LA NOCHE ETERNA

“Cuando llegó la Targelia me condujo a los altares”.

Iseo de Atenas



El frío de esa mañana presagiaba algo. Uno, dos, tres árboles, árboles y más árboles desde hacía horas y horas, y el tiempo con su pasar tan lento.

-Disculpe. ¿Cuánto falta para llegar?

-Mucho.

-¿Cómo cuánto tiempo?

-Unas cuatro horas todavía.

El sol enorme, rey del cielo, quemaba mi rostro, mientras a lo lejos dormitaba el valle con su río. De niño, recuerdo que iba con mis amigos a jugar en sus aguas cristalinas. En una lucha campal, éramos capitanes de nuestras naves, y ¡pum!, ¡boom!, sonaban los cañonazos en nuestras mentes. ¡Plash!, de la nave enemiga caía muerto el capitán. Ahora que volvía a encontrarme con sus diáfanas aguas, comprendía que seguía siendo el mismo río, mi río, pero esta vez tan lejano, tan cambiado, tan otro él, ¿o era yo quien volvía ya no siendo quien fui? Ocurría como les ocurre a dos amantes que se ven luego de mucho tiempo. Los que se habían amado, los que antaño necesitaban respirar el aire del otro para poder vivir, aunque volvieran al mismo lugar donde ensayaron el primer beso, y el beso se diera, algo en los dos les decía que ya eran otros. Seres tercos en creer que todo se mantiene. Nada es así. La tierra gira, el amor se va, la distancia separa y los que vuelven nunca encuentran lo mismo que dejaron.

Mis ojos se esforzaban queriendo encontrarlos, tratando de sacarlos en vano del cementerio del recuerdo, donde reposan los momentos que con el corazón vivimos, custodiados siempre por el ángel del olvido. Ni las naves, ni mis amigos estaban, ahora sólo veía un río silencioso con rocas tristes donde antes jugábamos. ¿Siempre fue así?, ¿éramos nosotros los que lo mirábamos diferente entre el jugar de nuestra imaginación? ¡No! Me niego a creer eso, el río sigue siendo el mismo, el que ha cambiado soy yo.

Ahora nuevos niños juegan en sus aguas. Qué simple es la vida en sus comienzos, se asemeja a una madeja que se empieza a desenredar, entre más se vive más se extiende el hilo y a su vez más se va enmarañando la lana. No podía evitar sonreír al verlos en sus naves tratando de conquistar nuevas y paradisíacas islas. Grises piedras para el resto, para ellos un mundo sin igual. ¡Pum!, ¡boom!, ¡plash! Esos niños soy yo.

-Así es la vida señor, un volverse a encontrar.

-¿Me habla a mí?

-Sí profesor. Lo he visto cómo mira el valle. Sus ojos lo delatan, hablan por usted. Pero no se preocupe, ya le dije que la vida es así. Vivimos lo que se dice vivir, sólo por un tiempo. Haga de cuenta una historia que empieza a escribir en hoja nueva. Es interesante, apasionado, se puede trazar, borrar, arrepentirse del título y cambiarlo si quiere, pero llega un momento en el que sólo es leerlo y releerlo, un buscarse en esas letras sin saberse encontrar. Es contar una y mil veces lo mismo. Sino mire a los viejos hablando siempre de lo que vivieron, repitiendo momentos hasta quedarse vacíos, sin aire. De ahí sólo quedan hechos un montón de huesos y cuero que va a dar al fondo de un hueco. Y es así la vida profesor. Igualita.

-¿Cómo sabe que soy profesor?

-Porque lo he venido viendo, como le digo. Casi todo el camino ha estado leyendo, de vez en cuando escribe como para no olvidarse de algo que se le ocurre, y en otros ratos lo he sorprendido mirando a lo lejos buscando sabrá usted entre qué recuerdos, para hacer descansar en ellos un poquito a su alma. Y es que eso es raro, acá nadie lee. Nadie, pero nadie lee. Antes por lo menos al párroco se lo veía con libros bajo el brazo, y era todo un acontecimiento cuando llegaba con alguno nuevo. Al regresar de sus viajes, traía uno o dos. Yo estaba pendiente desde días antes a la fecha en que retornaría. Al verlo, salía corriendo y me arrodillaba frente suyo a pedirle la bendición. Pero eso sólo era una excusa, mientras estaba de rodillas, de refilón miraba bajo la manga de su sotana y contemplaba maravillado el nuevo libro que traía. Rojos, negros, azules, no me importaba el color. Mi alegría se alimentaba de saber que esa noche el padre Ramiro me leería algo nuevo. Por eso para mí los libros siempre serán una bendición. Al llegar la noche, me sentaba en el piso y cerraba los ojos, con su voz gruesa iba leyendo página tras página, había veces en que el sol del alba nos sorprendía, entonces le decía que ya debía irme, que mi madre se molestaría por no haber llegado a dormir. Él sonreía y con una palmada en la cabeza me decía que me fuera. Corriendo por el camino empedrado, regresaba mis ojos y lo veía parado en la puerta de la capilla, sacudiendo sus manos y mostrándome el libro. Señal indudable de que la historia había quedado a la mitad. Ahora el párroco anda todo ciego, lo que hace es repetir y repetir la misa de siempre, tal como se la aprendió, con decirle que nombra a su santidad, el que murió hace cuánto. Bueno lo que vale es la oración y ya todos se acostumbraron. Pero como le he dicho, ¿se da cuenta?, todo es un repetir.

A todas estas, ¿hasta cuándo se va quedar acá, profesor?

-¿Dónde?

-En Río Blanco. ¿Usted va a ser el profesor de allá, no es así?

-Sí. Me quedaré el tiempo que sea necesario, para lo que tenga que hacer.

-Se le va a ir toda la vida y le quedará faltando. Le tocará construir hasta la escuela. El antiguo profesor tenía que dar sus clases en las gradas de la iglesia. En ese pueblo la gente prefiere rezarle a Dios y pedirle por sus penas, antes que aprender a escribir. Y eso que hasta él se olvidó de nosotros. Al otro maestro también se le fue la vida repitiendo lo que había vivido. A los niños les contaba siempre las mismas cosas, y ahora que se murió se cuentan entre ellos lo que oyeron. Les tocó vivir la vida de otro, se les quitó el derecho de escribir su propia historia, para que tengan por lo menos qué contar.

A pesar de no ser estudiado, yo siempre he pensado que hace falta enseñar a vivir, antes que enseñar a escribir. De qué sirve saber que uno más uno es dos, sino hemos aprendido a compartir con el otro. Los niños repiten planas y planas de números, aprenden nombres de otros lugares, hablan de cosas que pasaron, escuchan cuentos y leen alguna que otra cosa; todo eso es hermoso, pero no han aprendido a conectarse con el cerro del Río Blanco, a sentirlo, a escucharlo. Le digo esto desde la experiencia que he tenido en todos estos años. Somos como un libro, pero no nos atrevemos a leernos. Peor aún, no sabemos cómo leernos, y es ahí donde creo que está la falla de la existencia humana. Porque la vida no es pasar por este momentico, esta pausa en la eternidad, sin habernos encontrado a nosotros mismos. Siempre estamos buscando en los demás lo que dentro nuestro tenemos por sobra. Estamos de cacería en la existencia, queriendo atraparnos, he ignoramos toda la vida que siempre nos hemos tenido.

-Esta vez será diferente, Pedro. Vamos a hacer desde la escuela si es necesario. Vengo para quedarme y para darles a ellos una forma de educación diferente. Y dígame… ¿Falta mucho?

-Unas tres horas profesor. No se afane que el tiempo sabe escuchar, si llega a oír que tiene afán se hace pesado y camina lento. ¿Usted ya había ido a Río Blanco?

-No, nunca había ido. Sólo le he escuchado mencionar.

-Es, haga de cuenta usted, un anciano de cabellos canosos. La cima del cerro es blanquecina por todas esas casas pintadas de cal. Me disculpará y dirá que soy un terco, pero Río Blanco también cuenta la misma historia siempre, y ya se está quedando sin aire.

-¿Usted vive en Río Blanco?

-Sí, desde siempre. Pero no vaya, mejor regrésese.

-¿Cómo?

-Sí, que mejor no vaya para Río Blanco, que se regrese, usted que aún puede. Que se vaya a vivir su vida, a escribir su propia historia. Si sube ya no regresará. Allá se le pasará contando otras cosas, nada suyo, hasta que se quede sin aire y caiga a cualquier hueco, y de ahí sólo le cobijará el olvido. Su historia nadie la contará nunca. Entonces no vaya, déjenos vivir nuestra pena a los que ya estamos condenados en Río Blanco. Eso es un espejismo.

-Yo seré el nuevo profesor del pueblo, y haré todo para que la situación cambie.

-Eso han dicho todos, siempre llegan con ese optimismo, con el espíritu emplumado, y al final es bueno tener ese poco de fe.

¿Ve a ese señor que va a la vera del camino?

-Sí, el de sombrero.

-Exactamente. Él es don Mariano de Jesús Antonio Roldanillo Puente. Como tiene ese nombre tan largo, todos le dicen el duende.

-¿El duende?

-Sí mi profesor. Le voy a contar cómo lo conocí y porqué le dicen así. Igual tenemos bastante tiempo aún, y así nos disipamos un poco. Ahora que lo volví a ver fue me llegó a la mente su nombre. Siempre ha vestido así, con su gabán largo, su sombrero, sus botas altas y su pantalón gris metido por entre las medias que le llegan hasta las canillas. Él vivía con su madre en una casita de cartones y lata que habían hecho al filo del río, en un terreno pequeño que les cedieron por cuidar unas parcelas de sembrados. Vivían solos. En las tardes se veía a don Mariano meterse por el monte, machete en mano, a recoger ramas secas para hacer la comida. Se perdía en lo profundo de los matorrales, y había veces en que la noche lo agarraba metido por esos lugares. Su mamá le tenía dicho que no se demore tanto, ni se arriesgue a ir tan adentro, que esos eran terrenos del duende. Pero él, sin hacer caso, cada vez se iba adentrando más y más. A veces me lo encontraba, ya caída la noche, por el camino, cargando su guango de leña a la espalda, y con un palo largo sosteniéndose.

Así era su vida de todos los días. Temprano cuando pasaba a lomo de caballo para ir hasta el pueblo, se veía a lo lejos la chocita lanzando girones de humo por el techo. Comían de lo que recogían en los mismos sembradíos. En cierta ocasión, don Mariano se fue a buscar leña como de costumbre, cuando miró brillar algo entre el hueco de un árbol. Admirado y con curiosidad se fue acercando. Ese había sido el nido de un zorro de monte, de esos que se meten a las casas y se llevan las gallinas, pero estaba abandonado ya hacía mucho tiempo. Ahí dentro estaba una tacita que brillaba en un color amarillo deslumbrante, la tomó entre las manos y pudo ver su rostro reflejado en ella. La destapó y en su interior encontró como una especie de arenilla, igualmente dorada. La palpó entre las yemas de los dedos y eran como unas bolitas pequeñas, parecidas a la escarcha. Sobó sus dedos en el filo de la taza y decidió guardarla en el mismo lugar. La tapó con hierba y ramas y siguió su camino en busca de leña. Él pensaba en llevarla al retornar, tomarla de donde la dejó y cargarla para su casa. Sucedió que estando en un claro del monte, mientras cortaba un madero largo, puso sin darse cuenta su pulgar sobre el lugar donde le iba a dar el corte a la rama, lo tenía empuñado con la mano izquierda, y con la derecha soltó el machetazo. La hoja afilada cayó directo sobre su dedo, dejándolo colgado de un solo tendón. La sangre inmediatamente bañó su brazo completo, decía que el dolor le subía hasta el corazón, y que parecía como si desde el dedo se lo estuvieran queriendo arrancar. En medio de la preocupación y el desespero, hizo lo que creyó era lo mejor. Colocó el dedo colgante sobre una piedra, y a voluntad, le dio otro machetazo para acabar de cortarlo. Consternado y casi al borde del desmayo por la sangre que iba perdiendo, envolvió su mano en su gabán y se fue corriendo a su casa. No quiero ni pensar en el dolor tan terrible que sintió ese hombre. Llegó sin aliento y al ingresar se desplomó desmayado. No hubo forma de darle un calmante, ni un médico que pudiera tratarlo. A punta de ramas y secretos que las ancianas conocen, su madre se dedicó a cuidarlo. Poco a poco fue recuperándose, hasta que la herida cicatrizó totalmente. En un frasco lleno de alcohol decidió guardar la falange de su dedo pulgar. Lo entronizó junto al altar de la virgen de dolores, y ahí lo tuvo, iluminado por veladoras.

Pasaron los meses y recordó la tacita dorada que había dejado guardada en el monte. Fue a buscarla, llegó al mismo árbol, pero ya no estaba. Buscó por todo lado, preguntó a algunas gentes que él sabía transitaban por esos lados, pero nadie le dio razón. Ocurre que los entierros son para el que se lo quieren dar.

-¿Los entierros?

-Sí profesor. Así se le llama a lo que los ancianos dejaban guardando antes de morir. Cualquier moneda de oro, vasijas, cucharas de plata, ellos preferían enterrarla en cualquier parte del monte, pensando en que al volver en otra vida, podrían tomar lo que dejaron. La avaricia los llevaba a actuar de esa manera, y ya estando muertos, por no poder descansar en paz, buscan la forma de darle eso a alguien, haciéndole apariciones de las cosas para que se la puedan llevar y ellos ya puedan tener tranquilidad. Pero como le digo, es solo para el que le quieren dar. Si no es para usted, eso se mueve del lugar, y no lo puede coger nunca. Cuando hacían el entierro, le rezaban, mientras tapaban el hueco, diciendo: aquí te dejo, aquí te entierro, que ni el diablo te pueda encontrar. Pero ya ve, la avaricia es pecado, y cuesta la tranquilidad. En esa ocasión se le fue de las manos a don Mariano. Pero lo curioso es que no fue la primera vez que le ocurrió. Estando nuevamente metido en el monte, vio saltar un conejo gigante, enorme, de un color café con blanco. Empezó a seguirlo, queriendo atraparlo, y el conejo daba saltos y saltos. Lo fue llevando a la orilla del río, y en ese momento lo apoderó un temor tal, que lo dejó paralizado, al ver que el conejo, de un solo brinco, iba a dar al otro lado. Y es que el río debe tener unos cinco metros de ancho. De la orilla de enfrente, el conejo lo veía, y con las patas daba golpes sobre una piedra que estaba enterrada. Don Mariano no se atrevió a ir al otro lado. Luego se supo que bajó esa roca había un entierro que encontraron los ingenieros, cuando vinieron a hacer una desviación del río.

Al estar construyendo una casa en la vereda El Encanto, le sucedió otro hecho similar. Él era el trabajador que llegaba primero, porque era el que hacía el adobón, para eso debía poner a remojar la tierra para luego pisarla. Llegaba a la madrugada, antes de que empezara a clarear. Estando en esas, veía que un hombre moreno, corpulento, se le aparecía en la entrada de la casona y le hacía con señas que se acercara a él. Decía que le veía los ojos, las fosas nasales, la boca y los oídos de un color rojo intenso, como si tuviera fuego por dentro, y en ambos pies cadenas que sonaban cuando él se iba acercando. Preso del miedo, desistió de ese trabajo y nunca más volvió por esa zona. Luego se enteró que en ese lugar había esclavos negros, y que a uno de ellos lo castigaron quemándolo vivo, por haberse robado una bolsa con unas monedas de oro que él mismo enterró. Él nos contaba siempre estas historias, cuando bajábamos a la plaza. Pero se dirá usted qué tiene que ver todo esto con que le digan el duende. Sucede que luego de la muerte de su madre, él vivió sólo en la casita. Cada mañana, en punto de las seis de la tarde, a la misma hora, todos los días, oía cómo en el techo de zinc le caían piedritas. Al comienzo creyó que eran muchachitos de por ahí, que iban a molestarlo. Luego supo que era el duende que lo estaba cortejando. Una de esas ancianas que saben tanto, le dijo que el duende se había enamorado de él y que tuviera cuidado. De la finca donde trabajaba como peón lo despidieron, porque todos los días, los patrones, encontraban a los caballos con las crines trenzadas, decían que se la pasaba haciendo eso y que no cumplía con sus labores, lo que ellos no sabían es que eso era travesuras del duende. Debajo de su almohada le dejaba palomas muertas, piedras de río. A media noche lo escuchaba por la ventana cómo lo llamaba con una voz delicada, cantando entre el sonido seco de un tambor. Cuando un duende se enamora de un alma, hace todo lo posible por tenerla. Esos juegos, para él son como cumplidos, y es necesario tener mucho cuidado, porque al estar enduendado lo puede llevar a que tenga una muerte segura.

CONTINUARÁ…

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