¿Qué me pasaba? Quería decir una cosa y decía otra que no venía a cuento. Llamaba a mi amiga y me decía que porqué le había dado otro nombre, pero yo estaba segura de haberla llamado por el suyo. A veces estaba hablando y me daba cuenta de mis equivocaciones, pero otras no me confundía y mi hijo me acusaba de decir cosas absurdas.

Perdía mis prendas de vestir, porque estoy segura de que alguien me las cambiaba de sitio. Venían unos jóvenes a verme que me llamaban abuela, pero no eran mis nietos.

Cuando un día me avisaron que en camisa de dormir estaba llamándonos a mi marido y a mí, en la calle, traté de buscar mil explicaciones a su desorientación. ¿Había sido una pesadilla? ¿Se vio sola y sintió miedo?… Interrogantes que contestaba afirmativamente, con la esperanza de que fueran ciertos. Al principio eran pequeños errores, despistes, distracciones… Más tarde me sorprendió con repentinos ataques de mal humor y riñas con su mejor amiga.

Un día gris de diciembre, en los que la niebla y la lluvia instalan la humedad en todos los rincones de las casas, alguien puso demasiada cera en el suelo para que yo resbalara y me cayera.

Entonces vinieron y me llevaron a un horrible sitio donde sólo había personas malas que me querían matar. Yo me defendía y gritaba llamando a mi madre para que me llevara a mi casa, pero nunca venía. Una mujer me hacía mucho daño, me ponía inyecciones para que no gritara ni me moviera, pero yo me defendía con todas mis fuerzas y daba muchas voces. Le quitaba la jeringuilla, la mordía o la arañaba para que no me pinchara más.

Un día llegó la fatalidad, la encontré tendida en el suelo tras romperse la cadera y caerse. Hubo que ingresarla en el hospital.

Tras ser intervenida, al despertar, salió con una agresividad terrible y una verborrea incontrolable, decía todo tipo de incoherencias: «me están torturando», «estoy secuestrada», «me quieren matar», «¡Auxilio!»… Se arrancaba el gotero, pegaba a las enfermeras. Debía hacer grandes esfuerzos para sujetarla y que no se tirara de la cama, aunque siempre éramos dos, no lográbamos contenerla.

El médico nos dijo que era producto de la anestesia, que en pacientes mayores provocaba este tipo de reacciones, pero que pasados los efectos volvería a la realidad. Al cabo de varios días, seguía igual y el doctor nos dijo que era por la desorientación que sufren las personas mayores al ser hospitalizadas, pero una vez que regresara a casa volvería a la normalidad.

Después de un tiempo, dijeron que regresaríamos a nuestro hogar, pero me engañaron, me llevaron a un sitio donde siempre había una mujer horrible que me asustaba con disfraces de seres deformes, le acompañaba un hombre, que era aún peor, me trataba con crueldad. Tenía pánico, no quería que se acercaran.

Cuando volvimos, empezamos un enorme calvario. Cada vez estaba más violenta, gritando, llamando a su madre y pidiendo que la llevásemos a su casa.

Ella era mi suegra, hasta entonces, había sido una segunda madre para mí, era cariñosa y tenía bastante complicidad conmigo, mi marido era hijo único y yo había perdido a mis padres a edad muy temprana. Al poco tiempo de casarme, murió su marido, y empezamos a vivir juntas, yo trabajaba, tenía dos niños a los que ella adoraba y cuidaba durante mi jornada laboral.

Había sido una mujer guapa, morena de ojos oscuros y rostro dulce, sin embargo, cuando empezó con estos ataques se le transformó la cara.

De noche llamaba continuamente a algunos familiares difuntos: a su madre y a un tío; daba voces, gritando y diciendo que queríamos matarla. Cuando nos acercábamos a su habitación para intentar calmarla nos agredía, soltándonos todo tipo de insultos.

Como no conseguía que vinieran cuando pedía socorro, empecé a intentar saltar de la cama y correr, pero siempre me alcanzaban y yo debía atacarles. A veces rompía la almohada para que no me vieran y me escondía entre las plumas, pero siempre me encontraban y tenía que seguir gritando y defendiéndome a dentelladas y arañazos.

Algunas noches se tiraba de la cama, otras deshacía la almohada, encontrándonos la habitación llena de plumas. No se podía descansar ni de noche ni de día. Cuando la estaba aseando o dándole de comer, a veces, llegué a pensar que quizás yo no fuera muy cariñosa al asistirla y me sentía culpable, pues ella me decía cosas horribles.

Mi marido me propuso llevarla a un médico internista, y como me pareció una buena idea, enseguida buscamos uno. Le diagnosticó problemas de nervios, le mandó ansiolíticos y dijo que mejoraría, pero el tiempo pasaba y no sólo no mejoraba, sino que iba a peor. Entonces, decidimos llevarla a otro internista que me habían recomendado a mí. Este le mandó hacer un TAB de cabeza y diagnosticó demencia senil, tipo Alzheimer, le puso un tratamiento, pero tampoco fue la solución. Llegamos a estar tan agotados que no sabíamos que hacer.

Un día apareció una chica muy joven, que yo creo que era el mismísimo diablo, porque me hacía la vida imposible, me maltrataba, quería que yo fuera quien la obedeciera a ella, en lugar de obedecerme ella a mí, como debería ser por razón de edad. Le pedía que me llevara a mi casa, pero nunca me llevó.

La situación me sobrepasaba, no solo a mí, pues yo miraba a mi esposo y lo encontraba mucho peor, por lo que tuvimos que contratar una mujer interna que nos ayudara. Una agencia de colocación nos envió a una chica nicaragüense, recién llegada de su país, muy jovencita, con diecinueve años; era la primera vez que trabajaba, la asustaba mi suegra, había que acompañarla en todas las tareas, no era capaz de quedarse sola con ella, aun así, nos daba cierto descanso. En uno de sus ataques de ira le pegó un guantazo y la asustó tanto que se fue.

Un día la chica joven se transformó en una mujer enorme, gruñía como los cerdos, no hablaba un lenguaje normal, sólo estaba de noche, pero era igual de mala, seguía haciéndome daño. Cuando chillaba, aunque no la entendía, sabía que era para reñirme y me quedaba quieta, del miedo que me daba, pero cuando ella se dormía, yo volvía a gritar llamando a mi madre para que viniera a por mí y me salvara.

Volvimos a llamar a la agencia, esta vez pidiendo un perfil más adecuado a nuestra necesidad, nos enviaron a una señora rumana de mayor edad, una mujer fuerte y corpulenta, hablaba nuestro idioma con mucha dificultad, pero estaba acostumbrada a cuidar de personas mayores. No obstante, como la cuidaba de noche, de día tenía que descansar, por tanto, seguimos estando todo el día igual que siempre, pero al menos no nos levantábamos de la cama, aunque dormir tampoco podíamos ya que las voces y gritos nos despertaban continuamente. Teníamos, además una asistenta que me ayudaba con las tareas del hogar, durante las horas en las que yo estaba trabajando.

Para mí, mi trabajo se convirtió en una válvula de escape. Hacia unos años que había asumido la dirección de un centro educativo, tenía mucha responsabilidad y niveles de ocupación. Curiosamente, a pesar del cansancio, entonces, trabajaba con mayor dedicación si cabe, temiéndole a la hora de terminar.

A veces, venía un hombre bueno, un señor mayor con su nieto a verme, yo me tranquilizaba mucho porque este hombre me transmitía paz y me decía que me esperará, que él acabaría llevándome a mi casa. Cuando el venía la mujer mala se hacía la dormida y hasta se quería tender encima de ellos, haciendo como que no los veía.

Algunas tardes después de comer se quedaba más tranquila, momento que aprovechaba yo para descansar. En esos momento hablaba con alguien invisible; unas veces era un hombre, otras era un niño; era tan verosímil que a mí me daba la impresión de que eran reales, aunque yo no consiguiera verlos.

Logré que me llevaran a misa, me supongo que para disimular su maldad. Sin embargo, no me querían dar la comunión, tuve que enfadarme mucho para conseguir que me la dieran.

Ella había sido siempre una mujer muy religiosa, de misa diaria. Esto nos hizo pensar que si le poníamos las misas, que daban en la televisión, quizás pudieran tranquilizarla un poco. La primera vez la fue siguiendo bien, pero el segundo día se puso muy violenta porque no le habían dado la comunión. Así que tuve que echar imaginación: compré unos barquillos que recortaba como si fueran la Sagrada Forma y en el momento de la comunión se la daba, imitando al sacerdote, diciendo: «el Cuerpo de Cristo».

A los dos años, mi marido se enteró de que había un médico neurogeriatra en Sevilla, que hacía maravillas con los enfermos de Alzheimer. Inmediatamente llamó y la llevamos con todas las pruebas que teníamos. Tan pronto como vio el TAB, emitió el mismo diagnóstico del internista, dijo que era una demencia senil, que le había destruido parte del cerebro, pero había partes sanas que, con el tratamiento adecuado, podría reactivar, siempre que nosotros estuviéramos dispuestos a llevarlo a cabo tal como él nos lo dijera. Al principio nos asustó mucho, nos dijo que las dos primeras semanas iban a ser mucho peor de lo que llevábamos pasado, pues iba con mucha dependencia a los medicamentos, había que desintoxicarla y entraría en un síndrome de abstinencia que le llevaría a momentos bastante coléricos pero, si éramos capaces de soportarlo, perdería toda la virulencia  e incluso llegaría a adquirir bastante cordura.

La primera semana de tratamiento, fue terrible, pero a partir de la segunda semana empezamos a notar la mejoría. Poco a poco desaparecieron todos los episodios violentos, empezó a conocernos y a llamarnos por nuestros nombres.

Mi suegra, desde que empezó con su estado demencial hasta que murió vivió ocho años, de los cuales, dos fueron de una demencia agresiva, con continuos episodios de mucha dureza, los seis siguientes fueron pacíficos, aunque con algunos momentos más desorientada y desmemoriada. Su rostro volvió a ser el de la mujer dulce y bondadosa que siempre le había caracterizado.

Un día me dijo:

—He vuelto.

—¿De dónde? —le pregunté, sin comprender lo que quería decirme.

—He regresado de la oscuridad. De un lugar muy feo donde no os encontraba a vosotros.

—¡Eso se lo habrá imaginado usted! —le contesté con una sonrisa para darle tranquilidad.

—¡No! Yo estaba sola entre gente desconocidas y te llamaba, pero nunca venías.

— ¿No será que lo ha soñado…?

—No ha sido un sueño, aunque tampoco estoy segura de toda la realidad, porque ha sido tan terrible que prefiero pensar que ha sido una pesadilla

—¿Y su hijo no iba a salvarla?

—Mi hijo nunca estaba. Cuando yo llamaba a mi hijo aparecía un hombre que me hacía daño.

—Y … ¿de verdad me llamaba a mí?

—Siempre te estuve llamando, te decía “madre”, pero no me escuchabas porque no estabas. Yo gritaba “¡quiero ir a mi casa, quiero ir a mi casa!”. Hasta que un día alguien me trajo, aunque todavía no sé cómo sucedió.

—Bueno, eso ya no importa.

—Lo importante es que he vuelto.

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