Carlitos, a pesar de ser el más joven de los nietos, es el más proclive a conservar la historia de nuestra familia. Prefiere sentarse con este viejo soñador que jugar con los demás muchachos de su edad. Cada vez que nos reunimos, nombre que mencione, nombre que busca en esas redes tecnológicas de hoy día buscando rescatar recuerdos. Me encanta verle los ojitos cómo le brillan cuando descubre algo nuevo.
Durante sus visitas los fines de semana, me trae fotografías viejas para ayudarme a recordar el pasado que se va opacando con el tiempo. Gracias a su curiosidad he vuelto a ver la vitrinas de la vieja ciudad con la ropa y los sombreros que solíamos usar. Carlitos es capaz de encontrar aquellas melodías que una vez me hacían bailar y que no escuchaba fácilmente en treinta o cuarenta años.
Recientemente le comenté sobre el primer automóvil que hubo en mi casa. A la semana entrante Carlitos regresaba con todo tipo de fotos de ese mismo modelo. Fascinante ver las fotos del interior, el exterior y hasta del motor de un viejo coche que fueran recién impresas de un moderno ordenador. Y como si fuera poco, no sé cómo consigue cual era el precio de la gasolina para aquellos tiempos. Logró traer hasta fotos de las gasolineras de entonces. Siempre ayudándome a desenterrar detalles de mis años de joven.
Llegado el domingo, Carlitos entra por la puerta.
– Hola Abuelo.
– ¿Qué tal Carlitos?
– ¿Listo para las sorpresas de hoy?
– Cuidado que un día de estos me vas a sacar el corazón de sitio. Ya varias veces me has sorprendido con tus hallazgos.
– Esto te va a poner los pocos pelos que te quedan de punta (Nos reímos). Tengo una foto tuya de primer grado. Conseguí un viejo anuario del Colegio San José de la Montaña subastándose en Ebay. Aunque no es de tu clase incluye fotos de los más chicos que asistían al colegio entonces.
– ¿Qué dices? ¿Foto mía de primer grado? ¿Qué rayos es Ebay?
– Nada Abuelo. Mira. Este eres tú hace 80 años atrás.
Tomé el anuario en las manos. Quise olfatear sus hojas para saber a qué huele el pasar de los años. Ese olor que solo los viejos sabemos apreciar. Me vi de apenas unos 7 años, el pelo corto, una sonrisa tímida, la piel diáfana y la camisa con la insignia del colegio. Crucé la mirada por toda la página y vi a mis amigos casi hermanos que ya no están en este plano: Pepe, Manolo, El Chepe, Cuco El Carrucho y otros cuyas caras y nombres ya no significan nada.
– Esto es un tesoro- le dije mientras intentaba reprimir las lágrimas. – ¿Te fijas? Este viejo también fue joven.
– Y con mucho pelo Abuelo -comentó Carlitos.
Y nos volvimos a reír mientras pasaba las páginas.
– Mira Carlitos. He aquí una fotografía interesante. Si miras bien la foto al fondo del colegio hay una finca de árboles de olivo. Ese era mi lugar favorito.
– Ya lo creo Abuelo. Hasta te sacó una sonrisa.
– Dice el refrán “el que se ríe solo de sus maldades se acuerda”.
– Anda, Abuelo. Cuenta, cuenta.
– Llévame con calma que esta gaveta de recuerdos hace tiempo que no se abre -le contesté mientras respiraba profundo intentando recordar lo que se siente ser joven. – Si te fijas los olivos colindan con la capilla del colegio. Al lado de la capilla vivía el párroco del colegio, Padre Maximino. En las tardes al salir del colegio, nos subíamos a uno de esos árboles y con mi honda lanzábamos de los frutos verdes a las ventanas de la sacristía. Cada vez que golpeábamos el metal de las ventanas, Padre Maximino exclamaba: “¡Ave María Purísima!” y yo le respondía: “Sin pecado concebida”.
– ¿Nunca te corrió?
– No tuvo que correrme. Siendo él un gran hombre, muy prudente e inteligente supo exactamente cuándo llamarme la atención. Eso fue uno de esos primeros viernes de mes cuando nos llevaban del colegio a la capilla para confesarnos. Uno por uno nos fue confensando hasta que llegó mi turno. Al confesarme y luego de contarle mis pecados rutinarios -dije mentiras, me molesté con mis padres, quería tener la bicicleta de Manolo, etc. – Padre Maximino no quiso perdonarme los pecados. Te recuerdo que todo esto era cuando la confesión se hacía de frente al cura sentado en un banquillo frente a la capilla.
– ¿Y qué pasó?
– Pues me preguntó si yo amaba a Dios por encima de todas las cosas. Le dije que sí y riéndose me dijo: “pues al salir vas a rezar diez Ave Marías y quince Padres nuestros como penitencia por mentiroso.” Yo no sabía de qué hablaba. Me miró a los ojos y murmuró: “Ave María Purísima…” y casi de forma espontánea respondí: “Sin pecado concebida”. “Alfonso, Alfonso, Alfonso, ¡tienes que respetar la casa del Padre! Y cuando termines de rezar, prepárate que vas tomar unos cursillos para ser monaguillo.” Siempre fue mi confesor, mentor y gran amigo.
– Padre Maximino -murmuró Carlitos.
– ¿Qué? ¿Ya vas a buscar su foto?
– De seguro está en las primeras páginas del anuario. A ver…míralo aquí. No parece ser tan buena gente.
– Ese era su mayor secreto. Era nuestro alcahuete cuando las monjas nos castigaban. Un día hasta se subió con nosotros al árbol a lanzar piedras desde los olivos con una honda que supuestamente era de él cuando era pequeño. Un gran hombre. Ay Carlitos, ¡qué de memorias!
Así pasamos la tarde. Carlitos y yo repasando fotos. Apenas unas gotitas de recuerdos fueron suficiente para alegrarme el día y estimular mi memoria con los cuentos.
Llegada la noche y como de costumbre mi hija vino a recoger a su Carlitos. Tocó la bocina de su auto y Carlitos apenas le dio tiempo para despedirse con un beso.
Así regresé al silencio de las paredes. Así son las casas de los viejos. Quizá por ello es que hablamos solos. Quizá para hacernos compañía.
Me senté en la butaca bajo la luz de una lámpara a repasar lentamente el viejo anuario. Volví a olfatearlo. Confieso que estoy fascinado con las fotografías y cómo se mantienen las sonrisas suspendidas en el tiempo. Vi las caras de jóvenes que hoy ya no reconocería. Tan cercano que éramos y ya a parte de estar viejos no guardamos nada en común.
Esa semana estuve ansioso que llegara el otro fin de semana para la visita de Carlitos. Temprano esa mañana, recibí una llamada de mi hija que Carlitos estaba en el hospital.
– Papá, Carlitos no podrá ir a visitarte este fin de semana. Está en el hospital.
– ¿Qué ha pasado? ¿Por qué está en el hospital?
– Nada grave. Solo que gracias a tus cuentos el muchacho se subió a un árbol y ya sabes: se cayó y se dislocó el hombro.
– No sé qué decirte. Lo siento mucho. Lo siento muchísimo. No fue mi intención provocar un accidente. De veras que lo siento mucho. Pero bueno, así son los muchachos; unos se caen y otros tienen mejor suerte. Eso es parte de la vida.
– Lo sé. Pero si sabes que Carlitos te admira tanto, no le hagas tus cuentitos. Te ruego midas tus palabras y tus cuentos. No sé qué hubiera pasado si le hubieses hecho el cuento de la vez que te subiste al campanario.
– Tranquila. Te prometo que mediré mis relatos. Y el cuento del campanario solo lo sabrá a su debido tiempo.
– Te dejo que estoy ocupada. Hablamos luego.
Entiendo a mi hija. Vive en los años de la prisa. Prisa para ganar dinero y prestigio. Se le olvida que yo también tuve esa edad.
Llegado el otro domingo y esta vez fui yo el visitante.
– Hola campeón -le dije a Carlitos quien estaba acostado en la cama con el brazo vendado.
– Perdona Abuelo. No pude buscar tesoros esta semana.
– Tranquilo Carlos. El verdadero tesoro eres tú. Cuéntame tú ahora, ¿qué pasó?
– Me subí a la copa de un árbol para sentirme como tú te sentías. Quería ver el mundo como tú lo ves y obtener la sabiduría que tienes.
– ¿Y qué aprendiste?
– Aprendí a que si uno no se agarra bien se da tremenda caída. Aprendí a que tengo que tener más cuidado.
– Ves Carlitos, así se va adquiriendo la sabiduría con los golpes que te da la vida, con la experiencia y escuchando a otros. Quiero que sepas que lo que a mí me funcionó, quizás a ti no te funcione. Son otros tiempos, otros gustos, otras edades. Busca tu propio “árbol”, busca ese lugar donde puedas apreciar la vida así sea en un parque, en un pasillo de tu escuela, en un banquillo de la iglesia. Tú eres el artista de tu propia novela. Busca lo que a ti te haga feliz. Vive tu vida y no la de otros. No es para sermonearte, pero no toda la sabiduría puede venir de estar sentado sobre un árbol. Hacen falta muchos pasos para muchos cuentos. Ya comprenderás con el pisar y pasar de los años.
– Con este brazo vendado no tendré vida por varias semanas.
– El tiempo se encargará de todo. Ya verás. Dejemos los cuentos a un lado. Ahora quiero que me enseñes a usar el ordenador. Quiero ser yo quien aprenda de tu sabiduría. Además, sentado en mi casa, de lo más alto que pudiera caerme es de la silla.
Como siempre nos reímos de las ocurrencias.
Carlitos trató afanosamente de que entendiera ese intimidante mundo del monstruo llamado tecnología. Así pasamos nuestra visita de domingo.
– Ya se hace tarde Carlitos. No me gusta guiar de noche.
– Dime algo Abuelo. Escuché a mamá decir algo de un cuento tuyo y un campanario.
– Ese cuento lo dejaré para otro día.
– ¿Me prometes algo Abuelo?
– A ver, todo depende.
– Me prometes que nunca te cansarás de hacerme cuentos.
– Claro Carlitos. Te lo prometo. Eso si tú no te cansas de escucharlos.
Le di un beso en la frente, me despedí de mi hija quien como de costumbre estaba inmersa en las entrañas de un ordenador “poniéndose al día en el trabajo”. Comprendí que nadie aprende por cabeza ajena. Al menos no en esta familia. Algún día entenderá que el trabajo se queda y uno es el que se va. Nos creemos indispensables hasta que descubrimos que todo es una ilusión.
Llegué a mi casa deseoso de entender esto de las nuevas tecnologías. Comprendí que todos estamos somos parte de un todo: el pasado, el futuro, el presente. Uno vive a consecuencia del otro. Nadie puede vivir sin su pasado y nadie puede subsistir sin adaptarse a los nuevos tiempos. Hay momentos para explorar, otros para explotar, otros para reflexionar. Así es la vida, ciclos y ciclos. Somos todos iguales en distintas circunstancias y diferentes escenarios. Todos llegaremos a ser completamente predecibles cuando se llega a viejo. Entendí que todo tiene su tiempo. Recuerdo a mi madre decir que “aprendiendo a vivir la vida, la vida se va.” Reusaba creerlo hasta que llegué a ser viejo. A cada uno le toca descubrirlo.
Así llegué de vuelta a mis cuatro paredes y nuevamente el silencio se apoderó de la casa.
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