Cristobal y Estefanía tienen maestría en romperse el corazón mutuamente, sin embargo una fuerza más potente que su instinto de supervivencia los lleva a seguir chocando contra el otro. Diez años después de la muerte de Cristobal, Estefanía comienza a tener encuentros con él, primero en sueños, y después en toda su cotidianidad.
Estefanía vio morir a su único amor y con su cuerpo enterró sus ganas de vivir. Cristobal vuelve para salvar a su alma gemela y en el proceso ambos descubren que el Amor es eterno aunque los amantes no.
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-¿Qué hora es?
-Las seis. Te quedaste dormida. –Dijo su madre.
-Es la hora de los pies. –Pensó, mientras volvía de su viaje por el reino de Morfeo.
-No escuché la alarma. –Respondió.
Eran las 6:00am de un día cualquiera.
-200 gramos de chocolate amargo
100 gramos de margarina
200 gramos de azúcar
4 huevos grandes
Extracto de vainilla
100 gramos de harina de trigo
1 cucharada de polvos de hornear.
Olvidé comprar las cintas de colores.
-Hizo la lista mental de ingredientes para su receta favorita y siguió pensando:
-Almendras, hoy los quiero de almendras o de macadamias, tal vez pasas.
Tengo hambre.
-No sé cómo la gente puede tomar ese guarapo infernal cuando en el planeta existe el chocolate. Se quejó con su madre que preparaba un guayoyo para volver con dignidad al mundo de los vivos.
-¿Vas a comer? –Preguntó Eulalia, acostumbrada a los amargos despertares de la hija.
-No tengo hambre.
Hacía diez años, un mes y veinte días que el tiempo se había alterado y ella no sabía si estaba despierta o si soñaba, así que trataba de hacer ambas cosas con dignidad, pero la verdad, es que ninguna le salía del todo bien. Estaba demasiado consciente de su propia existencia mientras dormía y demasiado consciente de su fugacidad durante la vigilia.
Se miró al espejo y sintió pena de sus ojos tristes.
Debía bañarse, no por deseo propio, sino por mera cortesía con quienes compartía el planeta. Se cepilló los dientes y le sangraron las encías.
Olvidó su cuerpo debajo de la regadera de agua caliente.
-Buenos días, mi reina. -Le dijo sin ninguna prisa.
Ella lo miró sin decir nada.
-Amaneciste hermosa.
-Hipócrita.
-Sabes que nunca te miento.
-Mentiroso.
Pi pi pi pi, pi pi pi pi. –Sonó el reloj.
-Siete de la mañana. Maldito olor de café.
Lo extraño. –Se confesó a sí misma.
Secó su cuerpo ceremoniosamente con la toalla que compartieron durante años. Levantó la mirada y allí estaban de nuevo sus ojos tristes.
Debía vestirse, desayunar y fingir que era la dueña de una cafetería.
-Prende un incienso, me molesta ese olor.
-Estás loca. –Le dijo su madre mientras complacía aquel absurdo capricho. ¡Tienes una cafetería y odias el café!
-Es una gran ventaja. No voy a tomarme mis ganancias.
Comió pan francés tostado con mantequilla y mermelada de guayaba. Todo hecho en casa. Con ese sabor que te abraza y te hace agradecer estar vivo y aquello le molestó. Se tomó un vaso de leche y se levantó en silencio.
-Dios te bendiga. –Gritó su madre desde la cocina mientras ella cruzaba la puerta que daba a la calle.
El día era perfecto y aquel milagro la hizo pensar en él.
-Ya van a ser las 8:00. Hora de los ojos.
Caminó lentamente las 10 calles desde la casa de su madre hasta la cafetería.
-¡Buenos días! –Saludó Simón, su más fiel empleado, con la alegría que le era característica.
-Buenos días.
Era difícil odiar a ese manojo de sonrisas que la había acompañado durante tantos años.
-Medio litro de leche fresca
200 gramos de chocolate amargo
Canela en polvo.
Vainilla.
Azúcar.
Mucha canela.
Ahora sí puedo decir que son buenos días. –Pensó.
-No estás invitado. -Dijo en voz alta y sin voltear.
-Sabes que prefiero el café. –Le respondió sonriendo.
-Yo nunca voy a prepararte ese brebaje.
-Nunca lo hiciste.
-No esperarás que me arrepienta.
-Eso jamás. Dejarías de ser tú.
-Estefanía, teléfono. Quieren un ramo para el día de San Valentín. -Dijo Simón desde la puerta de la cocina.
-Voy.
-125 gramos de mantequilla
250 gramos de azúcar blanca
3 huevos
250 ml de leche fresca, bien fresca
Extracto de coco
250 gramos de harina de trigo
1 cucharada copetona de polvos de hornear
Cacao en polvo, del criollo
Decorados con crema de mantequilla tonos borgoña, rojo, coral y rosa. -Escribió por inercia en aquel cuaderno que la acompañaba invariablemente.
-Sí, no se preocupe se lo llevamos a la puerta de su casa.
¿Quiere algún relleno?
¡Perfecto!
Estamos a sus gratas órdenes.
-Simón, con este son 37 ramos personalizados para el miércoles.
-¡Copiado! Ya hice los pedidos que faltaban. Creo que estamos listos.
-Olvidé pedir las cintas de colores. Llama tú, por favor. Voy a estar en la cocina.
-¿Cómo te preparas para el día del Amor? –Preguntó sin querer saber la respuesta.
-No hagas preguntas necias.
-¿Qué crees que te regalen? Yo creo que Antonio te va a regalar flores.
-En el planeta donde vives, consumes cosas raras, verdad?
-Y Julián, de seguro se va a atrever.
-Cucu, cucu, cucu, cucu, cucu, cucu, cucu, cucu, cucu, cucu, cucu. –Era el viejo Cucu que heredó de los abuelos. Ése, el que vino desde el otro lado del océano y que ellos habían escuchado desde su infancia.
-Las once. Hora de tu cintura. –Pensó y salió casi corriendo de la cocina.
-Simón, voy a atender un rato.
Era imposible pensar a solas sin que él volviera.
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-¡Tiffany, a mal palo te arrimaste! ¿De dónde voy a sacar duraznos? ¡Esas vainas sólo se te ocurren a ti!
-Anda, Kipito, yo quiero duraznos. Llévame a comer duraznos.
-Anda a pedírselos al macho tuyo.
-Pero yo no quiero pedírselos a él. Te los estoy pidiendo a ti y tú quieres comprármelos porque te gusta verme feliz.
-Yo no tengo mujer pa’ que no me jodan, pero te tengo a ti, que es peor.
Los dos eran delgados, altos y bien distribuidos.
Ella era blanca y estaba llena de pecas. Su cabello era castaño con reflejos rojos y sus ojos eran pequeños, oscuros y brillantes.
Él era más moreno que ella, con una maraña de cabellos perfectamente negros y gruesos. Sus labios eran gruesos y sus dientes desordenados daban fe de su fama de travieso. Su nariz la hicieron con una escuadra y tenía unos ojos oscuros, profundos y alegres debajo de una ceja que comenzaba en una sien, llegaba atrevida hasta la cuarta parte de su nariz y terminaba en la otra sien.
-Ves?! Me haces feliz y lo disfrutas.
-Ay Tiffany…
-¿Quieres otro?
-Dame, antes de que te los comas todos. ¿Dónde te cabe toda esa comida?
-En la nalgas. Come, que cada día estás más flaco.
Estaban en una población montañosa, hacía frío, la brisa era fuerte y estaba nublado, pero aquellos embates del clima no parecían importunarles. Cuando estaban juntos la vida se iba en comer y reír.
-Es tarde. Vámonos.
-Eres una aburrida y como ya estás llena…
-Andamos en la moto. Las viejas de seguro ya empezaron a prender velas y rezar rosarios.
-Son unas brujas.
-Tú sabes que sí.
Se conocían desde siempre y seguían jugando con la seriedad con la que lo hacían de niños. Sabían lo suficiente del otro como para no necesitar fingir.
-¿Sabes que mueves las orejas como un perro cuando te ríes?
-Perro, tu papá.
-¡Es enserio! ¡Se mueven!
-No me voy a reír más delante de ti.
-Ah, sabes que te vas a reír…
-Vámonos, esos duraznos estaban adulterados. Ahora sí es verdad. ¡Qué muevo las orejas!
-Jajaja, tonto.
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-Hija, anoche no dormiste.
-Estaba trabajando. –Contestó sin levantar la cara.
-Tienes que cuidarte.
Intentó dormir pero soñó con él. Eso siempre era malo para el sueño.
Se levantaba, y abandonaba su cuerpo debajo de la regadera. Allí dejaba correr las lágrimas sin que le estorbaran. En ocasiones lo soñaba tan real que en su obstinación por estar a su lado pasaba horas tratando de encontrar el mismo sueño. Con los años declinó su empeño ya que era imposible volver al sueño original. En el mejor de los casos se soñaba a sí misma persiguiéndolo desesperadamente mientras él la ignoraba. Aquello la agotaba en todos los sentidos.
En esos días la soledad era un inquilino más de la casa.
-Buenos días, Tristeza. Buenos días, Soledad. ¿Saben qué hora es? Es la hora de los besos.
En tres meses cumplirían 20 años juntos.
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-Amar a un ausente, duele.
Pero amarte, después de escuchar la ausencia de latidos en tu pecho, después de limpiar tu cuerpo frío y custodiarte hasta que te convertiste en semilla, es una total locura.
¿Qué quieres que te diga?
¿Qué esperas que diga? –Él había aprendido cuándo era conveniente callar. Así que la escuchaba en silencio.
-¡Imagina! -Le contó ella con una resignación que no lo era.
-Si es locura amar sin ser correspondido, ¿Qué puede decirse de este vicio de esperarte en sueños?
¿A quién se le ocurre este sinsentido de hablarle a tu espacio vacío?
¿Hasta cuando vas a ser la herida que no me sana en el pecho?
¡Me dueles cuando no dueles!
Estoy loca y es tu culpa.
Eres un fantasma, un engendro de mi imaginación o las dos cosas.
Llorarte, no es un gerundio que se agote.
¡No hay cura para mi mal!
¿Es mi destino vivir viviéndote? ¿Saberte en eterna fuga?
Los dos sabemos que para tu amor nunca alcanzó mi pecho.
Vivo en guerra con la vida, divorciada del aire, sorda a las bendiciones porque no sé cómo seguir caminando sin dejarte atrás, no sé cómo ser feliz sin traicionarte, no sé cómo bailar sin llorar, no hay canción que no haya escuchado contigo o sin ti, que no haya cantado para ti o para tu ausencia, que no me haga pensar en el cómo la bailarías o si te gustaría o no.
¡Coño, amarte duele todo el tiempo!
Eres bueno rompiéndome el corazón… -Susurró y se quedó dormida.
Soñó con él, pero esta vez sabía que aquello ocurría en otra galaxia.
Estaban acostados en la hamaca que habían comprado juntos, en una playa de aguas cristalinas, a través de las cuales podían ver corales y peces de muchos colores. Era de noche, la galaxia se reproducía con aquel mar y varias lunas llenas les permitían observar la vida nocturna de las especies marinas, que copulaban sin pudor con estrellas que parían, junto a planetas de hermosos colores, caballitos de mar. Ambos tomaban agua de coco y disfrutaban la brisa cálida del Caribe.
-Cuando despierte voy a extrañar el sonido del mar.
-Desearía que te quedaras conmigo. Extraño tocarte.
Ella guardó silencio. Contempló las lunas y deseó con toda su alma recordar aquella paz al despertar.
A lo lejos Plácido Domingo cantaba Alfonsina y el mar, lo que la hizo pensar que estaba en su cielo personal.
-Dime algo, ¿Yo estoy en tu cielo o tú en el mío?
-Es lo mismo.
-¿Qué hago aquí? -Preguntó mientras se acomodaba en la hamaca.
-Necesitábamos cargar nuestras baterías.
-Sí, pero ¿Por qué?
-Ya es hora de volver.
-Estefanía, por Dios! Ya toda la manzana se despertó con la alarma y tú ni te mueves. Apaga ese aparato.
-No la escuché. -Se disculpó.
Recordaba con nitidez la mirada de Cristobal y por primera vez en esta vida notó lo mucho que extrañaba ser amada.
Observó los dedos de sus pies sin levantarse de la cama y estiró los músculos de sus piernas, como tratando de parirse a sí misma. Era una semilla y necesitaba estirarse hasta alcanzar un rayo de sol.
Cristobal le había roto el corazón de todas las formas posibles y ella había devuelto cada golpe con la maestría de un samurai. Se conocían lo suficiente para matarse con un sólo gesto y ser testigos del milagro de la resurrección a orden de una caricia. Podían ser la mejor o la peor versión de sí mismos cuando estaban juntos.
Ahora, después de diez años, Cristobal se imponía en su vida con la fuerza de un fenómeno de la naturaleza y ella no planeaba oponer resistencia.
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