Cuando conocí al Indio todavía trabajaba en la herboristería de la calle Molinell. Fue el año en que el siglo XX llegaba a su fin y el mundo según determinadas teorías también. Ciertas cosas las recuerdo exactamente como fueron. Sólo el tiempo las destiñe un poco, cómo un billete olvidado en el bolsillo de una camisa que acabó en la lavadora. Las circunstancias que me llevaron a conocer a la persona con quien compartiría vivencias durante un período de casi diez años, fueron fruto del azar. La culpa la tuvo en realidad una tendinitis en mi mano derecha, algo que piensas que nunca te va a pasar a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas. Pero entonces ocurre y una lesión de ese tipo es bastante difícil de curar. Si además te ganas la vida rasgando las cuerdas de una guitarra, el proceso es todavía más doloroso, y aunque dar clases en una academia no era exactamente el tipo de trabajo que tenía en mente cuando decidí dedicarme profesionalmente a la música, al menos era lo mejor que había podido encontrar después de dejar la Universidad. Durante un tiempo fui dando tumbos de empleo en empleo –repartidor de propaganda, camarero, mozo de almacén-, hasta que finalmente conseguí que mi hobby se convirtiera también en mi sustento diario y entonces mi muñeca, después de muchos años forzándola arriba y abajo, acabó resquebrajándose.

Ante tal circunstancia tuve que modificar el ritmo de mis clases, pues a duras penas, conseguía que mis alumnos realizaran los ejercicios mientras les corregía sin casi dar una nota, y cuando lo hacía, el dolor que me producía era tan intenso que casi me saltaban las lágrimas, aún así conseguí disimularlo durante algún tiempo.

En toda tendinitis hay un proceso psicológico que juega un papel importante y cuanto más se alarga la agonía, más va minando la voluntad de uno. Actividades cotidianas como freír un huevo se convierten en auténticas torturas. Aún así, tardé algún tiempo en admitir que era momento de buscar ayuda profesional. No tenía ni idea de dónde acudir ni a que puertas llamar. Entonces un amigo me recomendó que pidiera cita a un traumatólogo, quién a su vez me mando hacer una resonancia. Ya en su consulta, al ver que no salía nada en las pruebas que me habían realizado, tiró las resonancias a un lado, el informe médico a otro y me comunicó, sin ninguna educación, que no tenía nada y, en todo caso mi dolencia se debía más a una cuestión psicosomática. El siguiente paso en este vía crucis fue visitar a un masajista, el cual me estuvo tratando con ultrasonidos durante quince días y los resultados fueron igual de infructuosos. Mi médico de cabecera me recomendó entonces que usará una muñequera, que limitara mis movimientos y que fuera haciéndome a la idea de que desgraciadamente lo mío no tenía cura.

Paso un año y poco a poco fui tomando una decisión drástica a la vez que estúpida, simplemente decidí no hacer nada. Perdí mi empleo en la academia y el dolor acabo formando parte de mis días. Cada vez pasaba más tiempo en casa y así me fui aislando del mundo exterior. Jon, mi hermano mayor, tampoco fue de gran ayuda, nunca lo había sido la verdad. Desde la muerte de nuestros padres nos habíamos ido distanciando. Jon pasaba el día en la universidad y solamente aparecía por casa, normalmente acompañado, las noches que no se iba de juerga. Lo único que teníamos en común eran esas cuatro paredes, un piso de noventa metros cuadrados, suficientes para no encontrarnos en mucho tiempo. Este débil cordón umbilical se acabaría rompiendo en el momento en que apareciera una opción de compra que ambos consideráramos aceptable pero, hasta entonces, no teníamos otro remedio que convivir de la mejor manera posible. Poco a poco mi vida social se fue desvaneciendo y, salvo para las cosas imprescindibles como comprar comida o tirar la basura, apenas abandonaba mi encierro. Me alimentaba a base de bocadillos de chóped y bolsas de patatas congeladas, aunque tampoco era algo que me resultase del todo ajeno, puesto que mi madre jamás nos preparó a mi hermano y a mi ni un vaso de leche ni una comida en condiciones, entonces cómo iba yo a saber la manera correcta en que debía sustentarme.

Uno de los pocos sitios a los que todavía tenía el impulso de acudir era a la peluquería para para caballeros de Agripino, en el barrio de Ruzafa. Yo era uno de sus clientes habituales, en realidad ya era prácticamente un amigo. Aunque no tuviera que cortarme el pelo, me pasaba por allí y si no estaba atendiendo a ningún cliente en ese momento nos sentábamos en alguno de sus sillones a charlar, normalmente de música, aunque también discutíamos sobre política. Él sabía bien que mi pasión era el jazz, y aunque el era más de Bird y yo de Miles Davis, coincidíamos en la mayoría de los discos que solíamos escuchar. Pero incluso mis visitas allí se fueron espaciando y fui cayendo más y más en un pozo hasta que acabe tocando fondo, fue una noche que estaba en la cocina, preparando mi triste comida diaria, ya había perdido toda esperanza de recuperación cuando se me resbaló el bote de cristal donde el día de antes había depositado los restos de unas lata de atún conservado en aceite, era la única comida que me quedaba en casa. El bote hizo un ruido ensordecedor al estrellarse contra el suelo y saltaron trozos de cristal disparados en todas las direcciones. El aceite se deslizó de forma viscosa por entre las grietas de los azulejos salpicando, en su caída, taburetes, armarios. Me agaché a recoger todo aquel estropicio, pero los trozos de cristal se habían entremezclado con el atún y no hubo otro remedio mas que tirarlo. Me senté en el suelo derrotado, paralizado e hipando de frustración acumulada. Y, en ese estado me encontraba cuando di con la consulta del Indio.

Era una tarde de viernes a finales de agosto, la recuerdo bien porque fue la más calurosa de aquel año y, saliendo de la peluquería de Agripino, a quién había ido a visitar casi por instinto de supervivencia, reparé en un letrero en el que nunca me había fijado, “La Botiga de les Herbes desde 1945. Centro de salud y dietética”, rezaba en aquel cartel con una tipografía sinuosa de estilo Art Noveau sobre un ladrillo de porcelana. Dicho rótulo estaba junto a una puerta de cristal desde la que se vislumbraba un mostrador y varios artículos de herboristería. En un primer momento tuve el impulso de marcharme pero en el fondo tampoco tenía nada que perder y así fue como de casualidad decidí entrar en aquel lugar, sin saber que ese simple gesto iba a cambiar para siempre el resto de mi vida.

La primera persona con la que hablé aquel día no fue el Indio, de hecho no me crucé con él hasta un mes después. Al principio no vi a nadie y estaba ya casi a punto de salir por la puerta cuando escuche movimiento dentro: el arrastrar de una silla, el ruido de unas pisadas, una tos, hasta que apareció un joven delgado vestido en bata blanca y que resultó ser, según supe después, Luis, el hijo del dueño.

  • – ¿Qué deseas? –me preguntó con una sonrisa comercial.
  • – Hola, que…que…quería pre…pre…

Tarde casi una década en conseguir terminar mi frase, pese a lo cual el dependiente permaneció impasible como si mi tartamudez no le fuera del todo ajena.

Luis resultó ser bastante comprensivo con mi tendinitis y aunque me dijo no disponer de ningún remedio inmediato si que me recomendó que iniciara una cura para volver a fortalecer mi tendón, ya que resultó que además de la tienda, La Botiga de les Herbes también era una especie de clínica privada, y aunque mi situación económica no era demasiado holgada, aún me quedaban dos años de paro. Finalmente acepte su ofrecimiento y quede emplazado para la semana siguiente donde comencé mis sesiones con Luis, que se alargaron durante algo más de cuatro semanas.

La Botiga de les Herbes tenía dos plantas, la primera funcionaba como herboristería y la segunda tenía dos pequeñas salas reservadas a tratamientos de todo tipo, masajes, aromaterapía, Reiki…

Luis, era una persona práctica, no solía perder el tiempo y las conversaciones que manteníamos eran mínimas y casi siempre giraban entorno al tratamiento que estábamos desarrollando. Su padre apenas aparecía por la tienda, tan solo de vez en cuando acudía para atender a algún cliente habitual, pero ya casi todo lo derivaba hacia Luis o el Indio a quién yo todavía no conocía. Aunque Luis se afanaba masajeando con sus manos delgadas y huesudas la zona lesionada, yo no notaba que estuviese mejorando gran cosa, pero me daba reparo decírselo.

El propio Luis fue el primero en rendirse ante la evidencia de que el tratamiento no estaba funcionando y me sugirió entonces probar con acupuntura, especialidad que él no ejercía pero que si realizaba su ayudante, y así, sin apenas darme tiempo a decir nada, un día apareció por la sala un hombre de mediana edad, de estatura baja y barba quijotesca y que al contrario que Luis no vestía con bata blanca.

  • – Este es Roberto – me presentó Luis.
  • – ¿Qué tal hermano? –preguntó el hombre con un ligero acento que me sonó a argentino aunque en realidad era uruguayo, a la vez que acercaba sus manos hacía las mías. Esa fue la primera vez que vi al Indio, y aunque han pasado ya diez años desde ese día, no he podido olvidarme de lo que sentí. Noté un apretón cálido, ni fuerte ni suave, que se prolongó durante algunos segundos. De alguna manera me sentí reconfortado.

Luis nos abandonó enseguida, asegurándome que me dejaba en buenas manos y, a pesar de mi reticencia inicial a que me agujereasen el cuerpo, al final pudo más la vergüenza que me producía el parecer un ignorante. Así quedamos solos, El Indio y yo.

  • – Tú no te hagas problema – me dijo el Indio – que esto lo vamos a solucionar muy pronto.

La primera diferencia que note entre Luis y mi nuevo fisioterapeuta, es que a éste como buen uruguayo le gustaba hablar más que a un locutor de radio.

  • – Ya verás como en poquito tiempo estarás otra vez tocando la guitarra.

No recordaba haberle dicho que fuera músico, aunque probablemente se lo habría dicho Luis o lo habría deducido él mismo, ya que es una lesión común si tocas la guitarra habitualmente. Durante la mayor parte del tiempo se mostró humilde, como un Jesucristo lavando los pies de uno de sus discípulos. No recuerdo cuanto duró nuestra primera sesión juntos, pero si algo comencé a notar ese día es que las horas se dilataban en presencia del Indio.

La conversación de ese primer día giró entorno a temas banales, aunque más que una conversación, era un monólogo en el que yo asentía con algún gesto mientras él hablaba sobre sus experiencias tratando lesiones parecidas a deportistas de alto nivel.

Al despedirnos me dio un largo abrazo. Mi primera reacción fue la de intentar alejarme ya que no estaba acostumbrado al contacto físico, pero no tuve ocasión, permanecí rígido, con los puños apretados, rozando temeroso la curva de su espalda, algo que me recordaría en más de una ocasión en los años posteriores.

SINOPSIS

Aitor, un músico frustrado y con una infancia difícil, sobrevive dando clases de guitarra e intentando huir de su pasado. Una tendinitis en la mano derecha le llevará a conocer de forma fortuita a un terapeuta uruguayo apodado “El Indio”. Esta persona se convertirá a partir de ese momento en la figura paterna que el chico necesita para superar sus numerosos traumas. Este encuentro cambiará el rumbo de su vida para siempre.

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