Un viaje al olvido

Un viaje al olvido

Anders

10/02/2018

I

Cuando Hedwig Soberg Olsen abrió los ojos, se encontró sentada sobre los restos de un naufragio. Cada mañana era la misma, cada despertar el mismo temor. Veía sus pertenencias esparcirse por el agua azul de aquel océano sin poder hacer nada y gritaba con todas sus fuerzas, pero nadie la escuchaba. ¡Madre! ¡Padre, estoy atrapada!

La cuerda le comprimía la cintura y el dolor le impedía mantener la cabeza erguida. Intentaba agarrarse a un cordel dando manotazos, pero solo encontraba el vacío de la noche agitado por el viento. Las amarras se habían convertido en látigos y sus brazos cedieron cansados. Cuando quiso gritar de nuevo, la voz se le paró en los labios y se le cerraron los párpados.

―¿John? ―murmuró al sentir que la cogían en brazos. Su cabeza colgó sobre la espalda de John y su pelo rozaba el agua; dejaban atrás la proa del barco. Un crujido penetrante le hizo abrir los ojos y ver cómo la popa, escorándose, se hundía. Sintió que le tiraban de las entrañas al ver la cara de Erlyng, con los ojos desencajados, deslizarse por el enorme tobogán de agua hacia la oscuridad del atlántico. La proa se elevó como un grito en la noche y se plantó al viento con desafío. Luego desapareció en una tragantada lenta de la Boca del lobo. La vida se paró de golpe y el alma de Hedwig se tejió de nuevo de auroras boreales.

Con los ojos abiertos en la oscuridad de su habitación se dejó llevar por el batir lento de las olas y el arrullo del viento. Lo había perdido todo ¿Qué podía haber más triste que eso? Y en ese trance de sueño amargo, abrazó a sus hermanos y a sus padres. El rostro de cada tripulante desfiló ante ella hacia la muerte. No podía soportarlo. Los días pasaban sin que ocurriera nada, ningún cambio. Tal vez con el tiempo, la esperanza se colara por una rendija de la puerta, pero en aquellos momentos, en los que despertaba de una gran resaca de dolor, lo que le quedaba era el recuerdo. Retazos de días felices que se proyectaban en las paredes de su cuarto unos instantes para luego desaparecer.

Recordó la mañana del sábado antes de que cambiara el rumbo de su vida en Kirkenes. La nieve caía tan prieta que crujía al pisarla. Reía con ganas contagiada por la risa de su hermano cuando corría tras él por la calle blanca lanzando bolas de nieve.

― ¡Ahí va otra! ― gritaba Hedwig.

― ¡Eh, a la cara no vale!, tramposa! ―dijo Erlyng tumbándose en el suelo con los brazos abiertos en cruz. Iba embutido en un abrigo azul, con gruesos guantes y con el gorro de lana verde que le había tejido su madre, colado hasta las orejas. Era flacucho tierno y frágil. Había veces en los que Hedwig veía como el alma de Erlyng lo abandonaba, se le escurría del cuerpo y se elevaba hasta perderse en el cielo y entonces ella abrazaba con cariño su cuerpo vacío que parecía vaciarse cada día un poco y le contaba un cuento para que no perdiera la esperanza de recuperarse de su enfermedad.

―¿Quién iba a cuidarlo ahora? ¿Estaría su madre con él? ¿Y ella, cómo se atrevía a vivir si solo quería ir tras él y abrazarle? Casi al borde de su resistencia, se consolaba imaginando lo mejor para ellos.

Tal vez estén todos juntos en algún lugar, se dijo, tratando de ver un paraíso. Habrán alcanzado esas orillas que soñábamos en los confines de la tierra. Allí Erlyng será feliz montado en una tortuga gigante. Serán felices y yo no estaré, no estaré.

Un grito salió de lo más hondo de su garganta, inundó el espacio, trepó por las montañas y caló en el fondo del mar bañando la tierra de dolor. Amanecía en la ensenada y eso no lo olvidaría nunca.

―¡Madre! ―susurró, tratando de sentir la esencia de su amor perdido. Y le llegó el olor a pan recién hecho y a mantequilla. Las lágrimas mojaban sus sienes y su pelo mientras recuperaba la sonrisa de la que fue la mujer más buena con ella. La mujer que le enseñó lo que vale la paciencia y la esperanza. Ahora no tenía miedo, sin embargo, sintió un escalofrío al pensar que el destino le había cobrado un precio muy alto por algo que ella desconocía. ¿Por qué, por qué?, repitió en silencio hasta que amaneció, sin encontrar la respuesta.

II

Vera Olmo miraba la fachada de su nueva casa con una gran sonrisa. Llegó hasta la puerta, se plantó ante ella y extendió los brazos dejando caer las bolsas que traía en las manos. La acompañaba Aina, una amiga reciente en la que Vera había encontrado su lado contrario, su otra yo.

―¡Qué placer¡ ―dijo Aina con malicia.

―¿No eres feliz, Aina? ―preguntó Vera sin volverse.

―Sí, mucho. ¿Puedo poner este trasto en el suelo? Sé cuánto puede durar la escenificación de tus fantasías.

―¡Qué alivio! Estas son las últimas cosas que quedaban en el piso, ¿verdad? Ya nos podemos relajar.

―Sí, estaremos tranquilas unos seis meses, hasta que te aburras de la decoración.

Vera se volvió a mirarla y comprobar el tono malhumorado de Aina.

―Me divierten las mudanzas ―dijo y notó que no le había salido con el entusiasmo de otras veces ―. O me aburren las paredes.

―¿Y para qué sirve la renovación de muebles, comprar una maceta, o cambiar los cuadros, colocar alfombras, poner papel pintado?

―Vale, vale. Pero esta mudanza es por obligación.

―Tú casi mudas la piel cuando te cambias de piso. Pareces otra, como si te hubieran cambiado de personalidad. Y luego…, a propósito, ¿has mirado bien, no se queda nada por detrás? Porque te he visto pasar la mirada por la casa como la que mira un vertedero, de pasada, y una vez que entregues la llave no hay vuelta atrás…

Vera la miró acusándola de algo, pero no sabía muy de qué.

―Sí, está bien, le echaré un vistazo mañana.

Vera cogió las bolsas dispuesta a subir a su nueva vivienda, seguía extasiada. Aquel era un piso que no se hubiera podido permitir, pero ella era una chica con suerte, y gracias a que en uno de los pisos del bloque había ocurrido una desgracia cincuenta años atrás lo había podido alquilar por la mitad de su precio. No tendría muchos vecinos, pero su vida era tan movida que no tenía tiempo para emplear en saludos y recibimientos. Con lo que vivir en un bloque de tres plantas con tan solo dos vecinos le parecía lo mejor que le había podido pasar.

―Baja de la nube, Vera ―dijo Aina animándola a subir.

Vera se giró y le hizo un gesto de fastidio a Aina.

―Está bien, reina. No te impacientes, disfruta de este aire. Huele a madera mojada.

Aina no dijo nada. Resopló suavemente. Ella no estaba de acuerdo con la decisión de dejar el piso de Bygdoy a la ligera. La agencia tenía que haberle notificado que iban a hacer reformas al menos con dos meses de antelación. Y no entendía por qué Vera con esa espontaneidad que mostraba algunas veces, otras no tanta, capaz de desesperar a cualquiera había respondido a la insolente comercial que sin ningún problema. Y todo porque a Vera le estorbaban los problemas. Subieron un par de tramos de escaleras hasta al a primera planta.

Vera metió la mano en el bolso buscando las llaves mientras pensaba que tenía que salir de compras por la zona. Notó el fruncido en la frente de Aina y quiso que se relajara. Aina se tensaba con facilidad.

―Primero izquierda, ¿no es ideal? ―dijo sacando las cosas del bolso y pasándolas a Aina.

―¡Hay que joderse, reina! ―Aina, suspiró mirando al techo―. Trae.

Vera metió la llave en la cerradura y empujó la puerta con temor de que la hubieran timado. La había alquilado sin verla. Pero el efecto fue el contrario y no tuvo más remedio que aceptar que su vida estaba ligada a la suerte. La luz de la sala de la izquierda dejaba entrar la luz que bañaba el pasillo. Las otras puertas estaban cerradas y ella hizo un cálculo sobre dónde estaría cada estancia. A la derecha la cocina. Frente una habitación.

―¿Has visto un fantasma? ―preguntó Aina dándole un empujón hacia dentro.

―¡He visto la luz! Dejó caer las bolsas en el suelo y las empujó con el pie derecho hasta la pared. Luego las recogería. Lo pospondría todo para otro momento más interesante, según ella.

No es que le hubiera gustado salir precipitadamente de su piso, pero ahora se alegraba de haber aceptado el cambio y encima con una compensación por las molestias. Estaba más cerca del aire, de la calle, de la gente que pasaba; el barullo uniforme de la cafetería de abajo, los chicos y chicas saliendo de la universidad; el alboroto que formaban los grupos de jóvenes la hicieron volver a su edad real. Le gustaba el ruido que hacía la gente, a lo lejos.

―Mira esto, Aina… ¿Dónde te has metido? ―llamó extrañada.

―No es por desanimarte, pero a esta cocina le faltan algunas comodidades. No hay microondas… ―dijo Aina acostumbrada a mirar por la vida práctica de Vera.

―Bueno, no he tenido tiempo de venir a verla. Ya nos ocuparemos de la cocina, pero yo la encuentro mágica.

Querrás decir que ya me ocuparé yo, pensó Aina.

Recorrieron las estancias de la casa, y en cada una, Paula fue describiendo cada detalle. El baúl antiguo de la entrada, las lámparas de telas de suaves colores, la claridad que se proyectaba a través de las cortinas violetas sobre las baldosas y las paredes; aunque su actitud era la de una niña que ha conseguido un capricho, en su expresión de asombro había aparecido un reflejo de la ingenuidad de su infancia. Le resultaba la casa más acogedora de todas las que había tenido. A la derecha del salón había una puerta que prometía ser un comedor, pero ella pensó que ahí establecería su centro de mando para gozar de la misma luz que la de la sala.

―Esta de esquina es la mía, Aina ―dijo en tono chillón. Mira que balcones justo a la avenida y a la otra calle. Mira los árboles sonoros.

―Dentro de seis meses más o menos, ya hablamos. Te conozco, la aborrecerás como a las demás.

―No seas aguafiestas…

―Es de ensueño. Qué suerte tienes ―dijo sin desdén―. ¿Cómo has encontrado esta casa? Las cortinas son suaves, vaporosas; deben ser muy antiguas, pero no estás desfasadas, ¿eh? ―reconoció Aina.

―Ha sido de rebote ―dijo Vera sin salir del estado de alucinación.

―Iré a ver que encuentro para mí. Me quedo el tiempo que quieras si hay otra habitación como esta.

―Está bien, vamos, vamos a ver el resto ―contestó Vera sintiendo un cosquilleo infantil en el estómago.

Aina se adelantó y fue hasta la otra habitación que estaba frente a la puerta de entrada. Eso no le gustaba, pero no era su casa y el tiempo que estuviera de invitada no le haría ascos a cualquier habitación si tenía una buena cama y una almohada bien alta.

―¡Sorpresa! Aquí se han dejado cosas ―dijo algo decepcionada al ver que aquella habitación parecía ocupada por una familia del siglo pasado.

―Sí, la chica de la agencia me comentó algo ―dijo Vera sin darle importancia―, pero me aseguró que se lo llevarían pronto. En fin, si no se lo llevan mañana, la llamaré. No quiero estorbos.

―¿Quieres que me encargue yo? ―Aina abrió la persiana hasta la mitad y descorrió las cortinas.

―Pues…, no sé qué decirte ―contestó Vera haciendo un inventario rápido. Pero al ver la pila de libros en un rincón, estanterías con revistas y papeles desordenados, empezó a mirar aquello más como un lugar con misterio que como una habitación de dormir. Había un escritorio, figuras decorativas en una caja abierta, un ropero de los años cuarenta con la puerta abierta cuya base había cuatro cajones y en el perchero una sola percha de la que colgaba un abrigo blanco. Se acercó y abrió uno de los cajones con cuidado. Su curiosidad era deformación de oficio. No podía remediarlo, sin embargo, tuvo la impresión de estar entrando en una casa ajena rompiendo su intimidad. Olía bien la ropa íntima. Bien doblada. Parecía recién lavadas. Le llamó la atención el sujetador de banda ancha con las copas en punta de color rosa. Curioseó las estanterías sin detenerse. En las perchas de la puerta derecha colgaban vestidos y un abrigo de lana negro con botones de cuero y mangas kimono. En la pared de al lado colgaba ladeado un marco con la foto de un barco en blanco y negro. Se agachó para recoger unos papeles del suelo y guardarlos en una de las cajas. Todo aquello le producía mucho respeto. Cogió un par de fotos algo amarillentas con las puntas de los dedos. En una se podía ver a un chico y una chica muy rubios sonrientes y en la otra los dos con sus padres, o sus tíos en una barca. Detrás habían escrito a lápiz “Familia Hansen. Diciembre de 1949”. Al lado de la foto había un papel doblado varias veces y no tuvo reparos en violar la intimidad de la propietaria al guardárselo. Era una carta a la que le faltaba el encabezamiento. Solo pretendía leerla, después la devolvería a su sitio.

―Aina, habrá que limpiar el polvo ―dijo con una sonrisa pícara.

―No te miro de ninguna manera, pero fíjate. ¿Ves algo sucio aquí? Estás obsesionada con la limpieza.

Vera mintió por omisión, no quiso contarle lo que tramaba.

―Vale, no te enfades. Es por la alergia, ya sabes…

―Lo sé, lo sé, cierro las cortinas ―dijo Aina con voz grave.

―Deja que se airee, ya la cerraré yo ―tirando de Aina con impaciencia

III

Fue un viaje veloz, intenso. Caminó llena de rabia sintiendo cada grano de arena, cada piedra, cada raíz en las plantas de sus pies. Pero sobre todo sentía un vacío en la boca del estómago, y el dolor de estar viva. Por eso estaba allí. Habían pasado dos años de cruces azules en sus almanaques y había llegado la hora de aceptar que su familia no volvería, que no vería más a John. Se estaba volviendo loca encerrada en aquel piso vacío. Y entonces escuchó la llamada desde un lugar lejano y debía acudir. Eran las voces conocidas de su familia, era su nombre el que nombraban los ecos de las profundidades, que la absorbían. Desde el fondo abisal del océano la reclamaban: Hedwig, Hedwig. Y ella, con un impulso que no se atrevía a juzgar y con la finura de una daga, fue viajando en la negrura hasta que sus ojos vieron la claridad y sus pies se asentaron en el manto de hierba húmeda muy cerca del abismo. Había llegado al lugar perfecto para encontrar la paz. Dio unos pasos, admirando la grandeza del espacio, y se colocó al borde de la piedra cuyo nombre, Trolltunga, tenía para ella connotaciones ancestrales. Lugares remotos en tiempos en los que los dioses jugaban con la humanidad y los duendes eran gigantes, y el hielo el abrigo de la tierra. Al frente veía las cimas de las montañas y llanuras modeladas por el tiempo bajo los últimos rayos del sol. En el inmenso lago de luz azul plateado se agitaba suave el reclamo: Hedwig…, como un pez alejándose buscando el mar abierto hacia el horizonte. Un susurro que la conduciría irremediablemente a un mundo desconocido. Levantó los brazos dibujando un arco por encima de su cabeza y juntó los dedos. Cerró los ojos esperando la última señal. El silencio la abrazó. Las hojas de los árboles callaron, el lago calló, callaron las montañas y el viento y, por un momento, Hedwig sintió temor de no encontrar allí más que otra vida de dolor. Sería como volver a casa, no, no quería regresar. Dos años le habían bastado para comprender el error del destino en aquella ensenada cuando aún no había amanecido el año 59. Solo deseaba reparar el daño. No merecía vivir. Sumida en sus pensamientos no percibió la agitación del aire hasta que perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer. Se irguió de nuevo y repitió las palabras que le dictaban al oído: Elévame sobre los ríos y los caminos, deposítame en el corazón del mar. Y se lanzó al precipicio entrando en un profundo sueño en el que se apagó su rencor y se calmó su enojo. Atrás quedó la calle Ankertorget.

SINOPSIS:

LA HISTORIA SE DESARROLLA EN OSLO Y ES LA HISTORIA DE DOS MUJERES QUE VIVEN EN UNIVERSOS DIFERENTES QUE ACABAN POR ENCONTRARSE. PRETENDE SER UNA NOVELA DE PROTAGONISMO COMPARTIDO POR HEDWIG UNA SUPERVIVIENTE DE UN NAUFRAGIO QUE SE QUITA LA VIDA EN OSLO Y POR VERA OLMO UNA CHICA QUE DEJÓ SU CARRERA DE PERIODISMO Y SE HIZO CAMARERA TRAS LA MUERTE DE UNA AMIGA.

1 HEDWIG SE DESPIERTA EN SU CASA SUMERGIDA EN LA TRAGEDIA DE UN NAUFRAGIO DE LA QUE NO PUEDE ESCAPAR.

2VERA OLMO ESTÁ DE PASO EN OSLO Y TRABAJA DE CAMARERA EN UN BAR DE BYGDOY CUANDO UN INCENDIO LA OBLIGA A DEJAR SU PISO CON RAPIDEZ Y TIENE QUE INSTALARSE EN UNO QUE LLEVA AÑOS SIN ALQUILARSE. EL DÍA QUE SE MUDA VE QUE HAN DEJADO EN UNA HABITACIÓN LAS COSAS PERSONALES DE OTRA INQUILINA. A PARTIR DE ESE MOMENTO SU VIDA EMPIEZA A SUFRIR CAMBIOS.

3- CANSADA DEL RECUERDO Y DE LA PÉRDIDA QUE SUFRIÓ, DECIDE QUITARSE LA VIDA. PERO CUANDO VUELVE A DESPERTAR SE ASOMBRA AL VER QUE ESTÁ DE NUEVO EN CASA, AUNQUE LAS COSAS HAN CAMBIADO. HAY UNA INTRUSA EN SU CAMA.

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