El gatito siamés de Dorotea

El gatito siamés de Dorotea

Patricia Guebel

18/04/2021

-Que tarde es!, ya me pasé quince minutos del horario, mejor me apuro-. Cruzó el parque sin aliento hasta llegar a la administración donde firmó el ingreso. Se cambió de ropa en segundos y corrió a la habitación de Don Carlos.

-Buen día Carlos, ¿cómo durmió? -preguntó Delfina-, sentada en cuclillas y mirándolo directo a los ojos, todavía agitada por el apurón.

-Pues bien, niña, dormí bien, que con todo ese empastillao que me meteis por las noches, ¿cómo quereis que duerma? , contestó Carlos, ahora estoy esperando que venga Delfi,  la que me cuida por las mañanas, Delfi es mi nieta, ya lo sabeis. Ella me masajea, me higieniza, que encanto de muchacha es esa Delfi… pocos jóvenes de hoy se ocupan de sus viejos como ella lo hace. Por cierto, ¿qué haceis tu aquí todos los días, acaso cuidais de alguien?-

Delfi suspiró, le hubiese encantado decirle, «si, de Usted cuido» pero no quiso contrariarlo. Hizo un mohín melancólico y le siguió el juego. -Me alegro, abuelo-,Dijo, Mientras acomodaba las almohadas para luego correr las cortinas. Ahora tiene que asearse. Yo voy a ayudarlo, si me permite y alcanzó con su mano derecha un carrito con ruedas que llevaba elementos de limpieza personal.

-No soy tu abuelo, niña, que ya te he dicho que mi nieta es Delfi, deberíais conocerla pues que viene casi el mismo tiempo que tu. ¿ No la cruzasteis nunca?, es que tu no eres muy observadora-.

Don Carlos estaba allí internado desde hacía unos cuatro años y ella lo conocía desde hacía dos, Fue su primer paciente cuando empezó a trabajar como enfermera especializada en gerontología. El lugar era de esos caros, donde algunas familias adineradas llevan a los viejos a pasar sus últimos años con confort y con la satisfacción de que «el abuelo no podría estar en un sitio mejor que ese».

Al principio todos evitaban cuidarlo, porque era muy mandón y caprichoso, pero luego el Alzheimer y la medicación lo transformaron en una persona más tranquila y hasta amable, aunque a veces le salía el genio de la galera y todo explotaba a su alrededor. Reclamaba cosas y pedía que lo llevaran a su casa, que quería ver algunas pertenencias de su esposa y guardarlas en un lugar seguro.

Parece ser, según lo que cuenta Amalia, la supervisora, que Don Carlos era un español exiliado como tantos durante la guerra civil. Partió con los barcos hacia otros rumbos y América lo recibió con los brazos abiertos en una época en la que era fácil hacerlo porque todo estaba aun por hacer. Don Carlos se afincó, puso un negocio de sastrería que no paró de crecer, lo que le permitió hacerse de un jugoso capital y vivir sin ningún tipo de zozobras.

Se casó con Dorotea, una  bella joven morena llena de entusiasmo por la vida, prima de un paisano suyo, a quien conoció en uno de esos encuentros de colectividades que se hacían en salones de Avenida de Mayo, donde las voces y la música del terruño los reunía con regocijo, ante tanta lejanía. Tuvieron tres hijos y dos hijas, que les dieron quince nietos y luego continuarían con su negocio, lo que les permitió retirarse para disfrutar de una vejez acomodada. Todo marchaba bastante bien, habían resistido crisis económicas locales y adversidades varias.

Hombre de decisiones firmes, carácter rudo, exigente con empleados e hijos, todos los que lo conocían lo trataban con una mezcla de miedo y respeto. Solo con Dorotea se convertía en otra persona: era un gatito siamés, asi lo llamaba ella. Siempre ronroneaba entre sus faldas y le consultaba todo, hasta sobre los temas más minúsculos. Amaba a sus hijos y nietos, pero con su mujer habían construido un bloque tan sólido como el acero y tan amoroso como aquellas puntadas dadas a mano en las terminaciones de los trajes.

Tal vez por eso nadie se asombró de los cambios que empezaron a aparecer en su conducta cuando su amada Dorotea murió. Amalia sospechaba que esos cambios no eran tales, que él seguía siendo el mismo viejo tozudo y resolutivo de siempre, pero estaba muy triste. Ya no podía ser un gatito siamés porque había desaparecido el motivo para serlo, nadie lo inspiraba para el ronroneo. Jamás había tenido esa cercanía, esa amalgama con ninguna otra persona, ni siquiera con sus hijos.

Desde que aquellos habían nacido vivían en un caserón antiguo de Belgrano, del que se fueron yendo de a poco y que quedó definitivamente vacío sin Dorotea, tan vacío como él mismo. Los primeros meses después de su partida se mantuvo en su casa con las pesadas cortinas cerradas y no salía al jardín ni pisaba la cocina porque esos eran los lugares donde siempre estaban juntos y se reían por nimiedades. Sí optó por  seguir durmiendo en el mismo cuarto, porque conservaba el aroma de la piel de su mujer en las sábanas, en el aire y eso le permitía conciliar a veces el sueño.

Sus hijos y nietos residían en sus propias casas, excepto cuatro de sus nietos, los menores,  que alquilaban para seguir estudiando alejados  de las casas paternas. Ellos fueron quienes decidieron mudarse con el abuelo Carlos. En esa casa habitaciones sobraban y él se sentiría más reconfortado al no estar solo. Demás está decir que esta decisión no era compartida por el abuelo, pero la mitología urbana dice que los viejos deben estar al cuidado de alguien, aunque griten y pataleen diciendo que no quieren, que con alguna ayuda de alguien externo a la familia que mantenga la casa es suficiente. No hubo trato.

Amalia sostenía  que no enseñan a los jóvenes a respetar a los viejos ni a los viejos a hacer respetar sus decisiones. Es posible que estuviera en lo cierto. Le pasó a Don Carlos, que era un hombre tan firme.
Empezó entonces, con esa incómoda convivencia, una especie de “casa tomada” por los nietos, que se manejaban en horarios inverosímiles para el abuelo que pretendía mantener sus hábitos y espacios sin encontrar a un desconocido en su living a mitad de la noche o escuchar una música desenfrenada otras veces. Comenzó a salir. Se vestía por las mañanas y se iba a tomar un café y leer el diario, a pensar en que estar viudo y jubilado con la casa invadida, no era lo mejor que podía pasarle, ni lo que él había imaginado con Dorotea para su vejez. Trataba de buscar una solución a todo ese despropósito.

Un día fue a la verdulería del barrio y vio un cartelito que decía “Se necesita ayudante”

 -Oye, Nélida, ¿que clase de ayudante necesitais?-

-Ya sabe Don Carlos, un chico que ayude a embolsar y acomodar, a bajar los cajones de verdura, limpiar un poco el negocio, si conoce a alguien, mándemelo de su parte-

A la mañana siguiente se presentó con pantalón y camisa de trabajo azul recién comprados y unos borceguíes que nunca había usado -Nélida, -dijo-yo seré vuestro ayudante-.

-Qué, cómo, Usted, si no necesita trabajar, si…es un viejo-Pensó pero no dijo nada-.

Los nietos se enteraron y armaron un terrible cotorreo. Avisaron a sus padres, el encuentro de hermanos fue una reunión formal para tomar la solemne decisión de internar al abuelo que ya estaba muy gagá para cuidados caseros y los nietos le podían hacer compañía, sí, pero cuidarlo con las necesidades que se avecinaban, no, imposible.

Le armaron un bolso de viaje con elementos básicos y diciendo que irían a ver a un compadre que los había telefoneado (Carlos odiaba los celulares), se dirigieron al hogar de reposo (geriátrico de elite) con el que previamente habían arreglado todas las condiciones de su estadía.

Cuando llegaron y Carlos entendió de que se trataba y de que esa no era la casa de ningún compadre, puso el grito en el cielo y empezó a maltratar a todos, desde el personal hasta  sus hijos.

Lo sedaron, le prendieron la televisión de su cuarto privado y le dieron el control remoto. Le costó  adaptarse, contaba Amali. Los hijos y nietos venían seguido por entonces. Alquilaron la casona y con parte de lo obtenido pagaban ese lugar.

Al principio los reconocía, le alegraba verlos y compartían juegos de dados o naipes. A veces se acordaba de que lo habían desalojado de su propia casa, se enojaba y les gritaba que se fueran para siempre, que lo dejaran tranquilo, que no los necesitaba para nada. Que además el estaba muerto desde que no estaba Dorotea y que como tal lo respetaran, como al muerto que era, hombre, faltaba más!.

Luego se fue apagando, como un sol en un atardecer de otoño, día tras día. Alternaba sus períodos de lucidez plena con los de aislamiento total de lo que lo rodeaba. No recordaba las cosas que había hecho ayer, negaba que tenía aun visitas familiares, cada vez más esporádicas, por cierto, señalaba Amalia, pero las tenía, aunque a él le importaban cada vez menos y pocas veces los reconocía.

De lo que no olvidaba un solo detalle era de su vida con Dorotea. -Allí fue cuando comenzaste a cuidarlo vos, Delfina, y pasaste a ser su nieta-.

Amalia decía que si Dorotea viviera harían una versión nueva de “Diario de una pasión”.Recordaba  una ocasión en que estaba conectado con la realidad y le proyectaron la película en español y el lloraba en silencio recordando su propia historia.

-Tal vez no haya sido la mejor forma de terminar sus días, pero que hermosa vida y que imborrable historia de amor la del gatito siamés de Dorotea, ¿no te parece?. Andá Delfi, que Carlos te está llamando-.

Cuando Delfi terminó su horario laboral, comenzó a caminar por las calles del barrio y encontró una juguetería. Entró y recorrió las góndolas, miró todos los juguetes  y al llegar a la sección de peluches, entre osos, ranas, y perros, encontró un gato siamés pequeño. Se imaginó a Don Carlos «su abuelo» recostado en el hombro o el regazo de Dorotea mientras ella lo acariciaba y él sentía que nada le haría falta nunca más después de sentir la vibración de esas manos y entonces comenzaba a ronronear. Se preguntó si la familia sabía de ese amor que iba más allá de la devoción y la ternura.Los abuelos Carlos y Dorotea eran amantes y concretaban su amor a través de todos esos signos, con fantasías y sus  aditivos. No eran de la primera ,segunda, ni tercera edad. Eran un par de enamorados.Cuando sacaron a Don Carlos de su casa y sus recuerdos, no lo hicieron por maldad ,sino por desconocimiento. No aprendieron a conocer a su padre y abuelo.

Al día siguiente se enteró de lo sucedido durante la noche. Sentada en cuclillas lo miró directo a sus ojos ahora cerrados. Tenía el rostro sereno. Esta vez no abrió  las cortinas; puso sobre sus manos entrelazadas el gatito siamés de peluche con una inscripción que decía: «De tu nieta Delfina para el gatito siamés de Dorotea»

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