LOS DISFRACES DE CELIA
No soportaba que el doctor le dijera que estaba en los límites de la obesidad mórbida, que tenía que cuidar la dieta y hacer ejercicio. Le daban ganas de asfixiarlo entre las tetas, para que se enterara de lo desagradable que era ese término, que sonaba a algo asqueroso y sucio. Siempre que salía de su consulta se sentía como si hubiera engordado veinte kilos al traspasar la puerta, y más incapaz de frenar aquel círculo vicioso que se había puesto en marcha sin saber muy bien por qué.
–Si no fuera por Alberto, hace tiempo que habría dejado esta mierda de sesión semanal de control –decía en voz alta mientras esperaba el ascensor. -Y encima tengo que pagarle para que me llame gorda, obesa…mórbida. Mórbida suena a ballena, a mastodonte…¡Y también a muerta! No lo soporto, ni a él ni a sus recetas de verduras…¡que no soy un conejo!
Para Celia era imposible pasar desapercibida. Medía 1,86 y pesaba 157 kilos. Quisiera o no, era el centro de atención, como si llevara clavada en la cabeza una flecha de neón que la señalaba. –El mundo está hecho a la medida de la media, más bien a la baja, y así no hay manera de lograr el crecimiento de la especie -se decía cada vez que tenía que coger la guagua o sentarse en la sala de espera de un médico. -Si la necesidad hace al órgano, lo lógico -se decía- es tomar como referencia para todo una medida mayor…no sé cómo nadie se da cuenta. A lo alto, ella ya había logrado ese objetivo lógico, lo que pasa es que se había desarrollado también a otros niveles. No ayudaba que le gustara tanto comer y que pensara que el deporte era solo un invento de las multinacionales con excedentes de licra. Y a ella las licras siempre le habían producido una alergia terrible. A pesar de todo, Celia pensaba que tenía una misión en la vida, lo sabía, lo que pasa es que todavía no la había descubierto, solo había que seguir buscando…
Ya en la calle, decidió entrar en la cafetería que estaba junto a la consulta, a recibir su sesión semanal de descontrol. Hablar con el doctor le producía mucha ansiedad y para la ansiedad tenía un remedio infalible: la tarta de almendras y zanahorias. La secuencia consulta-tarta se repetía siempre, lo que significaba que la terapia la hacía engordar, y eso suponía asistir durante más tiempo a consulta. Este círculo vicioso no le importaba, casi le daba tranquilidad saber que nada iba a cambiar, que a pesar del doctor podía seguir disfrutando de la mejor tarta del mundo. Aún así, sentada en una mesa junto a la ventana, se comió dos porciones con la sensación ambigua de siempre: una mezcla de satisfacción y fracaso que terminaba siempre en una digestión pesada y flatulenta, otro inconveniente que salvaba a base de pastillas para los gases. Por supuesto, ni el doctor ni Alberto sabían nada de estas incursiones post-shock-consulta.
En la acera de enfrente había una librería. Desde donde estaba, podía ver en el escaparate la foto enorme de una escritora que promocionaba su libro. Celia se quedó mirando aquella cara de auto-complacencia y de orgullo, y pensó que en ninguna de las profesiones con las que había soñado, había visto una felicidad así. Herida como estaba por las palabras del doctor, sintió que aquella cara la llamaba, le pedía que cruzara la calle, que entrara en la librería, que leyera su libro, que se atreviera…que fuera feliz. Se levantó, y sin pagar, salió como una zombi de la cafetería; ni siquiera oyó los gritos del camarero, que casi se desgañita reclamando los tres con cincuenta euros hija de puta; miró a un lado y a otro de la calle, dispuesta a correr como una gacela en busca de esa promesa de felicidad, pero su cuerpo pesaba como una manada de gacelas y tropezó en medio de la calle justo cuando el semáforo cambiaba a rojo. Se oyeron frenazos, pitas, y algunas frases básicas aunque contundentes. Poco a poco la gente fue rodeándola, mientras ella, tirada en el suelo, concentraba todos sus esfuerzos en que la minifalda vaquera volviera a su sitio.
-¿Está bien señora? Preguntó una chica joven.
-Creo que está consciente, dijo un tipo trajeado, recién llegado al grupo.
-¡Claro que está consciente, idiota! ¿No ve cómo se revuelve? ¡mucho traje pero poco cerebro! -añadió alguien entre la gente.
-No hace falta que insulten, contestó el tipo de traje recorriendo el grupo con la mirada.
Todos empezaron a hablar al mismo tiempo, unos daban su versión de los hechos a los recién llegados, otros se preguntaban si no estaría borracha, alguien afirmó que los gordos deberían cotizar más a la seguridad social, igual que los fumadores, porque suponían mucho gasto para las arcas públicas. Esta afirmación despertó aplausos en una sección del círculo, desde donde surgió un zancudo que se postulaba como artista mendicante cada mañana en aquel semáforo. Algunos sacaban fotos con el móvil y otros se reían disimuladamente. Mientras tanto, Celia seguía tirada en el suelo como un escarabajo incapaz de darse la vuelta, sofocada y agotada por el esfuerzo.
-¿Pueden ayudarme, por favor? Balbuceó exhausta.
Entre cuatro personas consiguieron levantarla. Celia se miró de arriba abajo, tenía chorretones de sangre por las rodillas, las medias llenas de agujeros y la barbilla en carne viva. Sin dar ni siquiera las gracias, volvió a mirar el escaparate en el que le esperaba aquella promesa de futuro y, cojeando, corrió como pudo hasta la librería. El grupo decidió por unanimidad llamar a la policía, no fuera que aquella mujer gigante resultara ser una desequilibrada peligrosa o algo así, pero cuando llegaron a la acera todo el mundo recordó que tenía una vida y la petición perdió empuje, de modo que el grupo se disolvió para siempre.
Con la respiración entrecortada por el esfuerzo, Celia entró en la librería y empezó a buscar. Tenía que comprar ese libro de inmediato, aunque no supiera muy bien por qué. Caminó por los pasillos con la sensación de estar haciendo algo trascendental, de que lo que iba a pasar allí cambiaría por completo su vida. Miraba todas las estanterías buscando aquella cara de satisfacción y manchando de sangre los libros que tocaba en su atropellada carrera, hasta que llegó al final del pasillo y la vio. Allí estaba, el rostro de la completa seguridad, del orgullo, de la fuerza y del poder. La cara de quien se sabe dueña de sí misma, la cara del éxito. Celia cogió el libro como si hubiera descubierto un tesoro, un incunable: el libro con el que aprendería a sentir ese control, esa seguridad, el libro que la sacaría de su zona de confort, el libro con el que podría por fin sentir que había encontrado su lugar, la capacidad de mostrarse abiertamente a los demás, la fuerza interior que… ¿Puedo ayudarla, señora? ¿señora? ¿Está bien? Preguntó el dependiente, que había seguido a Celia a una distancia prudente.
-¿Eh? si, si….dijo como despertando de repente. -Me llevo éste, me interesa mucho el tema-, dijo limpiándose con un pañuelo la barbilla sangrante. -“El oficio de escribir», yo también soy escritora, ¿sabe?- Y se quedó mirando al aterrado dependiente con los ojos muy abiertos y la sonrisa desencajada, consciente de que acababa de descubrir una nueva ruta hacia su destino.
II
El ruido de la puerta al marcharse Alberto la obligó a salir del sueño sin poder despedirse de nadie. Soñó que era una escritora famosa y le daban un ‘Celia’, premio internacional de literatura que acababan de crear en su honor y cuyas ganancias irían destinadas íntegramente a obras sociales. Entonces se acordó de su nuevo objetivo vital: tendría una profesión sin necesidad de pagarse otro máster, porque para ser escritora no hacía falta ningún título, no había que hacer exámenes ni trabajos de investigación. Alberto podría sentirse orgulloso, y encima era gratis, así que esta vez no tendría nada que perder. Levantó el brazo y cogió el bolígrafo y la libreta que había dejado en la mesa de noche. Tenía que escribir la primera palabra que se le ocurriera, una sugerencia que, según el libro, suponía algo así como quitar el tapón de la bañera, una metáfora que la ayudaría a romper el ayuno creativo. Escribió la palabra disfraz y siguió tumbada en la cama hasta que el sopor volvió a vencerla.
Celia era maestra. Ejerció durante cuatro años y luego ingresó en el paro. De eso hacía ya ocho. Aquella experiencia fue un shock, pero la incursión a bocajarro y sin preparación en el sistema educativo la hizo más fuerte. Ahora, con 43, seguía sin encontrar su lugar en el mundo y andaba siempre ilusionándose con proyectos de vida que acababan invariablemente en frustración. La mayor parte del tiempo estaba haciendo todo tipo de cursos y soñando con dedicarse luego profesionalmente a cada uno de ellos. Al final se cansaba y todo quedaba en un susto, un arrebato. Lo que sí era invariable era su necesidad de hacer algo, por eso, a golpe de cursos, en los ocho años que llevaba sin trabajo le había dado tiempo de querer ser veterinaria, informática, gestora de una gran empresa, organizadora de eventos, conductora de ambulancias y coach. Su primera y última experiencia en el mundo laboral real había decidido borrarla de la memoria; y aunque ahora se sentía más preparada para enfrentarse a aquellos demonios, no a los metafóricos, sino a sus alumnos, eso ya no le interesaba. La vida la había curtido y ya no tenía la necesidad de ser aceptada que sentía entonces. De cualquier forma, eso era algo hecho, terminado, olvidado. No era lo suyo, no era como ser escritora.
Alberto, su marido, era un tipo de éxito, de esas personas que parecen tener la vida perfectamente planificada. A los 45 había conseguido triunfar en su profesión, convirtiéndose en un reputado odontólogo (antes vulgarmente dentista), en cuya consulta tenía siempre un éxito y un lleno absolutos. Era delgado y elegante sin intención de ser ninguna de las dos cosas. A Celia le parecía que era demasiado inteligente para pasarse todo el día tratando con bocas que, para él, eran mucho más interesantes que las personas que estaban pegadas a ellas. Pero Alberto adoraba su profesión y, aunque también adorada a Celia, se tomaba su trabajo con un entusiasmo que a ella le resultaba un poco mezquino. Se querían. Llevaban juntos algo más de doce años y los dos tenían la certeza de que se querían, así que vivían juntos sin cuestionarse, sin molestarse, y aceptándose como lo hace la arena a la ola que viene a arrasarla, a refrescarla y traerle novedades. Eran felices, al menos hasta que hace unos años, después de quedarse en paro, ella empezó a comer. A medida que iba engordando, se sentía cada vez más decepcionada e incapaz, y eso hacía que comiera cada vez más. Completado el círculo, era muy difícil salir de él. Celia le decía que había llegado a aceptar su nuevo estado, que ahora esa ‘era ella’, que en realidad no había cambios importantes, solo en la fachada. Alberto, en cambio, percibía esa aceptación como un abandono, y en lugar de alegrarse de que ella pudiera conservar su amor propio, se sentía, en un lugar recóndito y abisal de sí mismo, silenciosamente decepcionado.
Dos horas después volvió a despertarse, abrió los ojos y dijo en voz alta: Vamos, Celia, ya es hora de bajarse al mundo y participar en la maquinaria capitalista. No se movió, se quedó mirando el techo y dijo, esta vez por lo bajo,- pero todavía hay una cosa que tengo que hacer antes de moverme: averiguar a qué cantante famosa se parece esa mancha de humedad del techo –dijo guiñando los ojos para fijar la vista. Probó tapándose un ojo, luego el otro, pero tampoco. -¡La Caballé! -gritó de repente ¡es la Caballé!, y siguió tumbada boca arriba con la expresión de quien acaba de ganar un premio millonario. La cara de idiota le duró poco, porque traicionada por curiosas conexiones mentales, empezó a preguntarse cómo había llegado al terrible estado físico en el que se encontraba: Era una foca asquerosa. Apartó un poco las mantas para verse desnuda en toda su magnitud, algo que cada vez hacía menos, se tocó la tripa y la trinchó entre los dedos hasta que la carne se le llenó de hoyos. –No importa –dijo- para ser escritora no hace falta, ni siquiera, tener cuerpo, basta una cabeza conectada a un ordenador.- Daba igual, hoy nada podía distraerla de su objetivo, ni siquiera los demonios anoréxicos que la mortificaban diariamente y que ya había aprendido a torear. Se imaginó a sí misma incorporándose de un salto, levantando los brazos y gritando: ¡A partir de hoy, querido mundo, Celia es escritora! ¡Viva la cultura! Y se puso a bailar mentalmente un vals que no sabía bailar con una pareja que no existía. Cuando terminó, se dio cuenta de que todavía estaba en la cama, desnuda y a medio tapar; aspiró profundamente y se miró; Se miró los pies redondos y enormes que tanto daño moral le causaban a veces, esas uñas ya inalcanzables, los tobillos que parecían patas de elefante y unos pechos que, boca arriba, resbalaban hacia los lados hasta desaparecer…y sintió otra vez esa incapacidad para conectar físicamente con algunas partes de su cuerpo. Durante algunos minutos solo se miró, hasta que no pudo más y el nudo que tenía desde hace años en la garganta se deshizo en un llanto silencioso que le duró más de lo que merecía el momento porque, ya puestos, aprovechó para llorar también lo viejo. -Tengo que hacer algo -dijo de repente secándose las lágrimas con las sábanas- esta vez voy a hacer algo…DE VERDAD…voy a ser una escritora profesional…¡y de las buenas!
SINOPSIS
Celia es una maestra que lleva ya ocho años en paro. No termina de encontrar su lugar en el mundo y por eso está siempre haciendo todo tipo de cursos y soñando con dedicarse luego profesionalmente a cada uno de ellos. Ahora quiere ser escritora. Es una mujer voluminosa: mide 186 centímetros y pesa 157 kilos. Su marido es un exitoso odontólogo al que va a volver completamente loco. Como no sabe escribir, decide probar un método que utilizaba con sus alumnos para desarrollar la creatividad: escribir unos papelitos con distintos calificativos (dulce, sexi, entregada, inteligente, egoísta…), meterlos en una bolsa, sacar uno cada dos días y comportarse de acuerdo al calificativo que le haya tocado en suerte. De este modo, tendrá muchas experiencias que la ayudarán a crear. Por supuesto, nadie puede saber el porqué de sus cambios de personalidad. Después de algunas situaciones “difíciles”, su marido descubre el juego y, sin que Celia se dé cuenta, también la engaña. Uno y otro juegan al mismo juego aunque buscando un objetivo bien distinto: Celia, encontrar la inspiración, y su marido, hacer realidad muchas de sus fantasías. Y, aunque la mentira tiene las patas largas, al final se descubre todo y Celia toma una determinación que acabará con el engaño y, por extensión, con su matrimonio.
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