I
FUNERAL
Cierto viernes, emprendí un viaje hacia la ciudad de Ibarra para dejar unos turistas, sin imaginar que en aquella pequeña ciudad del Ecuador encontraría una historia de sadomasoquismo muy particular, en un país donde el tema no se trata abiertamente ni en las ciudades más grandes.
Todo comenzó después de dejar a los pasajeros en su hotel, pues cuando me disponía a regresar a Quito mi olfato se distrajo con el aroma del café pasado que provenía de un local esquinero, era un restaurantito de estos muy sencillos que tenía un gran cartel que decía “El Café de Doña Carmencita, pídalos con empanadas de viento”
Caí en tentación de detenerme un poco, al fin y al cabo era sábado y no tenía que regresar a la oficina. Salí del coche para descansar las piernas del largo viaje, pedí un café y me senté en una banca de cemento construida contra la pared del local hacia afuera, para no estorbar con mi cigarrillo.
El viento estaba molestoso y gasté algunos cerillos hasta encender el tabaco. Las hojas de los árboles me producían un romanticismo especial, a pleno día el sol quemaba fuerte pero mi cuerpo sintió un inusual escalofrío, como si se avecinara algún acontecimiento importante, lo que no sabía era si sería bueno o malo.
Aquella sensación de vacío en el estómago era como que me anunciaba algo, al mismo tiempo que a lo lejos de la calle adoquinada observé acercarse un vehículo blanco, venía muy lento, por lo que después de un par de minutos, pude identificar que se trataba de una limosina mortuoria, seguida por personajes excéntricos que seguramente se encaminaban a enterrar alguien.
La sensación de vacío en el estómago se puso peor, era una especie de tristeza y alegría a la vez, no lo comprendería sino hasta haber conocido a la familia de la finadita, con quienes quizás, en alguna otra vida tuve lazos más cercanos.
Paralizada en el momento, me quedé con la taza de café suspendida en el aire, mientras delante de mí pasaba la procesión: una limosina de lujo llevaba un muerto, la seguía – a pies desnudos – una decena de hombres con pantalón pero con el pecho descubierto, pero lo que más me asombró fue que estos hombres arrastraban cadenas desde las canillas y algunos de la cintura.
Suponiendo que su nombre era «Doña Carmencita» por el cartel, le pregunté:
– ¿Por qué llevan cadenas esos hombres, doña Carmencita?
– Ahh… Es que se murió la sumisa del Sr. Nieto.
– ¿Sumisa? – Repetí como si no lo hubiera escuchado bien.
– Si Señorita – Me contestó impaciente – Sumisa dije. Es que ayer a la noche murió la sumisa del Sr. Nieto.
– ¿Cómo se llamaba la sumisa?
– ¡Qué es pues, Señorita! ¿Sumisa, no le digo? Se llamaba Sumisa, al menos así le conocíamos todos.
– ¿Y esos hombres que lucen como esclavos?
– Lo que pasa es que el Sr. Nieto es millonario, ¡Viera la casota que tiene! Cuentan las malas lenguas que es que se manda a traer esclavos de Colombia, esclavos y esclavas. Esas mujeres, señorita, son hermosísimas y bien valientes.
– Valientes ¿Por qué, doña Carmencita? – Le pregunto, con amabilidad en mi voz, como para animarla a no dejarme colgada si me pierde la paciencia y se cansa de contarme la historia.
– Valientes, porque esa familia es bastante rarita, para que tenga una idea le cuento, verá, una vez fui a pedir trabajo allá, pero antes que me digan que sí, di media vuelta y corrí para mi casa, porque alcancé a ver una mujer atada al filo de la acequia y uno de los empleados le estaba dando con el cabestro… ¡El cabestro, señorita! Esa cosa con el que le dan al caballo para que se pique y corra.
– ¡No me diga, señora Carmencita!
– Si le digo señorita, son bien raritos, no saludan con nadie porque nunca se los ve por aquí, y cuando a veces salen acarrean una persona con disfraces negros y caretas de animales. ¡Da miedo!
La doña Carmencita seguía contándome su percepción acerca de la familia Nieto, mi mente divagaba en sus explicaciones, pero la primicia de que a un Amo de la pequeña ciudad de Ibarra, se le muere su sumisa y se encamina al cementerio con una majestuosa procesión de entierro… ¡Me carcomía por verlo!
El funeral, definitivamente, no se ajustaba a las costumbres y tradiciones del Ecuador, sin embargo, si aquella familia vivía un estilo BDSM, posiblemente la muerte también iría por esa misma línea, tuve que ver cosas que hirieron mi susceptibilidad para confirmarlo.
La limosina de lujo iba adelante con la muerta; detrás iban los hombres que parecían esclavos porque arrastraban cadenas; detrás de los esclavos caminaban unos tipos bien vestidos, de casimir y sombrero; y detrás de estos tipos elegantes, una veintena de mujeres de distintas edades, venían marcando un paso tan exacto e igual que parecían haber sido entrenadas en filas militares. Las damas traían el mismo vestido largo, sin mangas y de color negro. Tampoco llevaban zapatos y en sus cuellos se distinguían gruesas gargantillas, que no eran otra cosa que collares que sus Amos les habían colocado como símbolo de pertenencia.
Años atrás, cuando todavía no me había involucrado de lleno al BDSM, no lo hubiera comprendido, pero la curiosidad me hubiera movido de todos modos, pues siempre he ido detrás de todo aquello que necesita explicarme algo, y por eso, me uní a la procesión…
Le dejé encargando el auto a la doña Carmencita y desfilé tras aquellos personajes tan raros, sería testigo del entierro de una sumisa de un tal Sr. Nieto.
No conozco los cementerios de Ibarra, pero al que llegamos 15 minutos después, era simplemente muy pueblerino, donde al parecer se entierra a la gente muy sencilla. Y es que la muerte es así, traga vidas sin consideración de su estatus económico o su ropa de marca, pero por la suntuosidad del funeral, me extrañó que un hueco cualquiera de ese Cementerio acogería a un muerto de aquel extracto de la burguesía de Ibarra.
Pero, ¿Quién era esa sumisa que merecía el terrible destierro a las eternidades de la clase baja? ¿Era un premio o un castigo final? No lo sabía, pero de lo único que estaba segura, es que para la muerte, nadie es menos que nadie; y para una sumisa, nadie es demasiado.
Mis reflexiones acerca de la muerte salieron de mi cabeza en el mismo instante que un hombre de aproximadamente 75 años bajó de la limosina; debía ser el Amo, el Sr. Nieto del que me habló la doña Carmencita, pues como tal, los presentes elegantes se sacaron el sombrero en solidaridad por el compañero y amigo que estaba sufriendo una pérdida; las mujeres y los esclavos se arrodillaron al piso en señal de subordinación. El mayor saludó a su gente con una leve venia y todos se reincorporaron.
Del largo vehículo sacaron un ataúd de madera vieja, la muerta ni siquiera reposaría en una buena caja. Fue cargado por algunos esclavos hasta el mismo sitio donde la enterrarían, mientras tanto, me ubiqué tras de un árbol para mirar sin que se me note, desde allí pude ver que el mayor secaba una lágrima que otra con la yema de su dedo índice. Los esclavos descargaron suavemente el ataúd sobre una plancha de madera, justo al borde del hueco de tierra que ya estaba listo para recibirla.
Más rápido de lo que pensé que la caja se rompería, el Sr. Nieto le propinó una leve patada con la punta del zapato y las maderas corroídas se abrieron por todos sus lados, dejando a la muerta expuesta y en completa desnudez.
La pobre sumisa estaba completamente desnuda. Me pregunté si a ella le hubiera gustado mostrarse de esa manera, la propia miseria humana a vista de todo el mundo, no se distinguían los senos, apenas los pezones como 2 nudos que le colgaban de cada lado, su cuerpo parecía una sábana arrugada de color piel, como si diera las gracias de que la muerte al fin haya congelado el deterioro de la vejez, su ombligo no era más que otro punto perdido en su vientre… Aquella dama de hermosa ya no tenía nada y es que… ¿Qué se puede conservar a los 90 años? ¡Por lo menos la consideración! ¡Caray!
Me tapé la boca para acallar un grito de indignación, mi mente había asimilado a través de las vivencias, casi todos los aspectos del significado BDSM, sin embargo, aquello fue horrendo…
La humillación no era solamente para la muerta, sino para la misma muerte, me pareció la peor falta de respeto que haya visto en la vida, cuando un alma se despide merece por lo menos una lágrima de quien la amó, bueno… su Amo, el Sr. Nieto, no podía evitar algunas lágrimas de despedida… Yo lo vi secarse las que se le escapaban.
Pero… pero… Ohhh ¡Por dios! ¿Cómo permite eso?
¿Qué hacen? ¿Cómo se les ocurre? ¡Pobre sumisa! ¡Pobre mujer! Está siendo meada por cada uno de los esclavos, de uno en uno se le aproximan para orinar encima del anciano cadáver…
No… No podía más… Me contuve para no salir a gritar que aquello era horrendo, me contuve porque no soy quien para opinar lo que la gente debe hacer con sus muertos…
No pude más. Me dejé caer de rodillas allí mismo tras del árbol y lloré dentro de las palmas de mis manos…
No fui capaz de mirar lo que ocurría en los siguientes 10 minutos, pero como no había ni Cura, la ceremonia terminó y la sumisa, bien meada y humillada, reposaba al fin en su última morada.
Ya no me interesaba saber más de esa gente, de modo que me quedé sentada, arrimada de espaldas al mismo árbol con mi rostro escondido entre las rodillas… Poco a poco dejé de escuchar los pasos de quienes presenciaron el atroz entierro y creí que las almas salían a saludarme, cuando sentí la punta de algo duro tocarme el hombro…
– ¡Aaaaaaaaaaa! – Grité aterrorizada
– Tranquilícese señorita, los fantasmas no existen. – Me habló una voz arrullada de vejez.
Alcé la mirada y me topé con un par de ojos encogidos pero firmes, era el tal Sr. Nieto… el que acabó de hacer mear, humillar y enterrar a su sumisa. Sin ningún gesto de bondad en su rostro me ofreció la mano para levantarme. Y sin ningún gesto de agradecimiento recibí su mano para ponerme de pie.
Me ordenó que le tomara el brazo sin ningún “por favor”. Extrañada por su orden, le obedecí. Y extrañada por mi obediencia, caminé a su lado.
– Déjeme contarle algo, señorita…. (¿?) – Me dijo en un tono suave y sereno, sin terminar la frase por no saber mi nombre.
– Me llamo Sara – Me presenté, aún asustada por lo que había presenciado.
– Déjeme contarle algo, Sara… Hace muchos años, mi Abuelo me contó que había encontrado una mujer llorando al pie de un árbol, por eso es que me llamó la atención haberla encontrado de la misma manera.
– ¿Y quién era aquella mujer? – Le pregunté
– Era Sofía… la mujer de los ojos más maravillosos que yo haya conocido nunca, la que me dirigió la mirada implorante que yo adoraría para toda la eternidad, la misma luz que llegó para alegría de mi oscuridad… La Amante de mi Abuelo y la Amada mía.
– ¿La Amante de su Abuelo, Señor? ¿Su amada? ¿Qué edad tenía Usted?
– Así es Sara, yo tenía apenas 10 años – Me contestó con una rápida mirada y un apretón de manos.
No podía creer lo que estaba escuchando, pero me sentía tan curiosa. ¿Cómo era eso de que el Sr. Nieto, ahora de 75 años, me contaba que cuando era un niño de 10 se había enamorado de la amante de su abuelo? ¡La amante de su abuelo!
Definitivamente, olvidé el horror del entierro sin honor y me apresté a escucharlo con muchas ansias:
– La amante de su abuelo debió haber sido muy mayor para un niño de 10 años. – Observé yo como si estuviera descubriendo el agua tibia.
El Sr. Nieto procedió a explicarme:
– Pues si, un niño de 10 años se enamoró de la amante de su abuelo, y ese fui yo. Fue una tarde como hoy, sombría y triste… Estaba boca abajo en el suelo del patio jugando con las canicas, calculando el punto exacto para tingar… De eso hace tanto años atrás, pero lo recuerdo como si fuese ayer…
Raspó la garganta un par de veces para aclarar la voz, afirmó su bastón en el suelo, apretó mi brazo en el suyo y continuó:
– De repente se abrió la puerta, que era muy grande y pesada, el ruido de las viejas bisagras sonaron en anuncio de que alguien estaba entrando, era mi abuelo jalando de su brazo a Sofía… Si, ella era Sofía e iba del brazo de mi abuelo, así como Usted y yo en este momento.
La comparación me incomodó un poco, pero no alteró mi atención, estaba demasiado concentrada en sus palabras que lo pasé por alto. Más bien le sonreí y él continuó:
– Olvidé mi juego de canicas y me puse lentamente de pie, aún recuerdo que mis rodillas estaban remelladas por tanto piso, pues en aquella época se usaba pantalones cortos y los patios eran de tierra. Vi al buen mozo de mi abuelo, caminar por el pasillo, y yo que quería verla a ella más cerca. Había algo en esa mujer que me elevaba el amor y los más intensos sentimientos. Quizás sea porque perdí a mi madre cuando era un crío de 2 años.
Analizando mentalmente, me pareció ridículo que el amor surja en un niño inocente de 10 años, más aún en esa época, más aún si la susodicha debiera tener la edad de su abuelo. Como si el Sr. Nieto supiera lo que pensaba, respondió justo lo que me preguntaba:
– Mi abuelo tenía 75 años y Sofía no llegaba ni a los 25. Él, era el tipo que aprendí a venerar por las costumbres de mi casa, todos le rendían un respeto religioso casi imposible de entender, le llamaban Amo Oscar, incluso yo tenía que dirigirme a él de Amo Oscar y aunque a mí se me permitía verle a los ojos, las mujeres de la familia o aledañas no podían alzarle a mirar… Cosas que no comprendí sino muchos años después, cuando pregunté por qué no nos venían a visitar las tías.
El Sr. Nieto hizo una pausa para llamar al chofer de la limosina, quien se le aproximó inmediatamente, quitándose la gorra respondió a su llamado:
– Mándeme Sr. Nieto.
– Julio, te presento a Sara.
– Mucho gusto Señora. – Me saludó el hombre con una reverencia.
– Mucho gusto Julio – Le respondí.
Julio era un hombre de 45 años, muy servicial pero con gran carácter para estar al mando de los demás empleados. Por supuesto, yo no lo sabía, en los próximos días aprendería a reconocer su aroma…
Luego de habernos presentado, el Sr. Nieto le dijo:
– Julio, deseo caminar con la dama que he encontrado hoy llorando, bajo la copa de un árbol en el cementerio.
– ¡Bajo la copa de un árbol! – Julio se sorprendió notablemente, exclamando con los ojos abiertos.
También me sorprendí, caí en cuenta de que la frase tenía mucho significado para aquella gente, alguna cuestión mística se estaba descifrando en el ambiente, pero yo aún no lo notaba.
El Sr. Nieto le ordenó ir, con la limosina, tras nuestros pasos y a su ritmo. Retomó su historia:
– Me aproximé a saludar a la dama que acompañaba a mi Abuelo, pero él ordenó que me retire. Triste, sin comprender mi estado de ánimo, me quedé resignado, tan solo con la estela de luz que Sofía me había dejado a su paso.
El Sr. Nieto hablaba mientras los caballeros bien vestidos y de sombrero ya se habían ido con sus mujeres; pero, la decena de esclavos seguían a la limosina, de paso en paso, arrastrando unas cadenas. El Sr. Nieto y yo íbamos adelante del vehículo enlazados del brazo, sentí algo de estupor por las miradas de la gente que caminaba en la ciudad, no les culpo: ver una procesión de limosina con esclavos halando cadenas, no era algo que se veía todos los días.
El Sr. Nieto se preocupó de estarme aburriendo:
– ¿No le aburro con mis nostalgias, Sara?
Sinopsis
“El legado de la dominación y una sumisa” cuenta de una familia enmarcada en el sadomasoquismo como un estilo de vida. Tres Amos: el abuelo, el padre y el hijo comparten su existencia con una sola mujer, una sumisa amante de las 3 generaciones, a quien someten, premian y castigan, entre los sentimientos más profundos de amor por perversión y placer.
Sara comienza esta historia, desde aquel funeral humillante cuando conoció al Amo Robert, el viejo dominante que de paso en paso la irá seduciendo con sus palabras, atraído por la manera de haberla encontrado: “Llorando bajo la copa de un árbol” como encontró a su amada Sofía. Y Sara, atraída por una sumisa que dedicó su vida a los 3 Amos, aparentemente pueril, pero con el don de la sumisión que la hacía tan grande a los ojos de estos hombres que la sintieron con el alma.
La historia se desarrolla en una pequeña ciudad del Ecuador, en una antigua casa de hacienda, donde la familia reside, siempre marcados por el rol de la dominación, disfrutando libremente de los esclavos como parte del patrimonio que se han heredado de generación en generación, y que Sara develará -con su visita – entre el horror y el placer.
Se describen escenas crudas, apto tan solo para público adulto y con criterio formado.
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