LA SEÑORA MAYOR

LA SEÑORA MAYOR

Amparo Salom

17/03/2021

                                                                         

El chico daba vueltas por la casa vacía, esperando que volvieran sus padres del trabajo a la hora de cenar. Solía salír al estrecho balconcito de baranda color crema, llena de desconchones. Se acodaba allí, apoyaba la barbilla sobre las manos y dejaba que el flequillo lacio y espeso le tapara los ojos.

Alcanzaba a ver la fachada de enfrente: persianas bajadas, como si el edificio entero cerrara los ojos. Desde que había acabado el confinamiento y empezó el verano, la gente huía a la playa, al pueblo, a las segundas residencias. Poco a poco los balcones, tan llenos de vida meses atrás, quedaron despoblados: toda la fachada volvía a ser un rostro apático e indiferente. Menos en el balcón del sexto: allí las cortinas blancas, abiertas, ondeaban como velas de barco y la señora mayor, quieta en su sillón de mimbre, pasaba las tardes enteras, sola, mirando fijo, con la cabeza un poco ladeada y las manos sobre su regazo. Encima de las rodillas tenía una tablita de madera que nunca tocaba. Él se quedaba también quieto y la miraba fijo durante mucho rato y la calle, tan profunda, era el torrente de un río que no podían atravesar.

Ei chico imaginaba que el balcón era un barco y empezaba a balancearse suavemente de derecha a izquierda, como hacen los marineros; asía un timón imaginario y miraba al frente haciendo visera con la mano. La señora no hacía ningún gesto, siempre quieta, con la boca un poco torcida, mirando fijo.

Un día al chico se le ocurrió enseñarle su pistola láser. Tenía el tambor de plástico dorado y la culata verde fosforescente. Lo mejor era que al apretar el gatillo se encendían en el cañón luces de muchos colores que giraban como en un caleidoscopio. La levantó muy alto con las dos manos para que la señora la viera bien y luego se giró con rapidez, apuntó a la nave que le atacaba por la derecha, disparó y las luces empezaron a girar enloquecidas. Entonces vio por el rabillo del ojo, mientras seguía disparando, que la señora levantaba un poco la cabeza, siempre ladeada, lo seguía con la vista y cabeceaba con aire de aprobación. Intentaba sonreír, aunque solo media sonrisa doblada, un poco rara.

El chico se animó y se esmeró en el combate. Corrió de aquí para allá, esquivó los tiros, se encogió y se escondió para luego levantarse de un salto, surgía de repente, entraba y salía muy deprisa del piso, corría de punta a punta del balcón, tirándose al suelo o camuflándose en las cortinas.

La señora estaba cada vez más contenta y aplaudía, la mano derecha buscaba la izquierda; era también un aplauso raro, doblado. Luego el chico vio que cogía la tablita. Resultó ser un abanico: la señora lo agitó un poco y se desplegó un magnífico semicírculo de colores muy vivos, azul cobalto, violeta, verde y rojo; al chico le recordó el color de las cobijas que su abuela tenía encima de la cama. La señora sacudía el abanico, como enseñándoselo, y los encajes y lentejuelas centelleaban al sol del atardecer, en un manchón tornasolado como el ala de un guacamayo.

                                                                          II

Una noche el chico soñó que estaba en el patio de su abuela en Guayaquil, tomando la fresca; su abuela se levantaba y le hacía un gesto para que le siguiera, y entraban en la casa, pero no era la sala de su abuela: era un dormitorio muy grande y oscuro, de techos altos y molduras blancas, con un suelo de baldosas mates que formaban dibujos desvaídos, y la abuela era de repente más alta y más blanca, se acercó a una cómoda panzuda y abrió el primer cajón, y de ahí sacaba el abanico y se lo tendía. El chico lo sacudió un poco, y se abrió suave, y entre el fulgor de encajes y lentejuelas se extendió la fastuosa enramada de flores azul cobalto, violeta, verde y rojo, trepando por las varillas de madera.

                                                                            III

El horno del barrio es moderno, luminoso, bien diferente de la tahona de su barrio, allá en Guayaquil, tan honda y umbría. Pero el mismo olor: básico y familiar como el olor a tierra húmeda. Entrar en el horno cada mediodía es como volver allá, a la tierra que dejó hace un año: al abrigo caliente del pan recién hecho, del azúcar quemada. Uno de los encargos que más le gustan: comprar la barra de pan diaria.

Ya sabe pedir turno (¿El último?). Luego espera en la acera paciente, contento, cambiando el peso de pie a pie, curioseando el centelleo de las vitrinas donde se amontonan pasteles, bollos de nombres desconocidos, tortas rematadas con merengue de colores. Cuando por fin le toca el turno y entra en el horno, sigue los rápidos movimientos de la hornera, que trastea entre las bandejas, retira las vacías y saca otras humeantes, selecciona las pastas, teclea en la caja, cobra, saluda, ríe, bromea, cotillea sin dejar de moverse y atender a los clientes ni un segundo: ¿Quién va ahora? ¿Quién va ahora?

El chico se siente mayor haciendo cola entre adultos: los chicos españoles no van a comprar el pan; aquí no es tarea de chicos, sino de grandes, piensa orgulloso, y aprieta más fuerte las monedas en la palma de la mano. A veces alguien no le ve, o intenta colarse haciéndose el despistado, pero siempre le defiende alguna de las mujeres de la cola:

– Eh, que va el chico, que va el chico – exclaman en seguida.

Pero él no tiene prisa, no le importa esperar en la cola, allí puede pasar el rato bien tranquilo, bien a gusto, mejor que en la casa vacía donde se aburre de ver la televisión solo. Prefiere pasarla oyendo la cháchara de las mujeres, tantas palabras que no comprende pero que le arropan: las charlas de mujeres también suenan igual en todas partes; como el olor a pan abrigan y calientan, y él se abandona a esa compañía, que va variando de tono y de ritmo. Hoy la cola es bastante larga y la gente, olvidando la distancia de seguridad, forma corrillos y aprovecha para charlar.

– … Uy mira, por ahí enfrente va la Carmen con su hija ¡Menuda cara dura tiene esa chica! Lo menos hace dos meses que no viene a visitar a su madre.. Y luego está una tarde con ella y otra vez a largarse…

– Mujer, ya sabes que vive fuera y trabaja en esa empresa tan importante… Con lo complicado que está todo, la chica hace lo que puede…

– Ya, ya, lo que tú digas, pero ahí tienen abandonada a la pobre Carmen desde que le dio el ictus, y encima ahora apenas si sale a la calle, por miedo a contagiarse… Con lo que le gustaba pasear… Ni a tomarse el cafecito de la tarde ni nada…

– Pues sí, pobre Carmen, con lo buena que es… Se ha desvivido por sus hijos y ahora mira, uno por otro, otro por uno, ahí está, más sola que la una. Que se pasa los días allí metida en casa, en el balconcito, y cada vez se le ve peor…

– A ver, tampoco es eso, que los hijos tendrán su vida, su trabajo y no pueden estar pendientes… Y ella me ha dicho que se las apaña sola muy bien…

– ¿Se las apaña? Calla, calla…. ¿Pero tú crees que la pobre se las puede apañar sola con lo que le cuesta moverse? A ver cómo se va a ocupar de la casa y de la comida y de todo… Y además a mí me contó que tiene que tomar veintitantas pastillas al día, yo no sé cómo se aclara ella sola con tanto medicamento…

– ¡Jesús, pues si yo solo tengo que tomar la del colesterol y se me olvida día sí día también!

    Ríen las mujeres y el chico escucha en silencio, hasta que le toca el turno. Recoge la barra de pan y corre de vuelta a casa, masticando el currusco más crujiente, sube las escaleras, abre con la llave que siempre le cuelga del cuello.

                                                                   IV

    Hoy es sábado, un día especial: no hay colegio. La madre también libra y aprovecha la mañana para sacarse un extra fregando los cinco portales y escaleras de la acera de enfrente. El chico le ayuda quitando el polvo y sobre todo acarreando interminables cubos de agua.

    Su madre se afana en el rellano del sexto, oloroso a jabón, cuando se abre la puerta del ascensor y sale la señora mayor, acompañada de su hija.

    – Hola, buenos días- saluda la joven, buscando la llave en su bolso.

    Buen día.

      La señora mayor no dice nada, solo mira al suelo, avanza con aire inseguro, balanceándose en pasos lentos, oblicuos, asimétricos. Es cuestión de un segundo: da un traspiés, o resbala, o le falla un tobillo, pierde el equilibrio, intenta asirse al brazo de su hija, que ocupada en buscar la llave no alcanza a sujetarla, se desploma, queda extendida, inmóvil, la sien sobre el suelo húmedo, el brazo izquierdo trabado en una postura forzada y rara.

      – ¡Ay pobre señora! – la madre del chico es la primera en reaccionar.

      – ¡Mamá, mamá! ¿Estás bien?

      – Tranquila, vamos a izarla no más y enseguida la entramos en casa

        El chico ayuda y entre los tres levantan a la señora, que tiembla asustada con los ojos cerrados. No reacciona, no habla, empieza a manotear con la mano derecha, un poco descontroladamente, como queriendo asir algo que solo ella ve.

        Entran en el piso y la acuestan en un dormitorio muy grande y oscuro, de techos altos y molduras blancas, con un suelo de baldosas mates que forman dibujos desvaídos.

        – ¿Cómo estás, mamá? Di algo, di algo… Ay, ay, ay, voy a llamar al 012…

        – Mire que ya va mejor, ya abre los ojos – dice la madre del chico – … Tiene un buen rasguño en la pierna, ahora mismito voy al baño y con una toalla húmeda le limpio la sangre.

        – Vaya, vaya, que yo mientras llamo a urgencias …

          El chico se ha quedado sentado al borde de la cama. La señora le mira con los ojos entrecerrados y sigue agitando la mano, inquieta. El chico se levanta y se acerca a la cómoda panzuda, abre el primer cajón, saca el abanico.

          – ¡Eh, chaval, pero ¿qué haces? ¿Qué has cogido de ahí? ¡Deja eso ahora mismo! – protesta la hija mientras cuelga el teléfono

            Se acerca enfadada a la cómoda para cerrar el cajón y de pronto se queda quieta, petrificada. Alarga la mano y saca un montón de cajas de medicamentos sin usar, ni siquiera abiertas. Las mira atónita, las repasa una y otra vez, incrédula: todos y cada uno de los caros medicamentos que su madre tenía que haber tomado desde hacía meses allí están, intactos.

            Vuelve la vista a la cama, donde la señora mayor, moviendo el abanico a sacudidas breves, dedicaba al chico su rara sonrisa.

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