LOS OJOS AUSENTES

LOS OJOS AUSENTES

AHORA, IDENTIFICO LA IMAGEN del monstruo de mi niñez con la enfermedad que, como una nube gaseosa y gris, ha entrado en mi mente para devorar mis recuerdos.


Mamá murió a las trece horas y veinte minutos del diecisiete de abril de dos mil quince, en su cama y en mis brazos. Su última mirada fue un adiós. Al fin descansábamos: ella, de penar; yo, de velar. Al deshacer la habitación, encontré un cuaderno de tapas rojas que comenzó a escribir para no olvidar sus recuerdos. Pero la enfermedad fue voraz y no le permitió pasar de las primeras hojas.

   Se fue marchando al ritmo que impuso el olvido, hasta vaciarse de recuerdos. Y fue el cariño de aquellos recuerdos compartidos de nuestras vidas, el que me hizo cuidar de ella y pelear por la dignidad que el monstruo le iba arrebatando a dentelladas.

No sospechamos de su enfermedad hasta el día de su septuagésimo cuarto cumpleaños.

   La llamé a primera hora, como hacía cada mañana nada más llegar al despacho.

   —Felicidades, mamá.

   —¿Por qué?

   —Hoy es tu cumpleaños.

   —¿Mi cumpleaños…? —silencio—. Se me había… —nuevo silencio—. Ahora me pongo con la tarta. ¿Cómo la queréis?

   —Pero mamá… siempre es de chocolate: tu preferida.

Comenté el hecho con mi marido. Lo consideramos un olvido propio de la edad, pero el siguiente incidente ya nos alarmó.

   —¿Luisa?

   Preguntó una voz femenina.

   —Sí.

   —Soy Yolanda, la empleada del Banco de Santander que atiende a tu madre. La tengo aquí sentada. Veras, el día tres sacó la pensión. Yo misma le atendí. Hoy viene de nuevo a lo mismo. Dice que no recuerda haberlo hecho.

   A la salida del trabajo pasé por su casa. Sabía el lugar en que guardaba el dinero. Pero el sobre donde lo hacía estaba vacío.

   —¿Mamá, recuerdas dónde pusiste el dinero de la pensión?

   —¡Y dale! ¡Qué no lo he sacado!

   —Estuviste en el banco el martes pasado.

   —¡Otra igual! —Golpeó la mesa con la mano—. ¿Cómo tengo que deciros que hasta hoy no he ido al banco a sacar la paga?

   Mi madre no era así.

   Pedí hora con su doctora de cabecera.

   Le conté lo ocurrido y pidió que le realizaran tests neuropsicológicos, pruebas de imagen y analítica. Confirmaron nuestro temor: sufría alzhéimer en fase inicial.

   Leí varios libros sobre la enfermedad y me apunté a foros de asociaciones. Seguí las pautas que recomendaban.

   Como le gustaba hacer sopa de letras, le compré libros de juegos de las siete diferencias o siete errores. Dibujé y fotocopié un reloj sin números ni agujas, y hacía que escribiera las cifras y que pintara las agujas de una hora determinada.

   Cada mañana, al llamarla, pedía que me explicara cómo hacía tal o cual comida; o preguntaba por algún pariente muerto o vivo; o me hacía la olvidadiza o la despistada para que me dijera qué día de la semana o qué fecha era. De momento era capaz de valerse por sí misma.

Una mañana me llamaron desde su móvil, pero la voz era desconocida.

   —Buenas. Perdone que la llame, pero he encontrado a la anciana propietaria del teléfono, perdida en la calle. Al figurar su número en ayuda…

   —Es mi madre. ¿Le ha ocurrido algo?

   —No, solo se acercó y me pidió que la llevase a casa. Al preguntarle dónde vivía, dijo que no lo recordaba. Por eso la llamo.

   Mi nombre es Carmen. Nací el veintiséis de enero de 1925 en el barrio de Santa María de Cádiz, donde probablemente no moriré, aunque en ese momento, no importará.


Hablé con mi esposo. Acordamos traerla a vivir con nosotros. Pusimos a las niñas en un dormitorio y en el otro alojamos a mamá.

   Fue costoso. Tuvimos que cambiar de arriba a abajo el funcionamiento familiar. Contratamos una señora que cuidara de ella hasta que yo llegara de trabajar. Todos colaboramos dentro de nuestras posibilidades. La responsabilidad recayó en mí, además de la parte que ya realizaba. Pero lo peor no fue quedarme sin vida propia, sino mantenerme mentalmente entera al tener que tratar con la persona que me dio la vida y, que de pronto, desconocía hasta mi nombre.

La primera reválida que tuve que superar, ocurrió la tercera noche que pasó en casa. Desperté a causa de ruidos en el pasillo. Miré el reloj: las tres de la madrugada. Salí y la encontré de pie, al lado de la puerta, vestida con una bata mal abotonada junto a una maleta.

   —Por fin has venido, mamá —me dijo—. Ya he hecho el equipaje.

   Olía a pis. Estaba parada sobre un charco. Se había quitado el pañal.

   La llevé al baño. Cuando comencé a desabrocharle la bata me retiró las manos de un puñetazo.

   —¡No!

   —¿Qué ocurre, mamá? Necesito bañarte.

   —¡No!

   Tenía los ojos oscuros, todo pupilas. Nada que ver con aquellos ojos vivos, chispeantes de mi madre. Se puso a temblar. No podía tener frío: el calefactor estaba encendido. Hacía tanto calor en el baño, que hasta tuve que quitarme la parte superior del pijama: sudaba. Volvió la cabeza enfurruñada.

   —Mamá, por favor.

   Me taladró con la mirada: no quería desnudarse delante de una desconocida.

   Le acaricié el pelo. Recordé la canción que me cantaba de pequeña.

   —Pinocho fue a pescar, al rio Guadalquivir, como no tenía caña, pescó con la nariz.

   De pronto, movió el dedo índice llevando el compás de la canción. Por un instante, sus ojos recuperaron esa expresión, tan suya.

   —Hay que ver lo que estás haciendo por mí —dijo con claridad—. Qué haría yo, si no te tuviera.

   Apreté los labios para no llorar mientras le enjabonada.


   Escribo, porque a veces, no sé el día en el que vivo; lo que hice ayer o dónde estoy. Olvido lo inmediato, pero aún recuerdo retazos de mi pasado. Estas líneas no son para mi hija que, me conoció cuando los ojos del alzhéimer no veían por los míos, sino para mis nietas, pequeñas aún, para que conozcan a la que fue su abuela.

Cuando llegué una tarde de trabajar, Doris, la señora que le cuidaba, dijo que mamá llevaba toda la mañana quejándose de la mano derecha. La resguardaba bajo su axila izquierda. Conseguí que la sacara y la tomé con cuidado, entre las mías. Intenté moverla muy despacio.

   —¡Ah, ah, ah…! —Encogió la cara.

   —¿Te duele mucho?

   —Ah, ah, ah… —afirmó con la cabeza.

   Le vestí y marchamos a urgencias. Hicieron radiografías. No había rotura, pero tenía un esguince. Le vendaron la muñeca.

   Regresamos en un taxi. De camino a casa, comenzó a llover.

   El conductor nos dejó frente a nuestro edificio; solo teníamos que cruzar la avenida. Lo hicimos por el paso de peatones. La llevaba bien sujeta por el brazo sano, para evitar que pudiera resbalar en la pintura de las bandas blancas del cruce. A la mitad, noté que se me escurría. Intenté erguirla, pero era un peso muerto y me arrastró. Conseguí que no se golpeara, pero caímos sobre la calzada mojada. La lluvia arreció. Probé a alzarla, pero fui incapaz. Sus cincuenta kilos, parecían una tonelada. Los coches cruzaban a derecha e izquierda sin respetar el paso. Nadie paró a auxiliarnos. La lluvia no cesaba. El agua chorreaba por mi cara y arrastraba mis lágrimas de impotencia. Decidí tirar como pude de su cuerpo exangüe hasta la acera. Al fin, dos personas nos socorrieron.

   Mi primer recuerdo es del día en que vi un tren. Papá era jefe de estación en Cádiz. Aquel día, acompañé a mamá a llevarle la comida. Bajé de su mano por las calles en cuesta que conducen a la estación, junto al edificio de Aduanas y el puerto. Atravesamos el hall y entramos en los andenes. Desde mi altura, el techo parecía un cielo cubierto. Al mirar al fondo, me asusté al ver el monstruo de un solo ojo que, con un gran penacho gris venía desde Puerta Tierra. Su aliento se convertía en nubes blancas. El poco conocimiento y mi mucha imaginación, me hicieron pensar que venía a devorarnos. Escondida tras la falda de mi madre, le miraba a hurtadillas. Ella me tranquilizó entre risas. Luego, llegó mi padre, vestido de uniforme azul y gorra roja con entorchados en la visera. Me aupó, y tras besarme la frente, me llevó en brazos a conocer el monstruo transformado en locomotora que, calmaba su respiración aparcada en la vía uno.

La niña chica le relata a su modo los cuentos que le leemos antes de dormir. La mayor la peina después de la ducha y le corta las uñas; cuando le apetece, se las pinta. Mi marido hace las compras, pone lavadoras y cocina algunas noches.

   A veces me digo que no puedo más. Me siento sin fuerzas para continuar. La vida familiar va como va, y desfallezco. Ni siquiera consigo recordarla como era antes de sufrir la enfermedad de Alzheimer. Cuando llego a ese punto, necesito revolcarme en la añoranza para recuperar energía.

   Entonces marcho al salón y busco entre los álbumes de fotos. Saco el de mi infancia en blanco y negro. Según paso hojas, va creciendo mi nostalgia, hasta que llego a la foto de cuando comencé a caminar. Se me ve de espaldas, con dos trenzas cogidas con cintas, un vestido corto con sandalias negras y calcetines blancos. Mamá espera al final del pasillo con los brazos abiertos, mirándome, sonriente. Entonces lloro hasta quedarme sin lágrimas. Luego me vuelvo roca, lista para seguir.

   A causa de una neumonía, estuvo hospitalizada casi un mes. Regresó en silla de ruedas. Los últimos meses de vida los pasó encamada. Un nuevo frente se abrió: las escaras. A pesar de que cada media hora la cambiábamos de posición, aparecieron en los puntos de presión. Compramos un colchón de aire y algo mejoró, pero ella ya no quería vivir.

   Siendo chica, solté la mano de mi hermana mayor y me perdí en una feria. En la angustia del extravío, buscaba en los rostros de la gente los rasgos de mi hermana. Cuando nos encontramos, le aferré la mano y no me volví a soltar. Lo mismo me ocurre ahora, con mi hija.


Gabriel, un enfermero de Sanlúcar, comenzó a venir una vez a la semana a curarle las heridas. Agradable y simpático, le trataba como a una madre.

   —A ver Carmencita. ¿Qué me vas a cantar hoy? —dijo Gabriel.

   Ella ni lo miró.

   —Nada. Pues, tendré que hacerlo yo.

   Gabriel le acarició el pelo. Ella puso cara de pocos amigos.

   —Te voy a cantar la preferida de la señora Pastora, mi madre que, también es de Cádiz. —carraspeó—. Si en el firmamento poder yo tuviera…

   Se le alegraron los ojos y comenzó a llorar al escuchar la canción. Le cogí la mano. Ella apretó la mía y sonrió. Nos miramos.

   —Te quiero —le dije.

   Pronunció un yo también, cerrando los ojos.

La mañana en que murió, mantuvo los ojos cerrados mientras la aseaba. Cuando cambiaba los apósitos de las escaras, los abrió: estaban como empañados. Me asusté y llamé al médico. No quiso desayunar por más que insistí. Giraba la cabeza y cerraba los labios cada vez que acercaba la cuchara. A la una de la tarde, noté que respiraba con dificultad. El médico no venía. Me senté a su lado. A la una y veinte me dijo adiós con una mirada. La misma con la que me despedía en la puerta del colegio.

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