Cuando los que ya no están, se hacen más presentes que nunca…

Cuando los que ya no están, se hacen más presentes que nunca…

Drea Soto

27/03/2021

Haberlos conocido fue algo que no se me permitió, han pasado los años y aun los extraño. Conozco sus nombres por una cédula vieja en el armario de mis padres, sus rostros carismáticos de jovencitos intentando comerse al mundo, pero hasta hace poco no conocía su historia. 

La historia de sus vidas, esa historia digna de aparecer en una novela, ganadora de un premio en el cine; pero a veces olvidamos que nuestra vida es todo, menos ordinaria. Cada vida es importante, y ninguna vale más que la otra; olvidamos valorar la memoria de aquellos que existieron antes que nosotros, olvidamos quienes pusieron los cimientos, quienes nos dieron la vida, quienes nos cuidaban al pie de la cuna.

Comencé buscando respuestas con mi madre; sus relatos describían a la perfección a mi abuela, una mujer humilde, sin calzado, sin madre y con cuatro hermanitos para sacar adelante. Ella vendía comida dentro de una escuela, cargaba docenas de canastos en su espalda, mientras llevaba a sus hijos de la mano. Siempre soñó con un mejor futuro para los suyos. Con el tiempo sus delicadas manos se tornaron oscuras y arrugadas; su corazón siempre fue un gran guerrero, pero su única esperanza era un trasplante; pobres como ninguno y sin esperanza en la vida, no podían darle un corazón a su madre, ni aunque quisieran. Este ángel vestido de abuelita dejo nuestro mundo cuando yo tenía solamente tres años. Con tres años recuerdas muy poco, pero nunca podre borrar de mi mente una noche lluviosa; mi madre y mi padre no habían llegado a casa, y ella movía mi cunita cabeceando del sueño; me dijo que no me preocupara, que ella no se iría de ahí hasta que ellos llegaran, cumplió con su promesa. Cuando hubo llegado el momento, recuerdo haber tocado sus manos, las cuales ya estaban frías, pero parecía como si todavía sostuvieran las mías. Hoy su memoria vive más que nunca dentro de mí; con un cuadro honramos su memoria, pues nunca olvidamos lo que hizo para que hoy estuviéramos aquí. Chagüita le decíamos, hoy solo me queda la bufanda con que tapaba su boquita, y con la que me cubría del frío mientras esperábamos a mamá. Hoy todavía me hace falta; hablo con ella viendo su retrato, con esa carita que mostraba siempre una sonrisa, a pesar de los golpes tan duros que le dio la vida; siempre dijo que éramos unas luchadoras, vaya que tenía razón. 

Mis tíos son carpinteros, pero no sabía de quien lo habían aprendido; su padre les enseño el oficio. Hoy son unos genios, pero recuerdan al hombre que les vio nacer y crecer para no ser vencidos ante la vida. Ese hombre guapo y buenmozo por el cual todas las muchachas suspiraban, él era mi abuelo. Tengo veintiún años, y fue hasta ahora que pude encontrar una fotografía, era tal y como me lo describían, pero aquellos que le conocieron hubieran jurado que era mejor. Un humilde carpintero, un padre, un hijo. Cometió errores a pesar de las virtudes, pero quien sino el hombre para equivocarse tanto en esta vida. Hoy no estoy para juzgarlo, quiero escribirle los versos que nunca pudo escuchar de su nieta, los que siempre quise que escuchara. Que los hijos por los cuales nadie daba nada, resultaron ser buenos padres, y esos padres dieron a luz hijos, que no los recuerdan con rencores, pues los pecados son ajenos a nosotros, no nos equivoquemos. Este ilustre hombre no pudo llegar a mi vida jamás, su muerte ocurrió veinte días antes del matrimonio de mis padres, su ausencia dejo eco en la familia, quien cariñosamente le sigue diciendo, abuelito Nector. 

Seguí con la búsqueda de mis orígenes, aunque el paso siguiente no sería sencillo. Resulta que mi padre es un hombre reservado; ama con locura a su familia y daría su propia vida para mantenernos seguros, pero sus sentimientos son difíciles de descifrar, y la historia de sus padres ha sido la que más me ha costado comprender.

Vivieron once y trece años conmigo, pero me duele decir que no pude conocerles hasta que ya no estaban a mi lado. Siempre hay un lado de la familia con la cual estamos más allegados; compartimos los cumpleaños y sin falta nos damos cita en las navidades, mientras que parece que no conocemos a otras personas que llevan nuestra misma sangre, a quien fácilmente podemos llamar abuelo o abuela, pero erramos al dejarlos a un lado; yo erré por muchos años. Si tu has errado, ya no lo hagas más, pues el tiempo con los nuestros es efímero y larga la caminata sin ellos, por eso siempre insistimos en vivir al máximo, aunque lo olvidamos en el camino.

Don Manuel conoció a su nieta hasta los once años, cuando un día sin nada más que decir salió en una ambulancia con rumbo al hospital, la tía de la pequeña le pidió que se despidiese, pues probablemente sería la última vez que le vería, como su pudiera comprender lo que significaba a esa edad. Incrédula lo tomé de la mano sin poder decir casi nada, un «adiós abuelito» fue todo, todo para los dos. Nunca comprendí que había pasado con él, porque se había marchado tan pronto, y aun hoy no puedo comprenderlo. Pero entonces mi padre dijo unas sabias palabras: «todos nos hacemos viejitos, tarde o temprano» y entonces comprendí que había descansado por «viejito». Al abrir su armario descubrieron sus mas grandes tesoros. Una botellita que llevaba años ahí dentro, un bastón rojo con verde, el cual siempre me recordaba a Navidad, unos dulces de melcocha y unos guantes de lana; había dejado sus tesoros, pues sabía que a donde iba, no podía llevarse nada. Me consuela saber que he hecho algo en honor de este caballero que siempre fue y será mi abuelito; el fue panadero, y no uno cualquiera, sino uno de los mejores; para cada semana santa llevaba a casa canastos llenos de pan de yemas, y los repartía entre su familia. Aún vamos todos los años a la casa donde el trabajaba como panadero, donde siempre lo recuerdan como don Memito, el eterno panadero. Hoy preparo panes y pasteles, y de esta manera me acuerdo de él, siento que le hago sentir orgulloso.

La más longeva de los cuatro también merecía una mención honorifica, que es lo único que puedo hacer pues tampoco esta mas conmigo. De ella me acuerdo tan bien. Sus manos delgadas y suavecitas acariciaban mi cabello por las mañanas, mientras me cubría con su tapado para no tener frío. Tuve por bajo su sacrificio por mi muchos años; quizá porque al ser niños olvidamos tantas cosas, creemos que mamá estará siempre con nosotros para cuidarnos, darnos de comer y jugar con nosotros, pero olvidamos quienes fueron las personas que nos cuidaron cuando mamá tenía que ir al trabajo, cuando papá salía de viaje, o cuando ambos estaban tan cansados y agobiados por nosotros, que alguien más debía intervenir. Esta viejecita cuidó de mi, y tuvieron que pasar muchos años para que me diera cuenta, que siempre estuvo allí. Me enseñó a cocinar con fuego de leña, a hacer tortillas, a preparar comidas tradicionales, pero sobre todo me enseño que su compañía estaba conmigo, y eso guio mi camino por muchos años. Cuando el final estaba cerca, pude compartir con ella mucho más. El mismo día del cumpleaños de mi madre, tuvimos que llevarla al hospital; aún no era su momento, pero el final se acercaba. Pasamos dos meses juntas, hasta que una mañana de enero, cuando creía era momento de levantarme para ir al colegio, nadie llegó a despertarme, fue entonces cuando supe que se había ido, la abuelita Emilia había descansado. Y cuando me hube despedido de ella, caí en cuenta, que ya no me quedaba ninguno, todos se habían marchado. 

Hubo un día en el que dejé de tratar de comprender porque ya no tenía a ninguno de los cuatro. El enojo y la impotencia por fin dejaron de fastidiarme, y la aceptación de que estaban en un lugar seguro, donde ni siquiera yo podía cuidarlos mejor, dio paz a mi corazón. Su memoria vive dentro de la familia, no hay año en el que nos olvidemos de ellos; porque la gente muere en la carne, pero de la memoria y el corazón es difícil que se marchen.

La vejez nos termina alcanzando a todos algún día; de pronto las cremas antiarrugas ya no hacen efecto alguno en nuestro rostro. Las piernas nos duelen al levantarnos de la cama, y en menos de lo que pensamos, andamos cargando un botecito con pastillas de todos los colores, aunque no sepamos para que sirve cada cual. 

Hoy son las historias que salen de la boca de las nuevas generaciones las que alimentan a los que vienen delante de nosotros. Los nombres ya no serán olvidados tan fácilmente, y sus retratos inundarán la sala de la casa hasta que nos quedemos sin espacio para más.

Entonces, después de conocer sus historias, empecé a escribir la mía propia con más entusiasmo que antes. 

Separarnos de ellos no es sencillo; nos aferramos a sus vidas como si fuera nuestra propia vida. Rogamos porque nos presten su compañía tan solo un momento. Miramos al cielo pidiendo socorro, esperando un milagro. Pero todos sabemos que llega un momento en el que nada de lo que pedimos es racional, que solo prolongamos un sufrimiento. Pero cuando aceptamos que ellos, vivieron vidas maravillosas, podemos hacerle frente a la muerte; podemos decir adiós con paz y sin resentimientos.

Hoy me he dado cuenta que comparto mucho más de lo que creía con ellos; soy una mujer guerrera que lucha incansable por su familia hasta el final; soy una artista que trabaja no solo con madera, pero con pinceles y lápices de carboncillo pintando mandalas; horneo panes y pasteles para darle calor a mi hogar; y cuido de los míos como si no hubiera mañana para volver a intentarlo. Todos ellos forman parte de mí, y no lo sabía.

Olvida, perdona y ama, porque ellos ya lo hicieron. Deja las pesadas maletas que no debes llevar más, y comienza a llevar una sonrisa en honor de aquellos que partieron. Coloca fotografías donde siempre puedas verlas y se feliz con el proceso que llevas ahora, porque ser feliz ahora no significa que los has olvidado. Valoremos a quienes siguen con nosotros, sin perder un solo momento más para decirles cuanto los amamos. Seamos unos profetas de la vida, esparciendo amor y calma, para quienes la necesitan en estos momentos. 

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