Recuerdo robado

Recuerdo robado

Paloma

04/04/2021

Tres semanas. Solamente han pasado tres semanas desde que inició la preparatoria, 21 días que parecen ser el mismo que se repite una y otra vez. Despertar casi de madrugada para pasar cerca de una hora en el transporte público que me lleva a la escuela, vencer el cansancio e intentar concentrarme durante las clases, tomar un breve descanso para conseguir un poco de alimento, más clases, y finalmente emprender el camino de regreso a casa. Atravesar el parque, tomar el primero de muchos camiones y llegar justo antes de que se oculte el sol. Siempre lo mismo. Pienso en este inacabable ciclo mientras recorro el parque, veo los mismos vendedores ambulantes, los mismos niños corriendo de un lado al otro, el mismo ruido incesante de gente que viene y va, sigo caminando. Volteo a mi derecha, “La casa del artesano”, leo el letrero una vez más, he pasado frente a este lugar las últimas tres semanas, un destello de curiosidad ha cruzado por mi mente en un par de ocasiones, pero siempre lo ignoro y continúo. Esta vez me detengo, mi necesidad de romper la rutina me impulsa a entrar.

Al cruzar el umbral se atenúan los gritos y voces del parque, me encuentro en una pequeña explanada. A mi izquierda unas escaleras de concreto conducen a una segunda planta, a mi derecha se abre un desfile de puestos con diversas artesanías, hay collares de madera, aretes de ópalo y ámbar, pulseras tejidas con todos los patrones y colores del arcoiris, hay juguetes y bolsas, piezas hechas de cuero y obsidiana, todo tipo de objetos llenan las mesas y cuelgan de las paredes. Y dentro de toda la variedad y colorido, lo que llama mi atención es un conjunto más alejado de mesas con tableros de ajedrez descansando sobre ellas, esperando que un par de personas con el interés y tiempo suficientes se conviertan en contrincantes. Me acerco, una figura solitaria de cabello cano ocupa un lugar frente a un tablero. Varias arrugas surcan su rostro, sus manos descansan temblorosas sobre sus rodillas, sus ojos están fijos en el horizonte, tal vez reviviendo algún recuerdo de juventud, viste una camisa blanca y un chaleco verde que desentona un poco con el cálido ambiente, un pantalón formal y zapatos de charol rematan un atuendo que destaca por su formalidad y hace contraste con el lugar, un bastón descansa a su lado. Sin pensarlo demasiado tomo asiento en la silla delante de él.

– ¿Puedo retarlo en una partida? – Pregunto en un tono un poco inseguro. Él voltea, me sonríe, y hace una seña para empezar el juego.

El ajedrez no me era desconocido, siempre me habían cautivado esas casillas blancas y negras y aquellas piezas que se deslizaban ágilmente de tantas distintas maneras. En la casa tenía un bello tablero con piezas cristal y solía jugar con mis hermanos de vez en cuando, así que pensé que la partida que me disponía a iniciar se añadiría fácilmente a mi lista de victorias. Evité las jugadas que consideraba dignas de novatos, mi juventud y orgullo me dejaban creer que solo era cuestión de tiempo para que yo realizara el jaque. No había un reloj que marcara nuestros tiempos, mis movimientos siempre eran más veloces que los de mi oponente, quien podía tardar varios minutos contemplando el escenario antes de tocar alguna pieza. Mi mirada iba de un peón a un alfil, de un alfil a una torre, siempre buscando la mejor estrategia para llegar a su rey. Ninguno de los dos había iniciado una conversación, jugamos absortos solamente con el lejano bullicio de fondo.

Era mi turno, intenté mover un alfil, y observé para mi sorpresa que aquel hombre de bigotes blancos y mirada amable negaba lentamente con la cabeza. Por su aspecto, al inicio había calculado una edad aproximada de 75 años, pero aquella expresión en sus ojos parecía robada de un joven astuto, alguien inteligente y vivaz. Instantáneamente analicé mis opciones y posibles movimientos, por mi mente desfilaron todas las piezas del tablero, realizaban todas las jugadas posibles, no sé cuánto tiempo tardé en repasar una y otra vez hasta comprender por completo que había sido derrotado. Un minuto después, el cual se sintió como una hora, mi contrincante extendió delicadamente su dedo para señalar un caballo, un caballo que había descuidado y me había robado esa victoria.

-¿Jaque mate?- fue lo único que pude musitar débilmente, él asintió.

Frustrado, comencé a acomodar las piezas nuevamente en busca de la revancha, esta vez sería más cuidadoso, tomaría más tiempo antes de cada movimiento, estaba casi seguro que la siguiente partida sería mía, y, de no ser así, tenía todavía tiempo para seguir intentando algunas veces más. Cuando hube terminado de poner el tablero en orden, él se limitó a mostrarme la salida con un gesto de su mano. No hubo diálogo alguno, pero sus ojos y su seña eran más claros que cualquier palabra. Perplejo, agradecí la partida y me fui.

Regresé el primer día de la siguiente semana, todas las mesas estaban vacías. Probé suerte los siguientes días, una vez terminadas las clases no dudaba en acudir a La casa del artesano buscando la revancha. Exactamente una semana después de nuestro primer encuentro, a la misma hora y en el mismo lugar, observé a mi contrincante, estaba leyendo un libro mientras esperaba que alguien quisiera retarlo. Cuando me acerqué, él me miró por encima del libro y enarcó las cejas, esta vez ni siquiera pregunté nada, simplemente me senté al otro lado del tablero. Estaba decidido a ganar esta vez, antes de empezar me prometí pensar bien cada movimiento, contemplar las jugadas y no ser tan impulsivo como la primera vez. A pesar de todo este razonamiento, mi segunda partida tuvo el mismo resultado, y nuevamente fui cortésmente invitado a salir una vez terminado el juego. Entendí las reglas implícitas, una oportunidad por semana, siempre en silencio. Fue así como pasaron meses en los cuales me dediqué a conseguir y leer libros de ajedrez, no perdí la ocasión de jugar con mi padre o mis hermanos, entré a torneos en internet, compitiendo con extraños para aprender y mejorar mi estrategia. Fui comprendiendo cada vez más la complejidad y belleza del juego. Cada semana acudía religiosamente a la misma hora y en el mismo lugar a nuestra cita, las partidas se fueron alargando, ambos tardábamos más en cada movimiento y no faltaba de vez en cuando algún desconocido que impulsado por la curiosidad se convertía en nuestro público ocasional. Nunca logré una victoria.

Llegaron las vacaciones y después el inicio de un nuevo año, mi horario había cambiado, y ese momento que antes tenía reservado para él fue ocupado por clases y trabajos. Seguí jugando ajedrez, pero me fue imposible retar a ese anciano que tanto me había enseñado. Un par de meses más tarde logré sacar un poco de tiempo y decidí regresar a La casa del artesano, quería disculparme por mi ausencia y preguntar a ese ser tan callado y peculiar si había otra manera de continuar nuestras partidas. Entré confiado a la explanada y me dirigí automáticamente a nuestra mesa. Mi corazón se detuvo un momento y sentí un vacío en el vientre, no había nadie, ninguna figura se encontraba ante las mesas de ajedrez.

¿Por qué no estaba ahí? Era el mismo día, la misma hora y el mismo lugar de antes, estaba seguro, siempre había estado ahí, en días soleados o lluviosos, con camisa o chamarra, con su libro desgastado de tanto uso, su presencia formaba ya parte de ese espacio, su ausencia distorsionaba el entorno. Recorrí los puestos preguntando por su paradero. Nadie sabía nada de él, me sorprendió la pequeña cantidad de personas que recordaban su existencia, muchos nunca se habían fijado en aquel ser humano que acudía cada semana a jugar ajedrez, parecía que buscaba a un fantasma o un recuerdo. Estaba a punto de darme por vencido cuando alguien me dijo de manera distraída:

-Hace mucho tiempo que no lo veo por aquí, creo que se enfermó, probablemente haya fallecido, en realidad no hablaba mucho con nadie.

No contesté, solo me quedé pasmado unos segundos y salí de ahí como si intentara huir, quería dejar atrás aquella explanada y aquella posibilidad que sabía podía ser tan real como los árboles que adornaban el parque. Caminé por los callejones cercanos, vagué sin rumbo durante lo que me parecieron horas con un nudo en la garganta. Me detuve en una banca, me senté y contemplé el horizonte, emulando la manera en que se encontraba él la primera vez que lo conocí. Tal vez los últimos meses se habían añadido algunas arrugas a su rostro, tal vez el temblor de sus manos se había acentuado, tal vez estos son detalles que uno solo ve claro en retrospectiva, cuando ya nada puede hacerse, o tal vez mi memoria solo hizo el intento de justificar la realidad.

¿Será que es más común arrepentirse por lo que uno nunca hizo? ¿Que es necesario llegar al punto de no poder hacer nada al respecto para darse cuenta de lo que uno perdió? ¿Por qué nunca intenté entablar una conversación con él? ¿Por qué nunca le pregunté de su familia o de su salud? ¿Por qué simplemente nunca le pregunté su nombre? Nunca supe cómo se llamaba o quién había sido, demasiado tarde quise saber acerca de su juventud, ¿Habría sido un genio? ¿Un loco? ¿Quién le había enseñado a jugar? ¿Por qué era tan bueno? ¿Por qué había decidido pasar su vejez detrás de un tablero de ajedrez? ¿Por qué sus reglas? ¿Por qué su constante silencio? Tantas oportunidades para conocerlo, para que mi juventud lo alentara a compartir sus secretos y su vejez me enseñara el valor de la paciencia y la reflexión. ¿Cómo pude haber pasado tanto tiempo con él y saber tan poco? Tal vez eso era lo que él quería, comunicarse únicamente con gestos y miradas, permanecer como un misterio y ser recordado simplemente como aquella figura callada e invencible, un ente anónimo que ofrecía su tiempo y experiencia y podía lograr despertar la chispa de interés en alguna mente joven y curiosa, al menos así es como viviría en mi memoria. Una lágrima rodó por mi mejilla mientras lamentaba la pérdida de alguien que jamás había cruzado palabra alguna conmigo.

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