Sombras de un amor

Sombras de un amor

Viveca Sanz

28/03/2021

Espiaba por un agujero de su memoria. Afuera llovía y el viento traía los recuerdos enredados en las ramas de los árboles. La calle la condujo al pasado. Una melodía lejana se precipitó en el asfalto. Allí estaba él, esperándola en el destierro. Sobre una hoja, se manifestó su voz, apenas un murmullo que despertó los sentidos dormidos, una caricia en suspenso, la palabra que faltaba para completar el vacío de su historia.

Ana se removió en la silla. Las paredes, pintadas de blanco, reflejaban la imagen que le devolvía su mente inquieta. La pintura se descascaraba sobre su rostro, una capa encima de la otra, como manchas, como huellas en las manchas húmedas que se descascaraban dentro de ella.

El enorme reloj marcaba las 11. Sus compañeros de ruta, como ella los llamaba, andaban por otros caminos, se arriesgaban en sonidos sutiles o en quejas que se perdían en el aire de la gran sala. Todos tenían un nombre, aunque pocos lo recordaran. Cobijados bajo aquel techo distante, buscaban encontrarse en las ausencias que dolían en cada cuerpo. No eran las palabras sino las cicatrices las que entrelazaban sus voces imperceptibles, los silencios que se anudaban en las heridas. Y sangraban en rincones incómodos.

Adentro no llovía y, sin embargo, el agua del pasado los mojaba con intensidad, como si fuera una tormenta inesperada que inundaba sus huecos y los obligaba a llover unos sobre los otros, acompañándose en una garúa muda y continua que drenaba toxinas en las zanjas de sus recuerdos.

¿En qué lugar habían quedado los instantes felices? ¿En qué momento la vejez se había animado a tanto? ¿Dónde se escondían los nombres que ya no  los nombraban?

Justamente, ubicada a la derecha de Ana, una mujer sin nombre pintaba sobre la mesa de madera, usaba sólo dos colores: rosa y celeste. Parecía entusiasmada, entregada a la totalidad de ese instante bicolor, el único que existía. Era la primera vez que Ana la veía. ¿O ya la había visto antes? Lo mismo daba.

Un aroma dulzón, que provenía de la cocina, le supo a guiso. Le gustó, aunque a esa altura de su vida la comida no era importante. Ella, al menos, se arreglaba con poco.

Los pasos de Leticia, la coordinadora del grupo, la sacaron de sus pensamientos. Sí, todavía podía entregarse a la difícil tarea de pensar. Otros ya no lograban hacerlo, o lo hacían de a ratos, cuando dejaba de llover.

—¿Cómo andan mis viejitos? —la voz chillona de la acompañante del grupo convocó al silencio.

—Todavía estamos todos. Y algunos más. —respondió Ana.

—¿Qué cuenta mi viejita preferida? —Leticia se acercó para saludarla.

—Sólo lo que me cuentan los recuerdos, poco más. —contestó.

—¿Sí? ¿Y qué es lo que te cuentan en esta mañana lluviosa? —Alguien gritó.

—Uff…Tantas cosas que sería imposible repetirlas.

Leticia la miró y fue cómplice de su silencio. En ese momento, Atilio, como muchos, la reclamaba. El ACV lo había dejado con muchas secuelas y buscaba que lo atendieran.

Ana, en cambio, a sus 100 años lucía perfecta. Los ojos, azules y vivaces, parecían desafiar a los mandatos del tiempo. Sólo las arrugas eran caminos en el mapa de los días vividos, huellas encima de las huellas. Allí, sobre la concavidad de sus surcos añosos, estaban escondidas todas sus verdades.

Esmeralda entró a la sala. Tarde, como siempre. Le gustaba dormir. Ella y Ana eran huéspedes permanentes de la Residencia “Los Nuevos Instantes”. Otros llegaban a las instalaciones por la mañana, cumplían una rutina y regresaban a sus casas. Eran como pájaros que volaban cada día dejando sobre el suelo las plumas de su vejez.

Ana y Esmeralda se habían hecho amigas. Se contaban sus vidas entre susurros, cuando nadie podía escucharlas. Ambas tenían secretos que no querían revelar. Secretos de amor y amores secretos.

—Te dije que no te quedaras hasta tan tarde con la tele. —la reprendió Ana.

—No rezongues, Anita, que todavía tengo sueño.

—El sueño… Yo ya ni recuerdo lo que era el sueño. No tengo tiempo para dormir.

—¿Qué decís, Ana? ¡Si acá tenemos todo el tiempo del mundo!

—Un tiempo que no pienso desaprovechar durmiendo. Como vos.

—Ya te dije que yo necesito dormir. Y si no hago lo que tengo ganas a mis 82 años… ¿Cuándo?

—Está bien…No peleemos que tengo algo que contarte. —Esmeralda se acercó para escucharla.

—Hay una nueva inquilina.

—Shhh…Ya la vi. Parece perdida, ¿no? ¿Qué decís?

—Digo que hoy viene tu nieta con su peluquería ambulante. Que no se vaya a sumar también ella.

—Nooo. Ya somos demasiadas y la pobre Ceci… sabes que viene por mí.

—Y por mí. No me estarás dejando afuera ¿No?

—¡Vieja coqueta!

—¡Por supuesto!…Hoy volví a verlo —le confesó al oído.

—¿Otra vez?

—Sí. Y me cantó una canción.

Las voces del recuerdo se entrelazaron en su memoria para hilvanar una historia que otros decidieron enterrar. Una sombra se desdibujaba sobre la pared blanca. El reloj se había detenido exactamente a las 11, como si justo en esa hora el tiempo se hubiera quedado quieto. Sus labios de madera delimitaban una boca oscura. Dos dientes de metal, dorados, se extendían como brazos hacia arriba para retener el momento. Del otro lado, alguien cantaba. La música les llegaba de lejos, del sitio donde habitaban las sombras. Los hilos se enredaban alrededor del reloj. Y ellas se dejaban envolver hasta atravesar la oscuridad de su boca y perderse en una grieta del pasado.

Ana y Esmeralda habían comenzado un vínculo sellado por las coincidencias del destino que las unía. Ambas lloraban el amor, un amor que les faltaba, pero que nunca las había abandonado.

Las sombras de esos hombres se desvanecían entre las paredes del hogar, aunque podría haber sido entre otras, porque acompañaban sus pasos en cada circunstancia. No había límites. Ellos eran ladrillos en sus células, formaban parte de la arquitectura de sus vidas truncas.

—Esmeralda—Ana volvió a hablar en voz baja para que nadie la escuchara.

—Sí. Otra vez el reloj. Ya lo vi.

—Claro. Pero, además, quiero que veas algo. —Sacó de su bolsillo una carta— Aquí guardo sus primeras palabras de amor.

—¡Anita! ¿Cómo no me habías contado antes que guardabas una carta de él?

—Nadie debe saberlo. A veces tengo la sensación de que mi Danilo va a revelarme dónde está nuestra hija —expresó en voz alta un pensamiento que hubiera preferido callar.

 —¿Tenés una hija?

—Es un recuerdo tan lejano y tan borroso que a veces pienso que ha sido un sueño. Pero no lo ha sido. Y por ella sigo viva.

—Me has dejado muda…no sé qué decirte. ¿Te gustaría contarme?

—Es una larga historia. Sólo voy a contarte que apenas nació la arrancaron de mis brazos para entregarla a una familia que jamás conocí. Nunca pude perdonar a mis padres por el daño que nos hicieron —su voz se quebró y sus ojos se llenaron de lágrimas.

El silencio cayó entre las dos como un muro incapaz de dejar pasar una sola palabra más. Ana calló y Esmeralda respetó ese instante quieto en el reloj, que aún retenía entre sus agujas las voces olvidadas, se puso de pie y salió.

Ella sabía que su amiga había sufrido mucho y estaba dispuesta a acompañarla hasta el final. Por eso, había decidido irse a su dormitorio, al menos por un rato.

Allí, en esa sala donde la vejez destejía su trama, quedaban las respuestas que ella también se llevaba en forma de preguntas, tantas como las que todavía se hacía desde aquella tarde trágica en la que le dijeron que el cuerpo de Martín, su novio, había desaparecido del lugar del accidente, en el punto exacto donde su vida se había detenido.

A veces era mejor dejar que las cosas sucedieran de la manera que tenían que suceder. No era posible torcer los pasos del destino y silenciar a las sombras de la muerte, que de todas maneras seguían rondando.

Sin embargo, Ana y Esmeralda no llegaban a leer las palabras escondidas en aquel reloj que bostezaba sobre la pared. Una y otra buscaban el reflejo de un amor seccionado. Había sombras, sí. Era sombras intermitentes, sin tiempo. Fantasmas que hablaban un lenguaje propio. Se expresaban en números, en agujas quietas o en la música que rebotaba contra los vidrios cada vez que querían manifestarse. Ya no había tiempo. Ana debía saber la verdad. Sólo por eso, Danilo, ese día, se había dispuesto a hablar.

El reloj marcaba las 11. Ana espiaba por un agujero de su memoria. Una hoja cayó por encima de su cuerpo, como un mensaje, los ojos sobre los ojos, un encuentro de almas, la piel que vibraba en la sangre. Y la sangre que gritaba por debajo, como un latido sin horas. Eran las 11, el recuerdo se hizo presente, su hija volvió a nacer en el aroma de las violetas que la rodeaban. La sintió emerger desde su centro, volvió a abrazarla, estiró los brazos y la acunó por una única vez, la última. Después, al cerrar los ojos, en el milagro de ese instante detenido, la sintió a su lado.

—¿Pasa algo, Ana?—preguntó Esmeralda que, al regresar junto a ella, la observó retorcerse sobre la silla.

Ana abrió los ojos, miró a su amiga, a la anciana, a la niña que aún llevaba en su vientre, a Isabella, su hija, que la miraba sin comprender. Entonces lo supo. No tuvo dudas. Danilo se lo había mostrado. Había encontrado a su hija. Era tiempo de partir.

—¿Ana?—Esmeralda se desesperó.

—Acabo de encontrarla —balbuceó—. Y su cuerpo comenzó a destejerse despacio, como si los hilos que soltaba fueran parte de la historia de cada uno de los ancianos que habitaban en el hogar “Los Nuevos Instantes”, como si Esmeralda debiera empezar a tejer otra historia con las hilachas que su madre había dejado desparramadas sobre el suelo, a enlazar, punto por punto, una vida sobre la otra, a dibujar otra trama por encima de las sombras y de los miedos. ¿Qué hebras habían tejido a Martín? ¿En qué lugar estaba el agujero que había deglutido su cuerpo y su nombre?

Afuera llovía, el viento soltaba los recuerdos que se removían en las ramas. Todo se había puesto en movimiento. Las gotas se alargaron sobre las dos sombras que permanecían fundidas en un abrazo al otro lado del tiempo. Y cayeron sobre Isabella o Esmeralda, lo mismo daba.

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