La Delgadez de Lucía

Todo el mundo habla de paz, pero nadie educa para la paz, la gente educa para la competencia y este es el principio de cualquier guerra. Cuando eduquemos para cooperar y ser solidarios unos con otros, ese día estaremos educando para la paz

María Montessori

I

Primera parte

Sin motivo para la delgadez

¡Dos años! ¡Dos largos y tristes años habían pasado desde que Josefina volvió a tener en sus manos la postal! La tarjeta la encontró entre las hojas de un libro al día siguiente de la llegada a Zaragoza. Al ver la imagen cerró de golpe el libro aprisionándola entre las hojas. Lo abrió nuevamente con manos trémulas mientras sus bellos ojos negros brillaban de más ya que ante ellos tenía lo que creía perdido con una dedicatoria al Día de la Madre.

Ni ella, ni sus dos hijas eran ya las mismas, sobre todo Lucía, su hija pequeña, que fue la que más sufrió durante esos dos luengos años.

Josefina quiso leer la pueril dedicatoria con su inseparable letra redondita e incipiente. No pudo, se lo impidieron las lágrimas al asomarse el alma a través de sus ojos.

Caldeare, el pueblo donde vivió Lucía con su familia y las visitas, en vacaciones,

a Zaragoza para estar con los abuelos maternos

Nunca salió sola y aquella noche lo hizo y… a escondidas. Caminó por las calles con ayuda de las farolas. El corazón le latía tanto que podía oírlo sin ningún esfuerzo. Tenía miedo de perderse o de ser descubierta. Cuando iba por la mitad del camino hacia el lugar al que quería llegar, su mente le dijo con insistencia:

―Retrocede y vuelve al refugio ¡No seas tonta!

Pero ella le dijo con palabras sonoras:

―¡Tengo que conseguirlo! ―y apretó el paso para desobedecer a su voz interior.

Por fin llegó hasta su objetivo deseado y se paró frente a la puerta del único bar que había en el pueblo. Entró. Todo brillaba incluidos los hules de rayas azules y blancas que cubrían las seis mesas cuadradas que habían esparcidas por el local de las cuales, tres estaban ocupadas por personas que hablaban amigablemente y que guardaron silencio al verla entrar.

Se dirigió al mostrador y un señor rechoncho que estaba tras la barra de bar, se alegró al verla entrar; ella, tras saludarlo con voz temblorosa, compró una postal tras elegir entre unas sevillanas bailando con trajes de lunares y tela de verdad, o perritos simpáticos, y por último, dos pajarillos enamorados. La escogida fue la de los pajarillos posados en una rama de un frondoso árbol que se besaban con sus picos rodeados de flores con múltiples colores fuertes. Mientras alargaba la mano en la que tenía muy apretados sus ahorros, la abrió para que ese dinero pasara a otra mano. Se sintió extraña de hacer algo inusual en ella, y más… sola. El dependiente la miró con extrañeza, aunque le sonrió y le alargó la postal que previamente envolvió en papel de regalo. Una vez en la calle, la metió en su pecho con cuidado de no arrugarla. Su cuerpo le temblaba. Volvió a pasar por donde lo había hecho minutos antes, pero en sentido contrario. Al entrar a su casa miró con ojos muy abiertos y el semblante pálido a los tres que allí había. Nadie levantó la cabeza de sus quehaceres, si tan siquiera la vieron entrar. Se metió, algo ya más calmada ante lo que percibió, y se fue a su habitación, sacó la tarjeta con sumo cuidado de su pecho, quitó el papel que la envolvía sin romperlo para volver a utilizarlo y escribió con lápiz, por si tenía que usar el borrador:

Mamita preciosa, mi dulce embeleso,

deja que hoy, en tu cara, deposite un beso.

Era el primer sábado de mayo de 1942; al día siguiente, domingo, le entregaría esa postal a su progenitora como regalo del Día de la Madre entre besos, abrazos y ternura.

En un pueblo de Huesca, Caldeare, vivía Lucía con su familia. A su padre solo lo veían los fines de semana y durante las vacaciones. Su madre era de la misma ciudad de Zaragoza, su padre de una aldea llamada Cobillas de la provincia de Murcia. La compradora de la postal, Lucía, no llegaba aún a los ocho años de edad. Su inteligencia y atrevimiento la delataban en sus ojos avispados, grandes y negros. Su piel clara cobijaban unos labios gruesos de matiz amapola; su madre, como a su hermana María, le cortaba el pelo dejándoselo a media melena. Las hermanas solían llevar el flequillo a un lado con ayuda de una horquilla.

Lucía era alta para su edad, sin embargo, su hermana tiraba a bajita y regordeta con redondos ojos debajo de unas cejas mal arqueadas, la barbilla le afeaba por tenerla demasiado sobresaliente. Ambas solo coincidían en el corte y color de pelo y en vestidos, faldas y blusas los cosía la modista de Caldeare, que a la vez era amiga íntima de su madre.

Lucía odiaba a María. La odiaba hasta la muerte porque la presumida, marimandona, gruñona, adusta hermana, con frecuencia, le daba pellizcos de monja en los brazos si no obedecía a sus caprichos y exigencias. El argumento de María hacia Lucía era que la tenía que obedecer en todo. ¡En todo, que para eso había nacido tres años antes! La técnica de pellizcar la aprendió de una amiga que estaba interna en un colegio de monjas y que estudiaba para ser secretaria, en un momento en que las dos amigas se enfadaron, María notó, en uno de sus brazos, un escozor envuelto en un intenso dolor por el que se le saltaron las lágrimas, aunque… le gustó. Le gustó porque aprendió algo para practicar con su hermana pequeña si esta no la obedecía.

Era grande la casa en la que vivía Lucia con su familia, además de bonita; pero lo que más gustaba a ella no estaba dentro sino fuera: era un enorme y robusto cerezo que en primavera se adornaba, él solito, de miles de bolas rojas que hacían que pareciese un resplandeciente árbol de Navidad. Lucía se subía en él con frecuencia, a veces sola y a veces acompañada de Fernandito y Adelina. Desde aquella altura los tres inventaban historias fantásticas de ángeles buenos luchando con ángeles malos, de guerreros, de princesas hermosas que tenían hermanas malvadas. En ocasiones Lucía se bajaba dando un salto desde una rama muy alejada del suelo mientras cantaba con fuerza y seguridad: «Dios se tiró y no se mató, yo me tiraré y tampoco me mataré» y, tras la palidez de Fernandito y Adelina por el susto y atrevimiento y poniendo los ojos como búhos le gritaban: «¡No! ¡No! ¡No te tires, que está muy alto!», Lucía seguía pensando que si Dios se tiró y no se mató, ¡ella tampoco!, y se lanzaba al vacío llena de fe.

Un río pasaba muy cerquita del pueblo, donde, en la temporada de calor, Lucía iba a jugar, o a bañarse con su madre, su hermana y algunos niños después de salir de la escuela.

Para llegar al río había que pasar por una pequeña pradera seguida de un bosque que terminaba en senderos repletos de arbustos muy verdes.

La madre, mientras sus hijas, o sus alumnas, se bañaban; devoraba libros a la vez que quitaba, de vez en cuando, la vista de las hojas de papel para comprobar que todo iba bien.

En Caldeare, durante los meses de intenso frío, se formaba un gran charco, (para Lucía un lago), que se helaba en la superficie. Este charco estaba de camino a la escuela. Cuando se solidificaba por arriba, Lucía se soltaba de la mano de su madre y corría hacia él para patinar, junto con niños tan atrevidos como ella, en aquel mundo de cristal helado. Le entusiasmaba ver burbujas que se movían debajo de sus pies mientras estaba subida en ese espejo sin percibir que su madre se hacía cada vez más pequeña por el alejamiento, entonces se bajaba de aquel mundo de reflejos y burbujas y corría hasta alcanzar la mano adulta y enfundada en guantes que había abandonado minutos antes.

María se consideraba demasiado mayor para ir a la escuela al lado de su madre y caminaba con su peña de amigos tan risueña y alocada como ella.

La construcción de unos canales que generaban energía eléctrica hacía de Caldeare un pueblo próspero con habitantes de mentalidad avanzada procedentes de todos los puntos de España que desempeñaban trabajos de arquitectos, topógrafos, ingenieros, delineantes, algún médico, administrativos… por lo que allí no era frecuente las críticas malsanas, los estereotipos, las costumbres dañinas y legendarias, el qué dirán por lo que estaba derogado el miedo de ser observados con ojos llenos de críticas destructivas. En cierto modo era un pueblo idílico que parecía transcurrir fuera de los tiempos de una cruel dictadura donde no existían estrecheces de alimentos, ni comodidades, como en otros lugares de una España en postguerra.

El adulto que más les gustaban a los niños, además de Monse, (el cura), y la maestra; era un coleccionista que no tenía hijos. Este dejaba a los chiquillos entrar a su casa para que vieran sus mariposas bien colocadas, por tamaño, en paneles de corcho colgados en la pared de una habitación para que su queridísima colección de lepidópteros, como solía decir a los niños visitantes con el fin de sorprenderlos aún más.

Cuando Lucía, junto con su odiosa hermana, se introducía en aquel mundo de colores, dibujos, alas y formas, se apoderaba de ella la sensación de estar metida en el mismo arcoíris, aunque… le apenaba ver a aquellos lepidópteros fijos en el panel sin moverse y con un alfiler clavado en la cabeza.

Lucía y su familia pasaba los veranos en la casa de los abuelos maternos que vivían en la misma Zaragoza. Esos meses iban todos, incluidos los abuelos, al cine, o algún circo importante con elefantes y terribles leones; visitaban la Basílica del Pilar con la virgen negra; otras se acercaban a La Seo de estilo romano o iban a Nuévalos a ver el Monasterio de Piedra con sus monjes cistercienses, pero, de este lugar, lo que más impresionaba a Lucía eran las innumerables cascadas de agua de todas las formas y tamaños tras pasar jardinescon mucha tonalidades y verdes y lagos transparentes. Su madre leyó, en voz alta, un cartel colocado en el interior del monasterio que decía que en 1534, en aquella cocina se elaboró, por primera vez, el chocolate a la taza ya que se incorporó el azúcar, la canela y la vainilla. Inexorablemente, en esos momentos de lectura y escucha, a los seis se les llenaba la boca de abundante saliva e ignoraban que, en menos tiempo de lo que pensaban, jamás se unirían para seguir visitando esos lugares que tanto disfrutaban. Lucía y María siempre iban cogidas de la mano de su madre o de los abuelos. Nunca del padre.

―¿No te das cuenta, ―comentó, con melancolía, Tomás a su esposa―, que las niñas se acercan poco a mí? Siempre van a tu lado, o al de tus padres.

La esposa dio un beso largo a su marido y le dijo con una sonrisa contagiosa:

―No lo creo. El mismo miedo que tienes de no estar con nosotras todo el tiempo que deseas, te hacer ver lo que no es. Todos te queremos y mucho, Tomás.



SINOPSIS

Lucía y su familia viven felices en un pequeño pueblo cercano a Zaragoza a comienzos de la década de los años cuarenta. Ambos padres son maestros: la madre enseña en el pueblo donde viven y el padre vive, entre semana, en el pueblo donde enseña. Al darse cuenta de que sus hijas (Lucía y María) están perdiendo el contacto con él e incluso el cariño, la familia decide mudarse al pequeño pueblo natal de Tomás, el padre, donde hay dos vacantes de profesor, para que puedan estar todos juntos. Este pueblo forma parte de la España profunda, en medio de Murcia y les hará entrar en contacto con la dura situación de la posguerra que ha dividido a los habitantes del pueblo en vencedores y vencidos.

A través de los ojos de la pequeña Lucía conocemos el sufrimiento y división que dejó la Guerra Civil, trasladado a su propio drama familia. Veremos también cómo la acción de los miembros de la familia pretende marcar pequeños cambios en un lugar más cerrado que su hogar anterior, así como las consecuencias de estas iniciativas.

Es una obra que podría seguir la estela de éxitos como El niño con el pijama de rayas. Nos permite acercarnos al ya conocido tema de la Guerra Civil desde una perspectiva más pura y menos polémica, para poder sacar nuestras propias conclusiones y ver la situación desde los ojos de los niños: con cariño, ternura y ganas de vivir.

Sebastiana (Tana) Espín Valera.

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