La Edad de la Felicidad

La Edad de la Felicidad

Alien Carraz

18/04/2021

Don Juan, aquí tiene usted su
carnet
– me dice la persona en la ventanilla

Cuando veo la cédula, vislumbro al
hombre en la foto y lo primero que pienso es que no me parezco en
nada al tipo bastante más joven que veo cada día en el espejo. Y
cuando me pongo los anteojos para observarlo en detalle todo se pone
peor

Parezco un viejo de mierda
pienso

Me da rabia todo. Especialmente, en
contra del tonto del Registro Civil que me tomó la foto

No entiendo cómo ponen a unos
incompetentes a retratar a la gente
– vuelvo a pensar

Inmediatamente, pienso en volver a
entrar al Registro Civil y pedir que me tomen la foto de nuevo

Imagino todo el asunto y deduzco que soy
un idiota

Me siento en una banca afuera del
edificio. Respiro varias veces profundamente hasta que me siento
levemente mejor. Me pongo los anteojos, saco la cédula y
trato de encontrarle la parte buena de la foto.

Nada, nada de ¡nada! Solo la imagen de
un viejo de mierda que parece que tuviera 1.500 años

Vuelven la respiraciones profundas y
decido que lo mejor que puedo hacer es irme para la casa y olvidarme
de la maldita cédula de porquería.

Antes de abrir la puerta, preparo el
discurso.

Lorena, mi mujer, con la escoba en la
mano y ese cintillo que la hace ver tan simpática, me recibe amorosa
y sonriente

¿Y, cómo te fue con el trámite?…
¿Te dieron la cédula?

Ahá…

¡Ah, qué bien!… ¿Y qué tal?

Naa… no me gustó

¿No te gustó?… ¿Qué significa
eso?

Nada… Es que yo no entiendo cómo
pueden tomar unas fotos horribles… Me veo como la mierda…

A ver, déjame verla

Sus ojos negros contemplaron
atentamente la foto. Luego, se volteó para mirarme con
su cara llena de risa

No está mal – dijo

¿No está mal?… ¿Cómo no está
mal?…
 ¿Acaso estoy
así de jodido, con esa cara de anciano borracho y parrandero que
recién salió de la cama?

Jajaja… mi amor, no seas exagerado
– sus ojos chispeantes me hicieron sentir mejor – No te ves
exactamente genial, pero tampoco te ves tan mal…
– entonces, me
soltó una sonrisa pícara – esta foto no le hace honor a mi
bombón.

Al contemplar el fondo de sus grandes
ojos negros, me vi reflejado en ellos como el hombre más suertudo
del mundo.

Desde el día que la conocí, siempre
tuve esa sensación de que 33 años de diferencia era un inmenso
montón de años y que sería una cosa que en algún momento se
volvería insalvable. Verla con su vestido de colegio me hacía sentir que
lo mío era una especie de perversión y que no habría forma de
justificar que una niña de 17 años pudiera tener algún tipo de
relación con un hombre de 50.

Sin embargo, ella actuaba de una forma
tan natural y me hacía ver con tanta sencillez que yo le atraía, que todo se fue dando con esa fluidez que acompaña a las
cosas que encajan perfectamente. Ni yo tenía – o quería tener –
cabal consciencia de sus 17 ni ella tenía – absolutamente ninguna
– de mis 50.

Lo otro que hacía que lo nuestro no se
viera tan fuera de orden ante los ojos de los demás, era que yo no
aparentaba tener 50 años por ninguna parte. Siempre, fui alguien que
representaba mucho menos de la edad que tenía en realidad. 

Después del primer encuentro en la
tienda, ocurrió que aquella niña encantadora aparecía de vez en
cuando para toparse conmigo en la calle o en alguna tienda o en el
supermercado. El bobo de mí pensaba que era increíble que existiese
tanta coincidencia. Y como yo estaba encantado de topármela en todas
partes, terminaba invitándola a tomar un helado o a cualquier otra
cosa que me diese un tiempo con ella. Pasaron varios meses de estos
“encuentros fortuitos”. Lo más sorprendente en estas convergencias era que ella cada vez lucía más señorita y menos niña. De
hecho, nunca me la encontraba vestida de colegio. Y como no hay
manera de hacerse el tonto para siempre, empecé a darme por enterado
que aquella niña disfrutaba estar conmigo y que le importaba
un rábano que yo pudiera ser hasta su abuelo. Eso, junto con darme
la cuota de satisfacción y orgullo que entrega el ego con cubierta
de caramelo, también me hacía ver que yo estaba a punto de dar
algunos pasos que me podrían encaminar a arder en los infiernos. En
medio de esas tribulaciones, le cerré la puerta en las narices a cualquier plan que incluyera sexo.

Lo
nuestro era un juego amoroso que ya tenía un camino trazado y que
iba milímetro a milímetro hacia el lugar común donde deben ir
todas aquellas cosas del amor y la pasión entre un hombre y una
mujer. Y mientras aquello avanzaba lentamente, ocurrió que expandí
mi negocio y le agregué una tienda de venta de equipos y
complementos náuticos. A sabiendas de mi doble juego, le ofrecí a
Lorena si quería trabajar conmigo. Sin demostrar ninguna excitación,
y con sus manos entrelazadas en su espalda – esa postura tan propia
de ella que a mí me parecía encantadora – simplemente afirmó con
su cabeza que aceptaba el trabajo. Yo, estaba regocijado.

Si en un principio le puse freno a mis
ansiedades, seis meses después ya ocupaba evitar los contactos
cercanos y huir de la posibilidad de que estos ocurrieran. Lorena,
empezó a extrañarse de mis evasivas, pero como prefería guardar
silencio en vez de decir lo que sentía, optó también por mantener
distancia y concentrarse en hacer su trabajo.

La verdad es que todo se volvió muy
tonto. Yo, hacía como que su cercanía me era indiferente y ella
hacía como que la mía era prácticamente inexistente. Obviamente, a
mi edad (y a pesar de mi regreso, en forma de caída vertical, a una
etapa de imberbe) yo podía leer algunas señales de su juego de
niña-mujer y me llenaba de sensaciones deliciosas cuando la veía
actuar pésimamente mal para intentar demostrarme que yo no le
importaba. Era, sencillamente, encantadora.

Lo otro extraordinario era que no me
daba por sacarle ventajas a esa situación. De hecho, mi único amigo
a quien le contaba ciertas cosas de mi vida, miraba con ojos golosos
a Lorena y de vez en cuando me preguntaba si ella tenía algo que ver
conmigo. Yo, siempre mentía y, a pesar de mis celos y mis miedos, le
decía que ella era una mujer libre.

Hasta me encantaba verla conversar con
Carlos porque a través de su lenguaje corporal yo podía observar
con toda claridad que ella, cuando notaba mi presencia, estaba más
pendiente de mí que de aquel que se empeñaba en conquistarla.

Llegó un día en que Carlos me
enfrentó, no con rabia ni rencor, sino con la resignación de quien
se da cuenta y se rinde a la evidencia.

¡Eres un pedazo de idiota! – me dijo
con una mueca cargada de ironía – ¿Por qué será que siempre los más
tontos son los que tienen más suerte?

No me pude hacer el desentendido. Nos
dimos la mano y un abrazo de despedida. No lo volví a ver sino hasta
muchos años después. Al saludarnos, lo primero que hizo fue
preguntarme por Lorena. Cuando le conté que éramos pareja, se sonrió

Te lo dije, los más tontos son los
que tienen más suerte 
– me dio un abrazo y un beso en la mejilla –

¡Te felicito!

Nunca fui un amante calificado ni un
experto en sexo ni nada por el estilo. Más bien, era un tonto lleno
de prejuicios y pensamientos estereotipados que había visto algunas páginas del
Kama Sutra y que tenía la idea de que el clítoris estaba en alguna
parte de la vagina, aunque ¡vaya uno a saber dónde exactamente!

Lo mío era puro instinto calentón y
ningún conocimiento . Por lo tanto, cuando ella me dijo que era
virgen, mi imaginación me llevó a un encuentro cercano del tercer
tipo y ni la menor idea de cómo resolver una cuestión como esa.
Mientras que para algunos la virginidad era una cosa esplendorosa que
los excitaba hasta las nubes, para mí se volvió un tema de terror
que, en la mezcla 50-17, era sencillamente el camino más corto para
el escándalo, la cárcel y de paso ser colgado de las bolas en
alguna plaza pública.

¡No, por ningún motivo! ¡Nada de
vírgenes! 
– fueron las primeras frases que se escribieron a fuego en
mi mente y en otras partes de mi persona.

Así, en medio de juegos de cercanías
hasta donde las pieles ansían fundirse, y evasivas iguales a bruscos
cambios de rumbo cuando todo indicaba que el asunto iba en dirección
de algún encuentro “cuerpo a cuerpo”, fueron pasando los meses
y luego se juntaron hasta llegar a transformarse en dos años completos. Fueron
dos largos años de intercambios de devaneos, delirios, disparates y
de un sentimiento que se fue transformando en algo cada vez más
profundo y compacto. Más allá del propio cariño que yo sentía por
ella, me daba cuenta del valor precioso que esa mujer tenía como
compañera, cómplice, amiga y persona ciento por ciento confiable.
Lorena, era del tipo de ser humano capaz de sacrificar mucho de lo
importante, simplemente por el puro convencimiento de que yo valía
la pena. Me daba cuenta de ello y me emocionaba hasta los huesos
sentir ese amor incondicional. Yo, no estaba enamorado, pero tenía
plena consciencia que estarlo no tenía ninguna importancia para
nuestra relación. Lo nuestro tenía que ver con la naturaleza, con
aquello de leer las señales y descubrir en ellas cual es la pareja
precisa que una persona debe conseguir en la vida
para construir la suya en plenitud. Yo, estaba asombrado que ella
creyera que yo era esa persona. Hasta me daba miedo hacerme cargo de
su ilusión.

Finalmente, tres años después, nos
fuimos juntos a vivir a una isla del Caribe. Y aunque suena como un
viaje idílico de algún millonario con la modelo de moda, en verdad
fue una aventura de locos con US$ 2.500 en los bolsillos y todo por
descubrir en un país extranjero. En medio de incertidumbres,
pellejerías y muchos sustos, llegamos a un punto en que nos
encontrábamos sumidos en el desconcierto y nuestra relación estaba
cada vez más tensa y yo me volvía cada vez más ingrato y
desapegado.

Un día, al acostarnos a tratar de
dormir en medio de una de esas noches caribeñas que no tienen nada
de idílicas y en las que no paras de transpirar aún con el
ventilador del techo en velocidad máxima, me di cuenta que Lorena
sollozaba quedamente. Cuando me decidí a preguntarle qué le pasaba,
pude ver en la penumbra el brillo de sus ojos llorosos

Es que me siento sola – me
dijo con una voz que la sentí venir del fondo de su corazón

En ese instante, sentí algo que me
sobrecogió por completo. Me di cuenta que era el imbécil más
grande del mundo y que aquella mujer hermosa era lo único en la vida
que me podía salvar.

Nos abrazamos y lloramos juntos por
largo rato hasta que nos quedamos dormidos.

A partir de ese día, todo cambió para
nosotros. Nos volvimos amigos, compañeros, cómplices, padres y yo
descubrí que aquella niña era el tesoro que siempre anduve buscando
en medio de las imágenes, los estereotipos y los lugares más
equivocados del mundo.

Hoy, a mis 72 años me considero el
hombre mas afortunado de la Tierra.

Lorena, va a cumplir 40 y nuestro hijo, un tesoro igual a ella, tiene ya 12 años.

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