– No encuentro sitio María, vamos a tener que irnos un poco más lejos para dejar el coche 

– dijo Carlos.

– Prueba en la calle cortada, ahí siempre suele haber algún hueco – contestó María.

– ¡Qué va! Está lleno, míralo. – dijo Carlos indicando el final de la calle.

– Vámonos fuera, da la vuelta, lo dejamos al principio del barrio y venimos dando un paseo, ¿te parece?, que allí siempre se puede dejar con facilidad. – insistió María.

Salieron del coche y comenzaron a caminar lentamente por las calles de aquel barrio. Una pila de bloques de antigua construcción, de una época pasada, de unos tiempos olvidados y tan lejanos en su memoria que solo era posible alcanzarlos a través de los recuerdos de su infancia.

Carlos y María tenían unas cuantas manzanas por delante, para entretenerse y recrearse con las vistas del barrio. Caminaban despacio, sin prisa alguna, parecían como aquellas palomas revoloteadoras que no tienen otro entretenimiento que ir de árbol en árbol repasando cada esquina arquitectónica sin ningún otro fin. Carlos llevaba su mano en el bolsillo de la chaqueta y María apoyaba su brazo sobre él. Caminaban por el placer de caminar. Por un instante se convirtieron en parte del entorno, caminaban con tal sutileza que eran todo menos unos turistas ocasionales.

– Seguro que no queda nada de lo que recuerdas María, han pasado casi 30 años desde que no venimos por aquí – afirmó Carlos.

María sonrió con ligereza, aprobando el comentario de Carlos.

– Tienes razón, han pasado tantos años – suspiró María.

– Nunca olvidaré las tardes de verano con los amigos del barrio, sentados en la calle, sin nada que hacer, jugando con lo primero que te encontrabas. Bien podría ser un palo, unas gomas o un cartón desgastado que habría llegado hasta allí. Recuerdo a tu buen amigo Mauro, ¡qué malo era! Siempre metiéndose con todas las niñas. Porque yo era tu hermana y eso me salvaba en cierto modo, pero recuerdo a aquel niño muy pesado.

– ¿Y te acuerdas también de la vecina que teníamos en frente?

– contestó Carlos.

– ¡Cómo olvidarla!, la señora Emelina. La de caramelos que nos dio a escondidas. Recuerdo cuando mamá salía a los recados y siempre le decía a Emelina que nos echara un vistazo, ¿te acuerdas Carlos?

– Por supuesto. También recuerdo los rulos que llevaba siempre en la cabeza. Nunca comprendí el propósito de aquellos cilindros en el pelo, si siempre estaba igual. No consigo imaginarla sin ellos. Y que te voy a contar de su hija, aquella niña tan empollona. No había momento en que su madre no la mencionara, y más si alguno de nosotros estaba allí presente. No podía ser más oportuna, justo para que mamá nos comparara y por supuesto, salir perdiendo.

– Es verdad Carlos, que gracia de mujer. Ahora que lo pienso seguro que lo hacía a propósito. Seguro que era la forma que tenía de vengarse de nosotros por no querer jugar con su hija.

– ¿Pues sabes donde está trabajando? -contestó Carlos – No te lo vas a imaginar.

– No sé… ¿haciendo aviones?

– ¡Qué va! -dijo Carlos dándole a entender que estaba muy equivocada.

– No me digas que al final no hizo nada, ¡con las notas que tenía!

– Hacer hizo algo, pero con su cuerpo. Le dio por el deporte y es la entrenadora del equipo nacional de natación femenino.

– ¿Julieta? ¿lo dices en serio Carlos? ¿Y tú cómo sabes eso?

– Muy fácil, llevo a la niña a natación a la misma piscina donde entrena el equipo nacional.

– Las vueltas que da la vida, desde luego me has dejado muy sorprendida.

Carlos y María siguieron caminando.

– Mira María, ahí está la tienda de Loli y Gabriel, lo que queda de ella.

Carlos echó su brazo sobre los hombros de María. Aquella era la tienda de ultramarinos a la que nunca faltaban. Todos los niños del barrio compraban allí sus gusanitos, caramelos y aquellos chicles tan pomposos que tanto les gustaba. Había pasado tanto tiempo que ya ni se vendían. Esos sabores y olores formaban únicamente parte del pasado. La tienda de Loli y Gabriel había permanecido mucho tiempo cerrada desde que ellos se jubilaron y ahora el negocio había reabierto convirtiéndose en un ultramarinos regentado por una familia china. Su interior era bien distinto, ya no había ese olor a pan recién hecho, ni las cajas de huevos allí a la vista o las botellas de cristal retornable de naranjada. Solo quedaba la fachada. No habían cambiado el aluminio de la puerta, era el mismo que en 1960, con la diferencia de que ahora lo adornaban una decena de pegatinas de marcas comerciales.

– Carlos, ¿recuerdas los donuts que comprábamos aquí? – dijo María.

– Qué maravilla, sí. Pero lo que más me gustaban eran las palmeras de chocolate, sobre todo cuando venía el camión de Panrico y las traía calentitas, con ese chocolate fundido tan delicioso. Recuerdo romperlo a trocitos y deshacerlo entre los labios – respondió Carlos.

– Yo recuerdo también cuando bajábamos con mamá a Loli y a la vez que compraba el pan ya nos preparaba el bocadillo para el recreo. ¡Qué recuerdos! Como nos poníamos, con el pan recién hecho y el embutido recién cortado. No podíamos ser más afortunados.

– Es verdad María, que lástima que se jubilaran tan pronto, cuántas tardes pasamos en la puerta de esta tienda, aunque fuera con unas simples pipas, viendo entrar y salir a los vecinos y pasando el tiempo con los amigos, con aquel olor a bollo tierno que salía de allí. ¡Siempre teníamos hambre!

Ambos siguieron caminando, a paso lento, observando en silencio cada rincón de aquellas calles. Llegaron a casa de sus padres, su casa, en la que habían vivido desde el primer día de sus vidas. Miraron a lo alto, era el último piso. Los dueños actuales parecían haber hecho alguna obra. Se veía un aparato de aire acondicionado, habían puesto un cerramiento en la terraza, pero lo que eran sus recuerdos, permanecían intactos en su memoria. Cómo olvidar tantas vivencias.

– ¿sabes de que me estoy acordando María?, de aquel soldadito de plástico que lanzábamos en paracaídas desde la terraza. La de veces que subimos y bajamos las escaleras para verlo volar. O los globos de agua. Estaba obsesionado con lanzar cosas por la ventana y si podía mojar a alguien que pasara por debajo mucho mejor.

– Qué bandido eras Carlos, no podías estarte quieto ni un momento, siempre estabas buscando la forma de enredar algo y volver loca a mamá. Se pasaba el día llamándote la atención.

– Bueno María, éramos niños, no se nos podía pedir nada más. 

María se acercó a Carlos, apretó su mano e intentó reprimir sus sentimientos.

– Sabes…me hubiera gustado traer más a los niños. Qué poco saben de este lugar, de sus abuelos, de la vida que vivimos aquí. Me arrepiento de haber sido tan perezosa algunas veces. – dijo María con voz entrecortada.

– No le des muchas vueltas hermanita. Esta era nuestra vida, la de papá y mamá. Ellos tendrán la suya y algún día puede que esta misma conversación la tengan ellos hablando sobre ti y sobre Juan. Son nuestros recuerdos, nuestra memoria. La suerte es poder compartirla en momentos como este – respondió Carlos.

– Pero es como lo siento – dijo María.

– Lo sé hermanita, lo sé. – suspiró Carlos. – Yo tengo un recuerdo doloroso que no me puedo quitar de encima. Es del día que sacamos de aquí a papá y mamá para siempre. Papá estaba mal y ya no era consciente de nada, pero mamá sí lo era. Recuerdo como pasó habitación por habitación, acariciando con sus manos todos los muebles. Ella sabía que seguramente no volvería a estar en su casa, que aquello era un punto de no retorno en su vida, una vida que tocaba fin y nunca más volvería.

Pese a todo no montó un drama, se lo guardó para ella, en silencio, sin decir nada. Agarró a papá por el brazo y le ayudó a salir.

Yo deseaba que dijera algo, que rompiera a llorar, lo que fuera.

Estaba ansioso por consolarla, por decirle que iba a estar ahí para cuidarla día y noche, aunque ya no fuera nunca más en su propia casa.

Pero ella se lo guardó para sí misma. Su sufrimiento escondido me hizo más daño del que imaginaba. Agachó la cabeza y no miro atrás. Nos fuimos de allí en silencio y aquella frialdad me atraviesa el cuerpo cada vez que lo recuerdo.

– Lo sé Carlos. Mamá nunca volvió a ser la misma. Nunca la dije nada, pero siempre pensé que nos juzgaba por lo que habíamos hecho. Nunca lo hablamos, pero sé que ella en cierto modo guardaba algún resentimiento pese a que sabía que era la mejor solución. No podíamos cuidar a papá como se merecía. Ahora lo recuerdo todo muy extraño, con la sensación de que todo ese desenlace pertenece a otra vida pasada. ¿No lo ves así? – dijo María.

– No sé qué decirte hermanita. – suspiró Carlos. Duele mucho recordar todo esto. No sé muy bien porque hemos venido, pero cuando se acerca la fecha no puedo dejar de pensar en ello y me apetecía volver a revivir nuestros recuerdos. Puede que seamos un poco masocas, ¿no crees? Es como si no pudiéramos evitar retomar al pasado.

– Carlos, puede que simplemente nos quede una conversación pendiente y por eso tomamos la decisión de venir a visitar el barrio, buscando nuestra expiación de todo aquello.

– Quién sabe, tienes razón, esta puede que sea nuestra terapia. – dijo Carlos.

María se dio la vuelta y abrazó a su hermano Carlos. No dijeron nada más. Permitieron que el silencio se apoderara de sus recuerdos. Aquellos segundos fueron eternos.

– Vamos hermano – interrumpió María. – Tenemos a todos esperándonos y hoy no es día para retrasarnos.

– Sí, es cierto – contestó Carlos mientras se frotaba los ojos.

– Oye, pero antes vamos a parar un momento por el supermercado que quiero comprar una sorpresa para la cena.

– ¿Qué quieres comprar?, preguntó María. 

– ¿Recuerdas aquellas figuritas de chocolate que nos traía la tía Luisa? – respondió Carlos con ilusión. – Me fascinaba tener a Papá Noel y los Reyes Magos todos juntos, sobre todo que fueran de chocolate. Me encantaba quitar el papel con cuidado sin romper nada y comerme aquellas figuritas de un bocado. Ambos compartieron una sonrisa en ese instante. Era una sensación agridulce, por momentos se mezclaban recuerdos amargos con otros entrañables, pero lo que tenían claro ambos era que les gustaba estar allí y compartir el momento. 

Era 24 de diciembre, las familias de Carlos y María pasaban juntos estos días. Desde que hace dos años muriera su madre en estas fechas tenían pendiente esta visita para poder recordar su antigua casa, su barrio, los recuerdos vitales. A su padre le encantaba la navidad, por todo lo que significaba más allá de la fiesta y celebración, por ello era imposible no recordarle estos días. Su madre fue la última en dejarles y eso despertó en ellos esa necesidad de reencontrarse, de conectar sus recuerdos y emociones y valorar más que nunca el tiempo que pasaron juntos.

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