DE ALGODÓN BLANCO

DE ALGODÓN BLANCO

—¡Abuela! ¡Abuela! despiértate. Abuelita abre los ojos, estaba soñando que me decías: «José, despierta que me estoy muriendo».

Eran las cinco de la madrugada. Fue como un gruñido. Sonó como dentro de mi sueño. Ella dormía en el cuarto grande y yo en la habitación contigua; salté de la cama, corrí a verla y me acosté a su lado. Era el alba… me quedé tranquilo esperando la mañana porque con mi abuela siempre jugábamos y en ocasiones, nos hacíamos los muertos.

    «José, despierta que me estoy muriendo». 

    Con voz nerviosa, en susurro, busqué despertarla, toqué su hombro suavemente. Su tranquilidad y el silencio del cuarto fueron callando mi voz. Me recosté sobre ella porque sabía que estaba jugando.

    Esperé hasta el amanecer para levantarla. Fue un largo momento y me zambullí a recordar cuando era más pequeño, cuando mi abuela se paraba frente al espejo, se montaba las manos en la cintura y se movía o bailaba como si ese espejo vertical tuviera música. Al mirarse, giraba el torso de un lado al otro y como una niña, se apreciaba desde la cabeza hasta los pies, ensimismada buscando la belleza, que me decía, tenía en su juventud. La conexión con el espejo le daba vivacidad, se estiraba el cabello haciéndose un moño que agarraba con una peineta; se palmoteaba las mejillas buscando el rubor para darse frescura y, por último, comenzaba a murmurarle a su figura con una sonrisa en su cara. ¡Le gustaban los espejos a mi abuela!

    —¿Dónde estará José? —casi me retumbaba al oído.

    —¡¡Te encontré!! —decía mi abuela después de contar uno, dos, tres, cuatro y pasar cerca del armario para que yo la escuchara.

    Abría la puerta y me encontraba acurrucado.

    La luz del farol de la calle atravesaba las ranuras la ventana, se hacía visible el armario de madera que encargó el abuelo cuando se casaron. Sus dos puertas forradas con amplios espejos me sirvieron como buenas lupas para observar parte del dormitorio. Vi el otro armario donde muchas veces me oculté cuando jugábamos al escondite.

    —No abuela no se vale, sabías que yo estaba escondido aquí. —eran mis súplicas para que volviera a contar.

    Los espejos me devolvían las dos mesitas de noche que estaban a cada lado de la cama. La mesa donde planchaba sus vestidos. El mueble de la peinadora con sus tres gavetas para guardar el talco, los peines, los perfumes y las prendas para adornarse. Más allá, el sillón de largo respaldar, donde me sentaba en sus piernas y me contaba historias de cuando el abuelo vivía.

    —Voy por el lápiz labial. —decía al viento— Esta papada es nueva, José. —Algunas veces creía que mi nombre lo pronunciaba como para llenar su conversación con el espejo. Yo disfrutaba verla allí.

    Cuando sentía mis risas, me llevaba hasta el sillón y nos acomodábamos. Me contaba que mi abuelo era un hombre calmado y amoroso. Que él siempre tenía que esperarla caminando desde la cocina al salón y muchas veces hasta el portón de la casa. Desde allí le gritaba.

    —¡Mujer, se va a terminar la tarde y nos van a cerrar la refresquería! —escuchaba ella acicalándose frente al espejo.

    Yo vivía con mi abuela desde mis cinco años. Cuando murió mi madre, mi padre me trajo a su casa.

    Recostado a ella, las horas del amanecer se me hicieron muy largas y cerca de las seis, intenté despertarla. Le movía los dedos. Sus manos las sentí frías, aunque su cuerpo estaba tibio; entendí que quería dormir un poco más, entonces me quedé bien pegadito.

    Pasados los minutos… que fueron eternos, jugué abriéndole los ojos como otras veces; como ella tantas veces me hacía.

    Tumbado a su lado repasé las actividades que haría en el día: levantarnos unos minutos después de las seis y estar listo a las ocho para ir a la escuela. Al mediodía, almorzar. Por la tarde, hacer las tareas, luego jugar con Paquito y después ver las comiquitas en la televisión. En la noche, cenar con mi abuela y con mi tía Gladys cuando llegara del trabajo. Después, acompañarlas a ver el noticiero y antes de comenzar las novelas, mi abuela me recordaría «a dormir que viene la televisión para los adultos». Sus palabras eran un somnífero, luego me llevaría a la cama.

    La luz colmaba la habitación de mi abuelita, me alcé de la cama y le dije.

    —Abuela, tienes que levantarte, va a ser hora de ir al colegio. Yo sé que es un juego, después no me culpes si llego tarde.

    Minutos luego, los pasos de mi tía Gladys se sentían por el pasillo, iba de su cuarto al baño, era la hora de arreglarse para ir al trabajo. Al entrar la tía al cuarto nos reclamó que no nos habíamos levantado.

    —¿Por qué no estás listo para ir al colegio? —dijo alterada.

    Miró a la cama y después escuché el grito, advertí que los ojos de la abuela estaban medio abiertos.

    La tía Gladys me quiso abrazar, yo la rehuí.

    —Tengo que ir al colegio. —le dije agarrando el uniforme.

    En el oído le susurré a la abuelita que se levantara, que la esperaba en la mesa. El largo corredor que comunica el cuarto con la cocina impediría que ella llegara antes, así que apuré el paso para hacerlo todo más rápido, para que cuándo apareciera me encontrara ya desayunado. Sobre la mesa estaba el cereal y saqué la leche del refrigerador, comí contento. Sabía que era otro juego, que quizá no había clases, que se lo habían informado, por eso, no tenía a la abuela apurándome para salir a la escuela.

    No sabía que hora era cuando comenzaron a llegar mis tíos, el doctor y mi papá, todos estaban muy serios y ninguno fue a saludarme. Seguía esperándola en la cocina.

    Las voces, los gritos y el llanto llegaban hasta mi asiento, ahora mi abuela jugaba con todos, los engañaba.

    El llanto que más distinguía era el de mi tía Gladys porque era el más largo. Era un gemido. Después, comenzaron a llegar otras personas. Caras con lágrimas y pañuelitos de seda. Yo las observaba desde de la cocina; y escuché un comentario.

    —¿Cómo es posible que mi hermana esté muerta?

    Me asomé para reconocer la voz y era la segunda vez que veía a esa señora.

    —Pero ¿cómo es posible? —volvió a pronunciar— mi pobre hermana, en esta casa tan grande, viviendo sola con Gladysita y el niño.

    Buscaba las voces y seguía sin comprender por qué estas personas hablaban de mí y de mi abuela como muerta. Me deslicé muy pegado a la pared, fui al cuarto y no encontré a la abuela en la cama.

    «Como siempre, mi abuela estaba escondiéndose», me dije.

    Algunas veces, para quedarme un poco más en la cama, jugábamos; también por las noches, para alargar un ratico estar con ellas frente a la televisión, entonces ella me hacía cosquillas y terminábamos riéndonos.

    «Siguen llorando y no encuentro a mi abuela para hacerla reír», pensé.

    Caminando entre las visitas sentí en la cabeza las manos de mi padre, me vio con cara larga, en silencio, y sin entender los juegos de la abuela, me dijo.

    —Bueno hijo, tu abuela era muy fuerte, siempre fue quien ordenó y manejó la casa, decidió todo lo que había que hacer, pero hoy…

    —¿Mi tía Gladys te llamó para que me reprendas porque se hizo tarde para ir a la escuela? —le pregunté.

    Apretando mi mano, mi padre me dijo que irían al hospital porque mi abuela estaba enferma. Fue cuando recordé el momento en que vi dos hombres salir con una camilla.

    De pronto, el salón comenzó a quedar solo y quedé acompañado por dos amigas de mi tía. Mientras ellas hablaban regresé a la habitación, acomodé la cama y estiré un vestido de la abuela para que cuando ella llegara, se llevara la sorpresa de encontrarlo arreglado; entonces me escondería debajo de la cama y la asustaría.

    Al final de la tarde trajeron a la abuela en una camilla y la trasladaron hasta la habitación. No tuve ganas de esconderme. Ella me vio y me guiñó el ojo…, ¡¡¡Sabía que estaba jugando!!! Recostó la cabeza sobre la almohada y rápidamente se durmió.

    En una conversación de mi tía Gladys escuché de que esa madrugada la abuela había sufrido un infarto, pero por su fortaleza, en el hospital le devolvieron la vida… Solté una risa.

    Ese día la abuela se burló de todos.

    Desde que la trajeron del hospital, mi tía decidió que yo durmiera en este cuarto para acompañarla. Desde ese día la comencé a notar cansada. En aquel momento sólo tenía siete, actualmente tengo trece años. Pero seguíamos jugando.

    —¿Abuela a que no me encuentras?

    —No te escondas dentro del armario que estás más grande y se te puede venir una puerta del espejo encima. —hablaba ya lento—. Tampoco te hagas el muerto debajo de la cama, que no puedo estar agachándome.

    Ayer en la noche, me pidió que me acostara más temprano que de costumbre; le hice caso y me acompañó a la habitación. El farol de la calle estaba apagado y la luna estaba en cuarto menguante. La oscuridad no me permitía ver ni siquiera la forma del armario.

    Como todas las noches, primero me arropó con las sábanas de algodón blanco, luego me dio un beso y me dijo que me durmiera rápido. Se hizo una tila que la puso sobre la mesita y la sentí rezando. No regresó a ver la novela con mi tía. Después de un rato escuchando su respiración, concilié el sueño.

    Hoy se repitió la escena. Escuché nuevamente su voz, «José, despierta que me estoy muriendo». Esta mañana se me quebró el sueño. Su grito me despertó sobresaltado. Sentí un ruido extraño.

    —Abuela, sentí cuando me llamaste. Abuela… abuela… despierta…

    Cinco de la mañana.

    Su cuerpo iba enfriándose, no me podía acurrucar a su lado, por la manta pasaba una sensación de frigorífico. Acostumbrado a jugar con la carne que le colgaba del brazo, la apreté y la percibí dura. Tuve un escalofrío en todo mi cuerpo, sus manos heladas me lo advirtieron. Salté de la cama y salí desaforado chillando por el pasillo hasta el cuarto de mi tía para decirle que mi abuela se había muerto.

    —Tranquilo, el tiempo está de lluvia. —eran las palabras también heladas de la tía.

    —Está muy fría la abuela. —volví a decir.

    —Mi amor, mamá desde que se enfermó toma una pastilla para la tensión que le pone el cuerpo más frío.

    La tía no se levantó con la rapidez que yo quería, tampoco la señora que ayudaba a mi abuela salió de su cuarto, pero… ¡la abuela se había muerto!

    Por la mañana volvieron las visitas, ahora sin pañuelos ni lágrimas. Papá llegó con su mujer, la tía Gladys no gritaba. De pronto me vi rodeado por todos diciéndome que ella regresaría, que estuviera tranquilo. Me escabullí entre tantos grandes que no entendían lo que estaba pasando.

    Me fui llorando en silencio a nuestra habitación y me acosté en lo que fue su nido. Ahora nuestro cuarto lo sentí pesado. El armario y las mesitas mostraban su decoloración, no me recordaban a la abuela, la peinadora exponía los frascos con melancolía, el espejo reflejaba un lugar oscuro; faltaba su imagen, su coquetería. La cama estaba dura y su espacio estaba frío. Solo me quedaba el recuerdo de aquellos años y el dolor del presente.

    Todos creen que la abuela está jugando ¡Yo sé que la abuela no volverá! No fue como la primera vez cuando me dijo «José, despierta que me estoy muriendo».

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