron los caminos para lo que hemos tenido y tenemos, con mucho fuerzo y sufrimiento, renunciando a mucho y con muy pocas satisfacciones, y aun así sin reprocharnos nada, dando a entender que es lo que les toco vivir.

Para finalizar, creo que esta sociedad tiene poca paciencia y respeto a las personas mayores. No son muebles, son la vida misma, enciclopedias o Google vivientes, como queráis llamarlo.

Cada surco en la piel, decoloración de pelo, movimiento lento y sonrisa sincera, es el pulso del tiempo reflejado en lo físico. Cada recuerdo y experiencia en el camino de la vida, escogido para bien o para mal, los marca y transforma para el resto de sus vidas.

En definitiva, son grandes genios que vuelven a ser como niños, inocentes y con unas ganas infinitas de vivir.

Les debemos mucho, no podemos estigmatizarlos ni excluirlos sin razón, hay que darles su lugar.

La dignidad no tiene edad, su dignidad es la nuestra, no lo olvidemos nunca.

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