Nos separaban, no más de veinte pasos de la acera al portón de hierro de la entrada principal, yo iba cargando con la mano derecha la pequeña maleta de papa, de mi hombro izquierdo colgaba su viejo bolso marrón, de cuero y correas. Papá caminaba apenas por delante de mí, arrastraba los pies con lentitud, parsimonia y suavidad; con una de las manos sostenía por delante su sombrero de fieltro y paño. Sus espaldas aunque encorvadas, conservaban aun esa presteza y galanura de las que siempre hizo gala. Resonaban sus pasos sobre la calzada de piedras. El barrio era hermoso, casonas coloniales con enormes bardas engalanadas con buganvilias, enormes y vetustos árboles, la algarabía de las jacarandas en plena floración.
Papá detuvo sus pasos, volteo a verme y preguntó
-¿Residencia de retiro?
Asentí con la cabeza, y por no dejar, miré hacia otro lado
-¿un asilo? Preguntó esta vez y, al hacerlo arrastró las palabras.
¡Residencia papá! Respondí, subiendo un poco el tono de la voz. Ya lo hemos hablado antes ¡Aquí tendrás amigos! Compañía. Asisten maestros de pintura, música, en fin. Además una biblioteca papá, podrás leer lo quieras ¡Cuidados, sobre todo! Agregué, enfático.
Papá sostuvo mi mirada
-¡encerrado! Exclamó, y volvió a retomar su andar.
Banti ay a’na kaxlan, kaxlan
(dónde está tu casa, ladino, ladino) resonaban dentro de sí, las voces de los indios tzeltales. Aquellos indios que le enseñaron el dialecto cuando él era apenas un niño. Aquellos indios que, después de las misas de siete de la mañana, los domingos, se quedaban inconscientes y borrachos en los quicios de las puertas.
Banti ay a’na kaxlan, kaxlan
(dónde está tu casa, ladino, ladino) Mi casa se quedó perdida entre los cafetos, la humedad, la neblina y los sueños de Yajalón. Allá quedó también, enterrado mi ombligo. Entre Chilón y Yajalón. Allí se quedó mi ombligo junto al fogón de leña, junto al hollín y el humo que pintó paredes y tejas; allí quedó mi ombligo y con él quedó también mi espíritu, mi corazón, mi otro yo, ese que vino conmigo al mundo y que no quiso seguir mis pasos fuera del pueblo.
Bin a biil kaxlan (cómo te llamas, ladino) ¡Antonio! es así como me llamo. Antonio el que puso tierra de por medio, el que dejó caminos y senderos andados entre Tila, Petalcingo y Bachajón. El que casó después y fundó su propia estirpe, el que llenó su corazón de flores y canciones, algunas veces con voz alegre, y otras veces, con voz triste. Cómo decirle al corazón que a partir de entonces vaga solo, que ya no tiene quien lo acompañe, que ya no hay quien plaña una guitarra junto a uno. Pero así es la vida, así el camino que cada uno se impone. Bin a biil kaxlan (cómo te llamas, ladino) “Viento” y no Antonio, así debía llamarme, Viento, el que corre lejos de su pueblo, el que lo dejó todo, Viento debía ser mi nombre, Viento solitario porque se quedó mi corazón, mi espíritu, mi ombligo, allá, junto a la lumbre.
Papá cumple noventa inviernos, ¿inviernos? Si, después de los ochenta ya no se cumplen primaveras, hay mucho frío para pensar en ellas. De su ágil caminar sólo quedan los recuerdos, de sus fuertes manos y brazos, tan sólo resabios quedan. Lo único que ha quedado intacto, es el intenso brillo en sus ojos, la palabra pausada y sabia, la lucidez de su memoria y la candidez de su lenguaje. Miramos la maleta en el suelo y enseguida, volteamos a mirar hacia el cielo azul del mediodía. Papá señaló las flores de las jacarandas, los arboles tupidos. El suelo cubierto de las flores que han caído.
-Todo termina, hijo, dice al ver aquellas flores en el suelo. Recojo unas pocas y las extiendo hacia él, -son del Japón, le digo.
-También dejaron su pueblo, dice mi papá, y enseguida a modo de consuelo agrega, -pero fundaron otros y, al decir esto toma las flores que le ofrezco e involuntariamente, las lleva a sus narices y las huele.
-huele a flor de café, dice, huele a cereza de café y enseguida lanza las flores al aire y ríe.
¡Papá se va quedando solo! Pienso para mí, se han ido los amigos.
-los hijos tenemos que seguir nuestros propios caminos, igual como él tomó en su momento, el suyo.
¡Justificaciones ingratas! Yerras apreciaciones.
-Residencia de retiro, Casa hogar, Beneficencia ¡Asilo!-
Cuidado, asistencia, compañía ¡Tranquilidad! en el postrero tiempo que, culminará, sin duda alguna.
Dos o tres pasos más y el inminente toquido del portón para traspasar de la libertad, como decía mi padre, a la oscuridad de la residencia de retiro ¡asilo de mierda!
Papá detuvo totalmente los pasos, y encaró una vez más mi mirada.
-Antes de entrar y despedirnos, deja hijo que te cuente esta historia:
Alguna vez me propuse amansar una mula, le di mazorcas de maíz en la boca, le colgué sobre el pescuezo, un morral con granos de maíz ¡repleto!, acaricié su lomo, su cuello, su cabeza, palmee después las ancas, le coloqué primero la falsa rienda, sudaderas de fieltro y algodón. Lo pasee por los lodosos caminos reales rumbo al rancho en Yajalón, con la silla de montar medianamente sujeta. Se acostumbró a mi mano y a mis caricias, acicalé sus recortadas crines, la llamé Chaparra y obediente, Chaparra acudía a mi presencia al escuchar el sonido del maíz sacudido en el morral. Una buena mañana, después de un largo y paciente tiempo, sujeté la silla de montar con firmeza y así, sujeta, dejé que pasaran días y días de paseo jalándola de la falsa rienda. Hallé sin duda ternura y confianza en la mirada de la mula, Chaparra le llamaba, y Chaparra, sin ningún temor acercaba su cabeza a mi pecho, acariciándome también ella. El descalabró me llegó día tras día, intento tras intento. Chaparra siguió comiendo de mi mano, siguió acercando su cabeza a mi pecho, siguió disfrutando el acicale de sus crines con mis manos. Siguió aceptando con nobleza, la falsa rienda y la silla de montar. Siguió también, descabritándose como demonio, al sentir mi pie derecho en el estribo de la silla.
¡Zafaduras de hombro, golpes en la espalda, en la cabeza, en malaya sean las partes! De todo un poco.
La terquedad de la mula, era apenas, ligeramente menor que la mía. Una buena mañana de lluvia, acaricié su cabeza, sacudí con ambas manos el morral repleto de granos de maíz, y esta vez, en lugar de colgarlo a su pescuezo para que, los comiera, dejé el morral, colgado del gancho de una puerta, lejos de la mula. En vez también, de acicalar sus crines y de llamarla Chaparra, me concreté a colocarle la rienda verdadera, con el freno de hierro en la boca, un hilillo de sangre brotó de la comisura. Coloqué sobre el lomo sudadera tras sudadera, ajusté la silla de montar apretando fuerte cincha y cubre cola. Recorté con la rienda en la mano izquierda hasta hacer que el dolor en la boca de la mula, hiciera que, recortara la cabeza y el cuello, sobre su pecho; coloqué mi pie izquierdo en el estribo y me así firme con las manos, de la manzana de la silla. El giro de mi cuerpo con el pivote de mi pie izquierdo en el estribo hizo que, de un sólo intento, me encontrase de pronto montado sin aspaviento alguno en el lomo de la bestia.
A partir de allí, la monté sin miramiento alguno. Iba de camino en camino, a veces a trote y a galope tendido, otras a paso lento. Alguna vez la mula hacía intentos de tumbarme al suelo, y yo me sostenía asido con firmeza de la manzana de la silla, con los pies bien armados en los estribos y más que nada, con los talones hincados en los ijares de la bestia y la rienda de fierro recortada hasta sangrar la boca. ¡No lo niego! En un descuido o en un desliz, fueron también en más de una ocasión, mis huesos echados abajo, y me toco morder el polvo y acariciar con las nalgas, la tierra.
La mula, los ijares, la rienda de fierro sangrando la boca, el trote, el paso lento, las caídas. Los pies sujetos en los estribos, el chicote en la mano derecha, la rienda asiendo con firmeza. Las coces de la bestia, los brincos encabritados e inútiles, el descuido, la vuelta a morder el polvo.
¡La vida! Hijo ¡La vida!
Dejé la maleta en el suelo y me acerqué a mi padre, puse mi mano sobre su hombro. Ahora él estaba tranquilo y yo, temblaba un poco. Me remonté a aquellos años en el rancho y en el pueblo, aquellos fríos y húmedos amaneceres, la niebla que muy apenas dejaba ver a no más de cinco metros; el goteo del roció en los tejados. La niebla de mis propios recuerdos, de esta memoria empañada por el paso del tiempo. La silueta de mi padre, hombre fuerte y robusto, preparando enseres para iniciar la faena. Los costales de café hacinados en los silos, la limpieza de la despulpadora, la tarea de extender los granos de café en el beneficio. Las duras horas de trabajo de punta a punta del día. Las espaldas de mi padre curvas y cansadas del trajín con los bultos de café. Esa imagen que poco a poco se fue desvaneciendo de mi memoria hasta volverse una pequeña voluta de humo. La noticia de dejarlo todo y al recordar esto, apreté aquel hombro con mi mano, papá esbozó una sonrisa. El pueblo, Yajalón, se durmió una buena tarde de primavera y el hombre ladino (kaxlan, kaxlan), tomó rumbo desconocido. Qué difícil debió ser para alguien como mi padre, dejar aquel camino y aquel pueblo, para ofrecer una nueva historia que contar, a nosotros sus hijos, pensé y, respondí a la sonrisa de mi padre. Yajalón se cubrió también para él, de una niebla tan densa como el olvido y sin volver pasos atrás, se siguió de frente. Qué difícil la vida hijo, me dijo alguna vez cuando joven intentaba hallar yo mismo mi rumbo, pero por otra parte, es la única que tenemos, afróntala y si no sale lo que buscas, la misma vida te hallará otro camino.
Volvimos a casa ante la mirada atónita de mi mujer, y ante la algarabía de los nietos, mis hijos. Por la tarde, para celebrar su cumpleaños, mi mujer preparó un pastel de chocolate y mi padre y yo, bebimos tres o cuatro tazas de café. Reímos al revivir el breve paseo que hicimos esta mañana, ni él ni yo tuvimos ni el deseo, ni las agallas de tocar la puerta de la Residencia de retiro.
-¿Residencia de retiro? Preguntó mi padre, mientras reía, llevándose la taza de café a los labios.
La primavera es el nombre ¡Asilo de mierda! Respondí a la vez, tomándome mi quinta taza de expresso, o mi octava o novena, o la que fuera.
By Oscar Mtz. Molina
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