Al filo de la eternidad

Al filo de la eternidad

Luz H. Baute

20/03/2021

Mi querido Manuel: 

Te escribo otra vez aunque sé que tú nunca recibirás mis cartas. Estoy vieja pero no loca. Si los chicos supieran, ellos sí se volverían locos, locos del susto, ya sabes, ahora ellos creen que tienen que hacer el papel de madre conmigo. ¡Las vueltas de la vida!

Cada vez que empiezo a escribirte tengo la necesidad de contarte cosas que te he ido contando con los años, por si acaso… Yo siento como que tú vas escuchando mis pensamientos mientras escribo, como que te tengo viviendo en mi mente y, luego, a pesar de eso, nunca rompo las cartas, ¿ cuántas ya? guardadas en tus libros, suerte que tuvieras tantos y suerte que a nadie en nuestra casa le interesara la medicina. Antes de morirme las tendré que quemar, no sea que… 
Bueno, te cuento. 

Ya sabes, o deberías, después de que tanto te lo repito, que ahora vivimos en el campo; los chicos crecieron, bien encaminados, no me costó tanto como la gente cree, sigo pensando que la gente necesita imaginar más dramas de los que ya existen por darse el gusto de alimentar su compasión, y sí, los saqué adelante con penas pero con fuerza, porque aunque nadie lo imagine yo seguía contando contigo a pesar de aquella hora maldita, de aquel  borracho maldito que aceleró en el cruce, a pesar de que el tiempo se me rompió aquella mañana que vino la Guardia Civil a casa, a pesar de las noches que me envolví en mis brazos como si fueran los tuyos y me dije tú puedes, casi con tu voz, casi como si me lo dijeras tú. Y pude, ya lo creo que pude. Pues eso, crecieron en toda la extensión de ese verbo y aprendieron a tomar decisiones, a mantenerse distintos uno de otro, pero aliados, como hermanos siameses. Y yo aprendí, con los años fui aprendiendo, a dejarme llevar, como si me hubiera llegado la hora del descanso. Todavía no soy dócil, ya sabes que eso es imposible, pero acepto más de lo que te pudieras imaginar, a veces por comodidad y otras por convicción. 

Pues eso que te digo, ahora vivimos en el campo, el chico no, viene muy a menudo, pero de visita, a lo sumo una semana y ya lo ves agobiado, a él le gusta la ciudad, la movida, lo llama, el ruido, la sociedad urbana; pero la niña, con ese marido ecologista que tiene, compró estas tierras, tan extensas, me pierdo en las medidas, hectáreas dicen ellos, pero mi mente no es capaz de extenderse más allá de mis ojos. Cultivos y árboles y pájaros y un arroyo que parece una caricia constante a la tierra. Te gustaría esto. Son felices aquí. Y ahora ella dice que «se expande» (a veces habla como si fueras tú, debe ser cosa de los genes) que le sobran los despachos y los horarios,  con esto del teletrabajo, esa palabra no la conoces, la trajo la pandemia esta, se traduce en  trabajar desde casa con el ordenador, el portátil, la tablet, hasta con el teléfono móvil,  claro que a ti no te iba a servir de nada este invento, porque ustedes los médicos andan liaditos, sin respiro, los pobres. Yo no vivo con ellos, como decía tu madre, el casado casa quiere, pero me han construido una casita, también te gustaría,  en un terreno cercano, y por una veredita, en menos de diez minutos de paseo, podemos visitarnos. Es mejor así. Tengo una huerta, mis coles, mis lechugas, alguna tomatera y algunas hierbas de cocinar; me mantiene ocupada, este año salieron grandes las berenjenas y los calabacines con los que me atreví de una bolsita de semillas. Si estuviera segura de que estás al tanto de todo lo que te voy contando con los años,  no tendría que repetirlo cada vez, pero ya sabes lo que me gusta asegurar, y bueno, como cosa nueva hoy te cuento que apañé una especie de invernadero y me están creciendo orquídeas, blancas, moradas, rosadas… preciosas, si las vieras, te digo mira qué preciosas, Manuel, y casi te veo asentir con la cabeza y rodearme los hombros con tus brazos,  pero no estoy muy segura que… pues por eso lo escribo.  Tampoco estoy segura de que acierte cuando imagino tu cara con años nuevos, y hasta te descubro algunas manchitas marrones en las manos. Flores de cementerio, me dicen que las llaman, fíjate, qué crueldad. 

Sí, Manuel, aquí estamos, después de tantas penas, de tanta soledad y tantas lágrimas que me he callado, porque soy una mujer muy digna, ¿te acuerdas? ¡Cómo me gustaba enfadarte! Cuando te pones tan digna eres una antipática, decías, y a mí eso me sonaba casi como un piropo. ¡Aquellas primaveras alegres que nos robó el destino! No es que después viniera un invierno constante, pero vino tu ausencia y eso fue lo más duro que nos trajo la vida. Fue lo nunca pensado, ¡tan temprano! Ahora, esta es una vejez plácida, con el trabajo cumplido. No estoy bien, porque  sabes que después de aquello nunca lo estuve, pero tampoco estoy tan mal. Te tengo. Vivo contigo latiendo en mi memoria y es como si la memoria me salvara el presente. Me salvara la vida. A ratos aprieto los ojos fuerte, lo sabes, cuando mis oídos me devuelven aquel frenazo presentido, o cada vez que un caminar ajeno e impreciso y el hedor a coñac que desprenden sus pasos me hacen odiar a todos los borrachos del mundo, o cuando las ambulancias dentro de mi frente callan sus inútiles sirenas, cuando las prisas se quedan paradas y los lamentos no salvan los errores, cuando presiento tus ojos abiertos, tus ojos cerrados, cuando el instante último es realmente el último y yo no estoy ahí y  tontamente recuerdo que llevabas una lista de pendientes en el bolsillo, aquella lista que se quedó pendiente eternamente y ese «él» . ¿ves? sigo sin llamarlo hijo de puta, porque sigo siendo una chica  educada, pero lo sigo odiando sin mediación de la compasión divina, se asoma a mi dolor llorando su culpa hasta su último aliento… sí, aprieto los ojos y respiro, hasta que tú me soplas en la cara al tiempo que susurras «yaaaaa«.

Pero no quiero imaginarte con la sonrisa triste. A pesar de todo lo vivido, o precisamente por todo lo vivido, creo que tengo paz.  Claro que tengo  esa penita dentro, pero la llevo bien, ya sabes, va una metáfora a tu medida, para que puedas darte el gusto de correcciones técnicas, es como tener una herida que no sangra, la miras y la vendas, puede que le pongas algún desinfectante o antibactericida (¿has visto? estoy puesta en palabrejas), pero la miras poco, por si de tanto mirarla va a volver a sangrar, y así y todo, a veces sangra, vale, a veces son más veces de las que podrían garantizar que está en proceso de curación, pero diga lo que diga el médico, la dueña de la herida sabe que tiene todo el tiempo del mundo para cuidar su herida, que nunca se cerrará y que no es tan doloroso vivir con ella. Pues, aparte de la herida esa, y otras, tengo todo lo que necesito para seguir andando.

Aunque a veces… la edad, Manuel, la edad. A lo mejor, llegados a este punto sería una bendición que se me fuera la cabeza, una amnesia, una demencia senil, esa que dicen que vuelve a los viejos como niños otra vez… a lo mejor así. Pero no. Puede que esta lucidez tan rarita sea un castigo de Dios, por atea… 

Estos días miro mucho el horizonte, como si te esperara. Y tengo mucha angustia. Sabes que la tengo desde que los chicos vendieron la casa en que nos fuimos convirtiendo en una familia, nosotros, nuestras risas, nuestros besos, nuestros niños, nuestros proyectos. Donde crecimos, o nos expandimos, como dirías tú. Sigo teniendo ese miedo, Manuel, miedo a que me quieras venir a buscar y no sepas el camino para llegar a mí, que ni siquiera sepas dónde estoy. He pensado que quizás sería buena idea morirme en tu hospital, pero tampoco creo que tú vayas a saberlo, no encuentro la manera de que sepas, y me angustia, me angustia que después de esperar tanto por la eternidad, nos la pasemos, perdidos, buscándonos. Y esta angustia me la bebo cada mañana con el café y cada noche con la valeriana, porque, a ver a quién le cuento yo esto por si se le ocurre una idea iluminadora. Si de verdad tuviera la seguridad, esa que me ha acompañado tantos años, esa que siempre puede más que las dudas, de que tú sigues viviendo dentro de mí, todo esto serían pensamientos inútiles, pero… la culpa la tienes tú, con eso de reírte de mi espiritualidad y de mi idealismo, de mis hadas del sueño, mis polvos invisibles y mágicos que curan las penas, mis cuentos interminables para alejar los miedos… tú y tu racionalidad de hombre de ciencia, anda que ya te contaré, que después tú le hablabas a los perros y recogías estrellas para hacerme collares de promesas… ¿Estás, verdad? Yo presiento que has estado siempre, que no te has ido. «Déjalo ir y que descanse en paz», me dijo tu hermana cuando se me ocurrió contarle que parecía que te estabas encargando de todo, que mantenías mi fuerza, que nos cuidabas. «Déjalo ir», me dijo. Y me escuché casi gritando: «¡Y una mierda!», y me sonó tu carcajada explosiva y casi vi tus ojos abiertos como platos, tu asombro divertido, yo, una chica tan fina y educada, hay que ver…  

Ayyyy, Manuel. Cómo me pesan tantos años, cómo espero tu voz cada mañana cuando sé que despierto y casi no me muevo, casi ni respiro, con los ojos cerrados, esperando aquel susurro tuyo «vamos allá, que ya es hoy«. 

Tuya siempre.

Los sábados, María viene a limpiarle un poco la casa. Para el final siempre deja «un repaso al cuarto de los libros». Cada vez es más fácil buscar, cada vez van quedando menos libros que todavía no se han convertido en buzones de correos hacia la eternidad. Antes de salir de allí, frente al ventanal sin cortinas, mira el horizonte, se acaricia la cara hasta borrar las lágrimas y susurra ¡Papá!

Al despedirse, como cada semana, antes de decirle te llamo esta noche, la besa en la frente, le sonríe dulce y con el índice le señala la frase que juntas escribieron en la pared, frente a la chimenea,  el día que su madre se hizo fuerte y le habló de un borracho que se suicidó en una cárcel cercana, de porqué nunca le dejó tener una moto, del dolor de una sábana blanca encandilando el negro de la carretera, del disfraz que le puso a la historia para que le doliera menos, cuando le  contó que papá no se había muerto de un infarto el día que no la fue a recoger al colegio: 

Ningún adiós se lleva lo vivido.


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